Nos reíamos entre amigos recordando el “snake”, ese juego que venía en los móviles Nokia de nuestra adolescencia y que consistía en dirigir una culebrita hambrienta para evitar que chocara con las paredes o con su cola. Desde entonces las cosas han cambiado mucho, hasta el punto de que ahora son los móviles quienes juegan con nosotros.
Virtuosamente administrado, el móvil es una maravilla. Pero cuando nos descuidamos, se transforma en un reptil difícil de domesticar que lucra con nuestro tiempo. Debajo de las redes sociales serpean softwares diseñados para volvernos dependientes de sus servicios, que esperan a que bajemos la guardia para envenenarnos: nos difuminan la noción del tiempo, anestesian la voluntad, interrumpen el día y hieren la noche.
¿Y los niños?, ¿qué angustia vital padecen con estos móviles seductores, que les reclaman horas y horas de rifirrafe banal?
Hace unas semanas vi a una madre joven paseando con su hija de 11 o 12 años en un centro comercial. De pronto, la niña descubrió la tienda de tecnología, arrugó el rostro y gritó: “Mamá, ¡necesito un móvil!, ¡hasta cuándo te lo tengo que repetir! ¡En mi clase todas tienen uno!”
“Todas” tienen uno, repetía la pequeña. Y aunque las encuestas le dan la razón, su argumento disfraza un chantaje: “Si no me lo das, me condenarás al naufragio social”, querría decir. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Quién decidió que los niños necesitan un móvil, los padres o el mercado tecnológico?
Mientras padres y profesores se desloman educando a los niños en el gobierno racional de sus deseos, los móviles conspiran con el propósito contrario. Y cuando los padres se arrepienten de haber hecho este regalo demasiado pronto, comprueban con horror que ya no lo pueden quitar, o que las limitaciones de horario son difíciles de aplicar, pues sus hijos han integrado el móvil en su vida como una extensión de su propio cuerpo.
¿A qué edad regalar el móvil? La solución depende de la prudencia de cada familia y de su capacidad de gestión de la presión social. Pero la presión es inmensa, no los podemos dejar solos contra un adversario multinacional. Debemos pensar, coordinar estrategias, idear soluciones y apoyarnos entre todos. Si defendemos a los niños con valor, podremos acostarlos por la noche con la conciencia de que estamos haciendo caso a la advertencia de Jesucristo: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas” (Mt 6, 22-23).
¿Y qué pasó con la madre joven? Se acuclilló a la altura de su hija, le acarició el pelo, calmando poco a poco su temblor y la abrazó. “Te entiendo, voy a conversarlo con papá, mientras tanto, yo te presto el mío cuando lo necesites…”, le susurró, dubitativa y añorando quizá la inocencia de los “ladrillos” Nokia y el snake.