A los 93 años ha fallecido en Tubinga el teólogo suizo Hans Küng, tras una larga enfermedad. Se trata de una figura determinante del panorama teológico en la segunda mitad del siglo XX. Entre 1960 y 1996 enseñó en la Universidad de Tubinga; en 1979 la Santa Sede le retiró la autorización para enseñar teología católica, debido a que sus enseñanzas eran contrarias a verdades definidas de la fe. En los últimos treinta años Küng se había centrado en la promoción del diálogo entre las religiones, para lo que había dado origen al proyecto “Ethos mundial”. Sus libros alcnzaron una gran difusión. Su última gran aparición fue en primavera de 2018, en un simposio científico convocado por la Fundación “Weltethos” y la Universidad para festejar su 90 cumpleaños.
Sus tensiones con la Iglesia se reflejaron, a su vez, en su relación con otros teólogos contemporáneos. Las diferencias con Joseph Ratzinger, con quien inicialmente compartió algunos proyectos de investigación, no impidieron una amistad que el Papa emérito Benedicto XVI recuperó al recibirlo en audiencia en Roma en 2005, lo que despertó gran expectación.
El profesor Pablo Blanco Sarto recorre los vericuetos de esa amistad, que refleja asimismo las disyuntivas de la teología católica reciente, sobre todo en el ámbito de habla alemana.
Una amistad difícil
Hans Küng (nacido en 1928 y fallecido el 6 de abril de 2021) y Joseph Ratzinger –un año mayor- eran dos jóvenes sacerdotes cuando se encontraron en 1957, en Innsbruck, para hablar a fondo de teología. Concretamente, de la tesis doctoral de Küng, sobre la que Ratzinger acababa de escribir una recensión. Después coincidieron en el Concilio Vaticano II, en el que ambos trabajaron como peritos o expertos. Ahí Küng tenía muy buena acogida con los medios de comunicación (era suya la imagen de que el concilio suponía abrir la ventana para que entrara el aire fresco) y vestía unos revolucionarios jeans. En aquel momento nació una larga y comprometida amistad entre ambos.
El teólogo suizo había estudiado a Sartre y a Barth en París y Roma. En efecto, había escrito una tesis sobre Karl Barth, aunque curiosamente sus escritos derivarían después hacia los planteamientos del protestantismo liberal del siglo XIX. Este cambio de postura será la que separará después a ambos teólogos, aunque afirma Ratzinger: “nunca he tenido un conflicto personal con él, ni por asomo” (La sal de la tierra, p. 85).
Küng se había ocupado en un primer momento de la eclesiología, aunque sus indagaciones sobre la naturaleza de la Iglesia encontraban ciertas diferencias con las enseñanzas del magisterio. Proponía una Iglesia en la que todo consiste en puro devenir histórico, con el que todo puede cambiar dependiendo de las variadas circunstancias. Si existe una forma estable de Iglesia que responda a su esencia –seguirá diciendo–, es la forma carismática y no institucional, anterior a todo posible clericalización. Así opondrá acérrimamente una Iglesia jerárquica frente a la carismática y verdadera. Junto a esto, su posterior “teología ecuménica universal” ocasionará que en 1979 le sea denegada la facultad de enseñar teología católica.
Ratzinger se encontraba a gusto en Münster, en el norte, y por fin había acabado el concilio. “Empecé a amar cada vez más esta bella y noble ciudad” –declara Ratzinger en sus memorias-, “pero había un hecho negativo: la excesiva distancia de mi tierra natal, Baviera, a la que estaba y estoy profunda e íntimamente unido. Tenía nostalgia del sur. La tentación se hizo irresistible cuando la universidad de Tubinga […] me llamó para ocupar la segunda cátedra de dogmática, instituida desde hacía poco. Hans Küng era quien había insistido en mi candidatura y en conseguir la aprobación de otros colegas. Le había conocido en 1957, durante un congreso de teólogos dogmáticos en Innsbruck […]. Me agradó su simpática franqueza y sencillez. Había nacido así una buena relación personal, si bien poco después […] hubo entre nosotros dos una discusión más bien seria sobre la teología del concilio. Pero ambos considerábamos esto como legítimas diferencias teológicas […]. Encontraba con él un diálogo extremadamente estimulante, pero cuando se esbozó su orientación hacia la teología política, sentí que las diferencias crecían y que podían llegar a tocar puntos fundamentales” (Mi vida, pp. 111-112) en lo que a la fe se refiere.
Mientras tanto, el teólogo suizo iba a bordo de un Alfa Romeo por las calles de Tubinga –esa ciudad con tanta tradición filosófica y teológica–, al mismo tiempo que Ratzinger circulaba por ellas en bicicleta (cfr. J.L. Allen, Cardinal Ratzinger, p. 91). “Comencé mis clases en Tubinga ya al comienzo del semestre estival de 1966, por lo demás en un precario estado de salud […]. La facultad tenía un cuerpo docente de altísimo nivel, si bien algo inclinado a la polémica […]. En 1967 pudimos celebrar todavía espléndidamente los ciento cincuenta años de la facultad católica de teología, pero se trató de la última ceremonia académica al viejo estilo. El ‘paradigma’ cultural con el que pensaban los estudiantes y parte de los profesores cambió casi de un modo fulminante. Hasta entonces, el modo de razonar había estado marcado por la teología de Bultmann y la filosofía de Heidegger; de repente, casi de la noche a la mañana, el esquema existencialista se derrumbó y fue sustituido por el marxista. Ernst Bloch enseñaba entonces en Tubinga y en sus clases denigraba a Heidegger, catalogándolo de pequeño burgués. Casi al mismo tiempo de mi llegada, fue llamado a la facultad evangélica de teología Jürgen Moltmann que, en su fascinante libro Teología de la esperanza, repensaba la teología a partir de Bloch. El existencialismo se desintegraba completamente y la revolución marxista se extendía a toda la universidad” (Mi vida, pp. 112-113), incluidas las facultades de teología católica y protestante. El marxismo había tomado el relevo del existencialismo.
La revuelta estudiantil se hizo dueña de las aulas. Ratzinger recuerda la violencia que pudo apreciar en aquellos años de Tubinga con auténtico terror. “He visto cara a cara el rostro cruel de esta devoción atea, el terror psicológico, el desenfreno por el que se llegaba a renunciar a toda reflexión moral –considerada como un residuo burgués–, allí donde el único fin era el ideológico. […] He vivido todo esto en mi propia carne, pues, en el momento de mayor enfrentamiento, era decano de mi facultad […]. Personalmente no he tenido nunca dificultades con los estudiantes; al contrario, en mis cursos he podido siempre hablar a un buen número de atentos asistentes. Me parecía, sin embargo, una traición retirarme a la tranquilidad de mi aula y dejar el resto para los demás” (Mi vida, p. 114).
Alguien difundió la noticia de que le habían arrebatado en una ocasión el micrófono en alguna de sus clases en Tubinga, a lo que respondió el ya cardenal: “No, a mí nunca me quitaron el micrófono. Tampoco tuve dificultades con los estudiantes, sino más bien con los activistas que procedían de un fenómeno social extraño. En Tubinga las clases estuvieron siempre muy concurridas y fueron bien acogidas por los estudiantes, y la relación con ellos fue irreprochable. Sin embargo, fue entonces cuando percibí cómo se iba infiltrando una tendencia nueva que –fanáticamente– se servía del cristianismo como instrumento al servicio de su ideología. Y aquello sí que me pareció una auténtica mentira. […] Por concretar un poco más los procedimientos utilizados en aquella época, me gustaría citar unas palabras que recordaba recientemente en una publicación un colega protestante, el pastor Beyerhaus, con quien yo trabajaba. Son citas que no proceden de un opúsculo bolchevique de propaganda atea. Se publicaron en octavillas en el verano de 1969, para repartirlas entre los estudiantes de teología evangélica de Tubinga. El encabezamiento rezaba así: ‘El Señor Jesús, guerrillero’, y seguía diciendo: ‘¿Qué otra cosa puede ser la cruz de Cristo sino una expresión sadomasoquista de ensalzamiento del dolor?’. O esta otra: ‘El Nuevo Testamento es un documento cruel, ¡una gran superchería de masas!’ […] En la teología católica no se llegó tan lejos, pero la corriente que estaba surgiendo era exactamente la misma. Entonces comprendí que el que quisiera seguir siendo progresista, tenía que cambiar su modo de pensar” (La sal de la tierra, 83-84).
Ratzinger seguía con su intensa carga docente. Sin embargo, las circunstancias van a cambiar sensiblemente en los años siguientes. Uno de sus biógrafos cuenta los recuerdos de uno de sus discípulos: “Veerweyen empezó su formación bajo el cuidado de Ratzinger en Bonn; después le siguió hasta Münster, y finalmente a Tubinga, donde estuvo con él hasta 1967. Veermeyen conserva claros recuerdos de Ratzinger en el aula. ‘Era un profesor excelente –recuerda– tanto académicamente como didácticamente. Siempre muy bien preparado. Ya en Bonn se podía publicar prácticamente todo lo que salía de su boca’. Veermeyen afirma que los cursos en Bonn y Münster estaban siempre llenos. ‘Los estudiantes estábamos orgullosos de él, porque era uno de los peritos más importantes del Concilio Vaticano II’, dice Verweyen. Según él, el declive en la popularidad de Ratzinger empezó en 1967” (J.L. Allen, Cardinal Ratzinger, p. 105).
En aquellos años difíciles escribió Ratzinger uno de sus libros más conocidos. “Dado que en el año 1967 el curso principal de dogmática lo había impartido Hans Küng, tenía libertad para realizar por fin un proyecto que acariciaba desde hacía diez años. Me atreví a experimentar con un curso que se dirigía a estudiantes de todas las facultades, con el título Introducción al cristianismo. De estas lecciones nació un libro que ha sido traducido a diecisiete lenguas y reeditado muchas veces, no solo en Alemania, y que continúa siendo leído. Era y soy plenamente consciente de sus limitaciones, pero el hecho de que este libro haya abierto una puerta a muchas personas es para mí un motivo de satisfacción” (Mi vida, p. 115).
Este libro constituye el comienzo de lo que parecía un cambio, aunque en realidad tan solo supone un caminar en la misma dirección. ¡Había cambiado tanto el ambiente desde los años en que empezó a hacer teología!
En el prólogo a la primera edición, el entonces profesor en Tubinga se preguntaba si los teólogos no habrán hecho lo mismo que le ocurrió en un cuento a Hans-con-Suerte (nunca Hans Küng, aclarará después, cfr. La sal de la tierra, p. 85), cuando cambió todo el oro que tenía por vulgares baratijas. En efecto, tal vez en algunos momentos ha podido ocurrir algo así, insinúa. A pesar del evidente fraude, esto tiene un aspecto positivo, ya que se dan algunas ventajas en el hecho de que el oro se haya relacionado con las baratijas. La teología habría bajado de las nubes, pero a veces se había conformado con los espejuelos y las baratijas.
Vientos de borrasca se cernirán sobre la Iglesia. Aquel 1966 –el mismo año en que se publicará el incompleto Catecismo holandés–, la tradicional reunión de los católicos alemanes, el Katholikentag, había presentado momentos de fuerte tensión en Bamberg, como ocurrirá de igual modo en Essen dos años después. Más adelante, Hans Küng publicará Veracidad por el futuro de la Iglesia (1968), donde replantea la figura del sacerdote y pone en cuestión el celibato. Al mismo tiempo se abría el duro debate en torno a la encíclica Humanae vitae, promulgada ese mismo año por Pablo VI. Salían además a la luz pública varias iniciativas que iban en contra de la letra y el espíritu del concilio. La Iglesia alemana, privilegiada con un generosísimo sistema de recogida de impuestos, colaboraba con las misiones y las iniciativas solidarias en el Tercer Mundo. Sin embargo, la confusión entre los cristianos resultaba patente. De este modo, progresistas y conservadores, filomarxistas y apolíticos, ‘papólatras’ y cristianos con ‘complejo antirromano’ debatían entre sí de modo continuo. Rahner escribirá en 1972, al juzgar toda esta situación: “La Iglesia alemana es una Iglesia en la que existe el peligro de la polarización” (K. Rahner, Transformazione strutturale della Chiesa come compito e come chance, Brescia 1973, p. 48).
Por otro lado, el sínodo de obispos alemanes en Würzburg (1971-1975) propondrá una fidelidad total al concilio (cfr A. Riccardi, Europa occidentale, en AA.VV., La Chiesa del Vaticano II (1958-1978), Storia della Chiesa, XXV/2, San Paolo, Cinisello Balsamo 1994, pp. 392-396). “Un concilio” –dirá Ratzinger en 1988– “es un desafío enorme para la Iglesia, pues origina reacciones y provoca crisis. A veces, un organismo tiene necesidad de ser sometido a una operación quirúrgica, después de la cual se produce la regeneración y la cura. Lo mismo sucede con la Iglesia y el concilio” (Ser cristiano en la era neopagana, p. 118). Los años que siguieron fueron, por tanto, confusos y difíciles. En efecto, en 1968, el mismo año en que Pablo VI publicaba la Humanae vitae, Joseph Ratzinger vive y sufre las revueltas estudiantiles en la universidad de Tubinga (a la vez sin embargo suscribe la Declaración de Nimega, firmada por 1360 teólogos y dirigida al ex-Santo Oficio, en la que se pide un mayor pluralismo religioso, cfr. J.L. Allen, Cardinal Ratzinger, pp. 67-68). Dos años antes Hans Urs von Balthasar había publicado Cordula, una crítica a las desviaciones posconciliares respecto a la misma doctrina del concilio, especialmente de la teología de Karl Rahner. Una abierta reacción frente a los dogmas progresistas se estaba empezando a formar.
De modo que en Balthasar se dará un giro y una evolución en su postura, que también se manifestará en sus obras. La defensa de la verdad en la Iglesia en este segundo momento le hará merecedor del capelo cardenalicio (aunque murió pocos días antes de recibirlo). De modo que el profesor de Basilea estaba todavía con posibilidades de promover una ambiciosa iniciativa. “Balthasar (que no había sido llamado al concilio, y que enjuiciaba con gran agudeza la situación que se había creado) buscaba nuevas soluciones que sacaran a la teología de las fórmulas partidistas a las que se tendía cada vez más. Su preocupación era reunir a todos los que pretendían hacer teología no desde una serie de prejuicios derivados de la política eclesiástica, sino que estaban firmemente decididos a trabajar a partir de sus fuentes y sus métodos. Nació así la idea de una revista internacional que debía operar a partir de la communio en los sacramentos y en la fe […]. De hecho, era una convicción nuestra que este instrumento no podía ni debía ser exclusivamente teológico; sino que, frente a una crisis de la teología que nacía de una crisis de la cultura, […] debía abarcar todo el campo de la cultura, y ser publicado en colaboración con laicos de gran competencia cultural. […] Desde entonces, Communio ha crecido hasta publicarse hoy día en dieciséis idiomas, y se ha convertido en un importante instrumento de debate teológico y cultural” (Mi vida, p. 121).
El que había sido uno de los fundadores de Concilium en 1965 (y que ahora esta revista había tomado una dirección anticonciliar) estará también en estos momentos en los comienzos de Communio. Ratzinger no lo ve como un viraje personal. “No soy yo el que ha cambiado, han cambiado ellos. Desde los primeros encuentros puse a mis colegas dos condiciones. […] Estas condiciones [de servicio y fidelidad al concilio], con el tiempo, fueron teniéndose cada vez menos presentes, hasta que se produjo un cambio –que se puede situar en torno a 1973– cuando alguien empezó a decir que los textos del Vaticano II no podían ser un punto de referencia de la teología católica” (Ser cristiano en la era neopagana, p. 118).
Todo había empezado unos años antes. “Se reunían en vía Aurelia. Corría el año 1969; Pablo VI seguía denunciando la ‘autodestrucción’ de la Iglesia, y los intelectuales católicos seguían indiferentes soñando con la Iglesia del mañana. En aquel restaurante, a dos pasos de la Cúpula [de la basílica de san Pedro], se sentaban Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac y Joseph Ratzinger. Frente a un plato de spaghetti y un vaso de buen vino, nacía la idea de una nueva revista internacional de teología. En aquellos años borrascosos del posconcilio era otra la revista que ejercía su hegemonía en la Iglesia, Concilium, surgida en 1965 y [ahora] en las manos de Küng y Schillebeeckx. Había que contrarrestar la hegemonía progresista en nombre de una teología nueva más segura” (L. Brunelli, Presentación a Teólogos de centro, “30 días” VI, 58-59 (1992) p. 48). En efecto, como Balthasar no había podido participar en el concilio, esto ofrecía algunas ventajas. “La distancia desde la que Balthasar pudo observar el fenómeno en su conjunto le confirió una independencia y una claridad de ideas imposibles de obtener si hubiese vivido durante cuatro años en el centro de las controversias. Vio la grandeza indiscutible de los textos conciliares y la reconoció, pero también advirtió que alrededor de estos revoloteaban espíritus de escasa categoría que trataban de aprovechar la atmósfera del concilio para imponer sus ideas” (Teólogos de centro, “30 días” VI, 58-59 (1992) pp. 48-49).
En esta iniciativa tuvo también bastante que ver el movimiento eclesial ‘Comunión y Liberación’. “En los jóvenes reunidos en torno a monseñor Giussani [la nueva revista] encontró el empuje, la alegría del riesgo y la valentía de la fe, de la que enseguida se sirvió” (Teólogos de centro, p. 50). Recuerda a este propósito Angelo Scola, luego patriarca de Venecia y arzobispo de Milán: “La primera vez que vi al cardenal Ratzinger fue en 1971. Era Cuaresma. […] Un joven profesor de derecho canónico, dos sacerdotes estudiantes de teología que por aquel entonces no llegaban a los treinta años, y un joven editor estaban sentados alrededor de una mesa, invitados por el profesor Ratzinger, en un típico restaurante a orillas del Danubio […]. La invitación la había procurado von Balthasar con la intención de discutir la posibilidad de hacer la edición italiana de una revista que más tarde sería Communio. Balthasar sabía arriesgar. Los mismos hombres que se sentaban a la mesa de aquel típico mesón bávaro, unas semanas antes habían perturbado su quietud de Basilea, con cierto atrevimiento, pues no le conocían. […] Así, al terminar nuestro coloquio, dijo: ‘¡Ratzinger, tenéis que hablar con Ratzinger! Él es el hombre decisivo para la teología de Communio. Es la clave de la edición alemana. De Lubac y yo estamos viejos. Id a ver a Ratzinger. Si él está de acuerdo…’” (A. Scola, Introducción a Mi vida, pp. 7-8).
Sin embargo, si volvemos por un momento a finales de los años 70, debemos recordar que entonces se había extendido en parte de la Iglesia centroeuropea un ambiente enrarecido. La polémica envolvió esta vez a Hans Küng, un viejo conocido del nuevo arzobispo. Ya en 1977 el teólogo suizo había sido convocado ante los obispos alemanes para discutir sobre su libro Ser cristiano (1974), y fue entonces cuando rechazó a Ratzinger como interlocutor. Poco después, su antiguo colega en Tubinga era consagrado obispo y, más adelante, en 1978, los obispos alemanes pensaban haber llegado a un acuerdo con el controvertido teólogo. Sin embargo, un año después, Küng faltaba a su palabra y volvía a escribir de un modo poco sereno sobre la infalibilidad del Papa. Ratzinger criticó esta postura, tanto en la radio como desde el púlpito. Las gestiones se sucedieron una detrás de otra (cfr J.L. Allen, Cardinal Ratzinger, pp. 129-130).
El 15 diciembre de 1979 Hans Küng recibe la prohibición de enseñar teología católica. El 31 de ese mismo mes, el arzobispo y cardenal de Múnich predica una homilía en la que defiende la “fe de los sencillos”. Refiriéndose a esa fe de los primeros cristianos, que a algunos les parecía demasiado “simple”, afirmaba: “Les parecía una ingenuidad imposible que ese Jesús de Palestina fuera el Hijo de Dios, y que su cruz hubiera redimido a los hombres de todo el mundo. […] De manera que empezaron a construir su cristianismo ‘superior’, a ver a los pobres fieles que aceptaban simplemente la letra como apsíquicos, como personas en un estadio preliminar respecto a espíritus más elevados, hombres sobre los que había que extender un velo piadoso” (Contra el poder de los intelectuales, “30 días” VI, 2 (1991) p. 68).
Continuaba Ratzinger en su predicación en el Liebfrauendom, la catedral de Múnich: “No son los intelectuales los que dan la medida a los sencillos, sino los sencillos los que mueven a los intelectuales. No son las explicaciones eruditas las que dan la medida a la profesión de fe bautismal. Al contrario, en su ingenua literalidad, la profesión de fe bautismal es la medida de toda la teología” (Contra el poder de los intelectuales, pp. 68-69). El credo sabe más que los teólogos que lo ignoran. Por tanto, “al magisterio se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales. [Tiene] el deber de volverse la voz de los sencillos, allí donde la teología deja de explicar la profesión de fe para apoderarse de ella. […] Proteger la fe de los sencillos, es decir, de los que no escriben libros, ni hablan en la televisión, ni escriben editoriales en los periódicos: ésa es la tarea democrática del magisterio de la Iglesia” (Contra el poder de los intelectuales, p. 69). Concluye recordando que la palabra de la Iglesia “no ha sido nunca amable y encantadora, como nos la presenta un falso romanticismo sobre Jesús. Por el contrario, ha sido áspera y cortante como el verdadero amor, que no se deja separar de la verdad y que le costó la cruz” (Contra el poder de los intelectuales, p. 71).
Años después añadirá sobre este controvertido caso: “Aquí habría que desmontar un mito. A Hans Küng se le retiró en 1979 la facultad de dar doctrina en nombre y por encargo de la Iglesia. Esto no debió de gustarle nada. […Sin embargo,] en una conversación que mantuvimos en 1982, él mismo me confesó que no quería volver a su situación anterior, y que se había adaptado muy bien a su nuevo status. […] Pero eso [=la prohibición de enseñar en nombre de la Iglesia] no era lo que esperaba: su teología tenía que ser reconocida como fórmula válida dentro de la teología católica. Pero en vez de retractarse de sus dudas acerca del papado, radicalizó su postura y se distanció todavía más de la fe de la Iglesia en la cristología y [en la doctrina] sobre Dios trino” (La sal de la tierra, p. 103). El caso Küng parece que marcó profundamente la visión teológica y pastoral de Ratzinger.
Castelgandolfo acogió en 2005 un encuentro histórico entre dos teólogos enfrentados desde hace décadas: Hans Küng, crítico implacable de Juan Pablo II, y el Papa Benedicto XVI. La cita fue calificada por Küng como “señal esperanzadora”. El teólogo “disidente” reconoció al diario el diario alemán Süddeutsche Zeitungque pidió una audiencia semanas antes con “la esperanza de poder entablar un diálogo pese a todas las diferencias”. El Pontífice le contestó “rápidamente y en un tono muy amable”, relata el antiguo compañero de Joseph Ratzinger en la Universidad de Tubinga. Se habló de ética y de la razón humana al trasluz de la fe cristiana. Tanto Küng como Benedicto XVI eran conscientes de que “no tenía sentido entrar en una disputa sobre las cuestiones doctrinales persistentes”. Por ello, se evitó entrar en los puntos de conflicto y se dirigió la conversación por derroteros más amables, tratando particulares en los que la visión del Papa y la del teólogo entran en sintonía. Küng aseguró que Benedicto XVI fue un interlocutor “abierto y que escucha con atención”. Añadió que “ha sido una alegría mutua volver a vernos después de tantos años. No nos abrazamos sencillamente porque los germánicos no somos tan expansivos como los latinos”. Todavía bajo el efecto de la sorpresa, reconoció que “el Papa está abierto a nuevas ideas”, y aclaró que Benedicto XVI “no es un Papa que mira al pasado, encerrado en sí mismo. Observa la situación de la Iglesia tal como es. Es capaz de escuchar y de mantener la actitud del estudioso o el investigador”.
La sorpresa del teólogo suizo la habían experimentado ya el mes de julio anterior un grupo de sacerdotes del Valle de Aosta, cuando Benedicto XVI les dijo que “el Papa es infalible sólo en contadísimas ocasiones”, y reconoció ante ellos problemas serios de la Iglesia que antes no se mencionaban en público y todavía menos en una tertulia informal. Hans Küng había enviado de antemano al Papa su último libro sobre el origen de la vida y documentos sobre sus proyectos para definir una ética mundial basada en los principios morales de las grandes religiones. Para su delicia, Benedicto XVI “se declaró felicísimo de que un teólogo aborde en Alemania estas cuestiones, pues sabe que son muy importantes. Y en el comunicado del Vaticano menciona que aprecia mi trabajo”. De mutuo acuerdo, no abordaron los conflictos con Roma sino sólo los proyectos de futuro, pero el mero hecho de que Benedicto XVI le recibiese durante dos horas en Castelgandolfo y le invitase a cenar “es un signo de esperanza para muchos hombres de Iglesia”.