Me refiere el profesor Fernando Arredondo –es quién más sabe en España sobre la poesía de Joaquín Antonio Peñalosa– que también a él le ocurrió lo que a mí: primero empezó a conocer y a admirar la enorme calidad lírica de la poesía de Peñalosa –fue el motivo que lo impulsó a la realización de su tesis doctoral sobre él– y después descubrió lo que muchos mexicanos descubrieron antes que nosotros: sus libros de chistes, esto es, su sano humor religioso, asentado sobre cuatro bases: gracia, verdad, bondad y poesía.
Basta asomarse a libritos suyos como Humor con agua bendita –con más de 30.000 ejemplares vendidos en su país–, o a su Manual de la imperfecta homilía, para darse cuenta de que, como él mismo decía: “No hay amor sin humor, ni humor sin amor. Porque el amor sin humor, el puro respeto congelado, establecería distancias, abismos sin puentes, bloqueando el encuentro entre dos seres”. Si a esto sumamos lo que expresaba el escritor francés Georges Bernanos: “Lo contrario de un pueblo cristiano es […] un pueblo de tristes”, definimos perfectamente la poética de este autor cuya obra lírica tiene cada día más adeptos.
“A la lista de obras de misericordia” –escribió–, “quisiéramos añadir la que más necesita un mundo angustiado y cabizbajo: hacer reír al triste, tan urgente como dar de comer al hambriento”. Así, la obra literaria completa de Peñalosa es fiel reflejo de su fundamentación en el optimismo, en el buen humor, lo que no significa en ningún caso que sea ajena a los conflictos y dificultades del hombre moderno. Todo lo contrario: si hay una producción escrita y enraizada en asuntos existenciales del ser humano, sean del tipo que sea, esa es la suya. “El humor” –puntualiza– “es un fenómenos sólo para adultos, un género literario para lectores serios, una flor del espíritu para almas en madurez. Sólo ellas saben que el humor no es ofensa sino simpatía, no herida sino bálsamo, no falta sino sobra de amor. Amor, humor: sólo un sonido de diferencia”.
Perteneciente a la que se conoce, concretamente en San Luis Potosí, como la generación del 50, Peñalosa es, ante todo, un hombre práctico, un sacerdote ejemplar, alegre como el que más, consciente de que lo suyo era vivir arraigado en Dios y darlo a conocer, además de con su vida, desde ese don que tuvo para la escritura: “No se escribe al margen de la propia vida. Escribir es una forma de vivir, de autorrealizarse, de dar sentido y plenitud al hecho efímero y trascendente de ser hombre. Ser escritor y ser hombre no son dos líneas más o menos paralelas que a veces se tocan. Todo se funde en una síntesis esencial”.
Franciscanismo poético
Con un verso inteligible, de línea clara, sin adornos ni moralismos, consigue provocar en el lector un acercamiento a Dios y a sus misterios, y lo hace desde lo que los estudiosos denominan el franciscanismo poético peñalosiano, esto es, partiendo de una mirada enternecedora al universo donde Dios, hacedor de cielo y tierra, es concebido como Padre amoroso, providente, y todos los seres, animados e inanimados, como hermanos.
Esta cosmovisión vital y lírica le permite la defensa de un ecologismo planetario constante a la vez que lo lleva a una postura de conmiseración a favor de los desvalidos, de los excluidos. Y es que en Peñalosa, desde luego, todo es canto, un canto a la creación, a las Escrituras, a los seres materiales o espirituales, pues lo que sale, o ha salido de las manos de Dios, siempre es hermoso: “Y por qué han de ser feos / los perros cojos que prefieren el jazz / la escultura decapitada por garantía de antigüedad / la muchacha pecosa salpicada como la vía láctea / el calvo fosforescente añadiendo neón a la noche urbana […] / la niña tuerta con vocación marinera de faro / los jorobados de la dorada estirpe de los camélidos / […] nada es feo / la fealdad es belleza en sol menor”, así se expresa en Teoría de lo feo, una de sus muchas composiciones en las que, sobre la base de una imaginería en cierto modo irracional y de una envidiable sencillez expresiva, logra la atención del lector, suscitándole emociones delicadas, sin rallar nunca en la sensiblería.
De esta manera, es evidente su interés por las personas con algún tipo de tara o de condicionantes sociales, entre los que se encuentran los tartamudos: “Cuando le preguntan cómo se llama / igual que el agua que hace gárgaras / en los canales de piedra / contesta que jo-jo-sé”, los jorobados: “Estirpe de camellos esquivos y dorados / todos por cargar la vida estamos jorobados” o los cojos: “qué gozo ser una muchacha cojita / y convertir la tierra toda en agua / tierra ondulada y en vaivén perpetuo” –botones de muestra de personajes a los que él mira de frente–, teniéndolos en ocasiones por protagonistas de sus poemas, trazados a la medida de la cordialidad de su creación poética.
Atención a lo fútil
Otras veces el objeto de su inspiración son seres diminutos como las mariposas, las hormigas o los caracoles, presentados por momentos en hermosas estampas cotidianas como la que ofrece, a modo de greguería, en Garza dormida en un pie: “No requieres dos tallos / porque te sabes flor / y suben las corolas / en un elevador”, o vegetales como árboles, o elaborados por el hombre como las pajaritas de papel. Lo deja muy claro en Benedícite de las cosas pequeñas, una composición de su primer libro que recuerda al salmo bíblico del profeta Daniel (3, 57-88): “Cantemos el himno de las cosas leves / de las criaturillas que alcanzaron el último soplo de Dios. / […] Bendigan a Dios todas las cosas, las cosas ínfimas que cantó Lugones, las obras del Señor que cantó Daniel en el cántico de los tres niños. Porque el Señor es grande entre sus obras grandes y máximo entre sus obras mínimas”.
Con todo a favor, Peñalosa sabe sacarle partido a cualquier elemento, ya sea natural o artificial, viendo en los primeros –los elementos naturales– la huella indeleble de Dios, como queda reflejado en su Receta para hacer una naranja –por cierto, uno de sus poemas más inspirados y conocidos–: “No toques aún esta naranja / ponte primero de rodillas y adora como los ángeles, / fue hecha para ti en exclusiva, / para nadie más, / como un pequeño inmenso amor / que se cae de maduro, / que se entrega redondo”, y en los segundos –los elementos artificiales– su oposición al consumismo, por supuesto expresado con sabia ironía, tal cual se puede leer en Hermana televisión: “Llegas e a casa con honores […] / buscando el mejor sitio […] / fuereña entrometida / se adueñó de la sala, aquí me quedo / cómo no, señorita de 23 pulgadas […] / luego escogió habitación exclusiva / desplazando espejos y una tía con artritis […] / y ahí nos tienes a todos / con los ojos cuadrados / conectados a tu gran pupila fría / lavadora de cerebros, su contaminante / perra sarnosa gruñendo en los rincones / desde que llegaste nadie habla en esta casa […] / ay, hermana televisión”.
Para otra ocasión dejo ahora su poesía específicamente religiosa: navideña, mariana o bíblica, también valiosísima y abundante, donde a lo trascendente, a lo supuestamente inalcanzable, le da un tratamiento de inmediatez; es el caso de los ángeles, tan familiares en sus versos.
Sirvan sin embargo estas líneas para dar visibilidad a tan excelente poeta mexicano, al que vale la pena leer y del que, seguro, tanto se aprende. Un poeta coloquial, directo, entretenido, al que –como reza el proverbio latino consignado por el comediógrafo Terencio–, nada de lo que es humano le fue ajeno.