Cultura

En busca del fundamento teológico de la música sacra y litúrgica

El planteamiento sobre la música ha de ser teológico y litúrgico. Si se hubiera adoptado esta perspectiva desde el principio, muchos problemas históricos podrían haberse evitado, y los frutos espirituales en el mundo habrían sido mayores.

Ramón Saiz Pardo·4 de febrero de 2025·Tiempo de lectura: 10 minutos
Música

Hace un tiempo, mientras preparaba una conferencia sobre música sacra, recordé un episodio bíblico que siempre me impacta por su fuerza: el canto del Pueblo de Israel tras cruzar el mar Rojo. Aquella escena, recogida en el libro del Éxodo, nos muestra una respuesta de asombro y gratitud frente a la intervención salvadora de Dios:

Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria… Mi fuerza y mi poder es el Señor, Él fue mi salvación. (Éx 15,1b-18).

Este momento no es solo un relato histórico, sino una clave teológica. Frente a lo inefable —el amor de Dios, su portento para salvar al Pueblo—, las palabras no bastan. Es entonces cuando surge el canto, como lenguaje capaz de expresar lo que el momento exige.

¿Estamos perdiendo el sentido de lo inefable?

    Para ilustrar la conferencia, quise buscar cómo habían representado esos momentos las películas clásicas sobre Moisés. Mi sorpresa fue mayúscula: muchas omitían el canto, centrándose en el prodigio de las aguas abiertas, desdibujando la reacción del Pueblo. Esto me llevó a formularme una pregunta: ¿estamos perdiendo la capacidad de reconocer lo inefable?

    Vivimos en una cultura que parece convencida de que todo puede decirse, explicarse o definirse. Pero la realidad nos recuerda una y otra vez que hay cosas que escapan a nuestras palabras: ¿cómo describir el color amarillo a una persona ciega de nacimiento? ¿Cómo explicar a un sordo el sonido de una trompeta? Incluso en cuestiones tan humanas como el amor o la amistad, las palabras se quedan cortas.

    La música como lenguaje

      Entonces, si no somos capaces de abarcar con el lenguaje ordinario lo que nos rodea, ¿cómo podríamos encerrar en palabras el misterio de Dios, el amor que nos profesa, nuestro temor y agradecimiento? Además, ¿cómo podríamos dialogar verdaderamente con Él si nos negamos a desplegar todas las capacidades que Él mismo ha impreso en nuestra naturaleza para ello? 

      Pensemos en la liturgia. Es el ámbito privilegiado donde Dios nos habla de Él, no solo con palabras, sino a través de signos, gestos, colores, olores y, por supuesto, música. La liturgia que Jesucristo nos ha regalado tiene un carácter profundamente dialógico: quiere ser un encuentro entre Él y nosotros. Y san Agustín, a pesar del dilema personal que mantenía con la música por sus raíces neoplatónicas, nos dice: «Cantar es expresión de alegría y, si lo consideramos más atentamente, es expresión de amor» (Sermón 34).

      Un apunte fundamental, de otro orden: si resulta que Jesucristo mismo y sus discípulos cantaron en la Última Cena, ¿quién podría pretender cualquier objeción contra el canto litúrgico? 

      Hasta aquí, todo parece precioso y coherente. Pero entonces, ¿qué ocurre hoy en nuestras parroquias?

      Música, belleza y misterio

        En primer lugar, la ‘Música’. ¿Qué hace un tema como este en una revista teológica tan seria como Omnes? La pregunta no es obvia y merece una consideración. Joseph Ratzinger la considera ‘música de la fe’, porque procede de la fe y nos conduce a ella. Esto, por sí solo, bastaría para justificar el lugar de la música sacra en la reflexión teológica.

        Sin embargo, cuando hablamos de ‘música litúrgica’, sus palabras adquieren aún mayor peso. Comentando el Concilio Vaticano II —»el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la Liturgia solemne» (Sacrosanctum Concilium, 112)—, Ratzinger señala con claridad: la música misma es liturgia. Por tanto, la respuesta está servida: hablamos de música en Omnes —de cierta música, claro— porque hablamos de teología.

        La ‘Belleza’, que también tiene mucho que decir en este ámbito, la trataremos más adelante. En cuanto al ‘Misterio’, centraremos nuestra reflexión principalmente en la música litúrgica, sin dejar de iluminar lo que pueda aportarnos sobre la música sacra en general. Así podremos profundizar con mayor claridad.

        Diálogos… ¿imposibles?

          Después de veintiún siglos de historia de la Iglesia, la música litúrgica sigue siendo una cuestión pendiente en muchos lugares. Los problemas son evidentes y pueden observarse con una simple prueba: preguntar la opinión de dos o tres personas de la misma parroquia sobre la música de la Misa. Lo más probable es que, si no se maneja la conversación con tacto, la discusión termine en un conflicto.

          Entonces surge una pregunta: ¿por qué no dialogan el músico y el liturgista para aclarar las cosas? Aunque la idea parece lógica, hoy por hoy, en muchos casos, resulta imposible. El motivo es claro: el contenido de esa conversación debería ser teológico y litúrgico, pero la teología necesaria para sostenerla aún no está suficientemente elaborada.

          Un ejemplo ilustrativo

            Imaginemos una conversación entre un liturgista y un músico:

             — Liturgista (L): Necesito que me compongas algo para el ofertorio de la Misa del domingo.

             — Músico (M): De acuerdo, ¿qué quieres que diga mi música?

             — L: No sé, algo bonito. ¡Tú sabrás!

             — M: Espera, yo sé de música, pero te estoy preguntando qué debe expresar mi música en el ofertorio de este domingo. Eso es algo que tú deberías decirme.

             — L (entre dientes): Estos músicos… ¡siempre complicándolo todo!

            La conversación termina en un punto muerto porque ninguno de los dos tiene las herramientas necesarias para avanzar. El músico busca significado y propósito; el liturgista no puede articularlo. Y no es ignorancia de un liturgista concreto. ¿Una prueba? Los libros litúrgicos utilizan expresiones del tipo: «Cántese aquí un canto adecuado«. En casos más favorables las indicaciones llegan a proponer el texto de un salmo, a modo de ejemplo. ¿Y la música? ¿Cuándo es ‘adecuada’? ¿O es que la música es neutra y no dice nada? Estas preguntas son las que necesitamos abordar con urgencia para construir un diálogo fructífero.

            Una cuestión de raíces profundas

              La falta de comunicación entre músicos y liturgistas no es superficial; tiene raíces profundas. Recordemos que la liturgia no es un simple evento humano: es un don divino, entregado al precio de la Cruz. Su configuración adecuada no depende únicamente de buenas intenciones; requiere que reconozcamos que su verdadera obra la realiza el Espíritu Santo, aunque Él quiera contar con nuestra colaboración. Aquí, precisamente, radica el corazón de la actividad musical dentro del canto litúrgico.

              Dos reflexiones ayudan a entender mejor este punto. Primero, pensemos en lo difícil que sería plantear un cambio mínimo en el texto de la Plegaria eucarística. Ahora contrastémoslo con la facilidad con que, en ocasiones, se improvisa o trivializa el canto de la Misa, incluso en celebraciones solemnes. Por no mencionar las insólitas ofertas disponibles en internet para la música de un matrimonio católico…

              La segunda reflexión surge de una experiencia vivida en el querido continente americano. En una facultad de teología, intentaba explicar estos argumentos sobre la necesidad de un desarrollo teológico para la música litúrgica. Al principio, parece que no fui claro, porque una profesora comentó: —Entonces, lo que usted busca es el estilo de la música litúrgica,  ¿verdad?

              Este comentario me dio la oportunidad de aclarar un punto fundamental: el enfoque no está en los estilos ni en los instrumentos. Está en los fundamentos teológicos.

              Más allá del gusto y el estilo

                Es necesario un desarrollo teológico serio sobre una materia que siempre parece que se escapa entre los dedos. Llevar la música a esta profundidad abre a la libertad, a la riqueza y a la profundidad del Misterio de Dios. Sin esta perspectiva, todo debate sobre música litúrgica termina reducido al gusto personal o a la posibilidad de usar violines o guitarras. De hecho, esta tensión no es nueva: hace más de un milenio ya se debatía algo similar, aunque bajo otras formas.

                El Magisterio pontificio ha dejado muchas indicaciones, pero el desarrollo teológico sigue siendo insuficiente. Las preguntas, en ocasiones, son sorprendentes: ¿qué significa que el canto gregoriano es «supremo modelo de toda música sagrada» (san Pío X, Motu proprio Tra le sollecitudini, 4)? Otras veces, las preguntas son esenciales: ¿qué debe tener una música para poder llamarse litúrgica? 

                Hacia una nueva época

                  Este desarrollo teológico es necesario y requiere el esfuerzo conjunto de teólogos y liturgistas, músicos, musicólogos y filósofos. Se trata de una cuestión abierta y activa, pues todo este volumen de estudio debe terminar en la composición y ejecución de una música, que es litúrgica.

                  Lo que queremos transmitir es que estamos asistiendo a una novedad importante: se está abriendo un camino epistemológico que invita a una época nueva en los trabajos. Este es el programa que queremos proponer en estas líneas y en contribuciones sucesivas: estos caminos y modos que permiten trabajar conjuntamente a los estudiosos de materias que tradicionalmente se han considerado dispares, pero que no lo son, porque dicen de Dios y dicen a Dios en la liturgia.

                  Una cuestión teológica (I). La música dice

                    Por tanto, el planteamiento sobre la música ha de ser teológico y litúrgico. Si se hubiera adoptado esta perspectiva desde el principio, muchos problemas históricos podrían haberse evitado, y los frutos espirituales en el mundo habrían sido mayores. 

                    Queremos detenernos en una idea clave: la música dice. Para los escépticos, el impacto comunicativo de la música puede parecer discutible. Sin embargo, cuando hay intereses económicos, la cuestión se reconoce de inmediato. Basta pensar en cómo la música se utiliza estratégicamente en publicidad o cine para transmitir mensajes concretos. Para ilustrarlo, recomendamos estos vídeos, accesibles públicamente, que son ejemplos elocuentes:

                    Ejemplo 1:

                    Ejemplo 2:

                    La tarea de transmitir ese mensaje musical pertenece al arte y al oficio del compositor. Ahí es donde comienza el diálogo potencial entre el músico y el liturgista, siempre que ambos estén dispuestos y tengan claro su oficio. La cuestión central será qué es lo que la música tiene que decir en el contexto litúrgico.

                    Aprendiendo del pasado

                      En esta serie de publicaciones que iniciamos, nuestra intención es partir de lo que ya existe en la historia de la música —que es testigo de innumerables aciertos— y aprender de ello. Así podremos discernir qué debemos continuar haciendo y cómo hacerlo mejor. La ventaja que tenemos hoy —insistimos— es que ahora conocemos el método. Sin embargo, el trabajo por delante sigue siendo inmenso.

                      Antes de describir este planteamiento general, queremos detenernos en un punto de partida que quizá sea familiar para algunos. Estamos hablando de liturgia y, como hemos explicado, en la liturgia las palabras no son suficientes.

                      Una cuestión teológica (II). Un juego concreto

                        Romano Guardini, en El espíritu de la liturgia, propuso hace poco más de un siglo que la liturgia, bajo ciertos aspectos, puede ser entendida como un juego. Los juegos crean un pequeño universo donde las preocupaciones cotidianas se desvanecen y emerge un mundo con reglas propias, que aparece y desaparece en el tiempo.

                        La leyenda de la conversión del príncipe Vladimiro de Kiev añade una dimensión importante a esta idea. Según el relato, al buscar una religión para su pueblo, Vladimiro llamó a representantes de algunas de las principales religiones para hablar con ellos. Dado que ninguno lo convenció, decidió enviar emisarios a las celebraciones religiosas de los diferentes credos. Al regresar, los que habían asistido a la liturgia en Santa Sofía, Constantinopla, dieron un testimonio conmovedor: «No sabemos si estuvimos en el cielo o en la tierra. Pero hemos experimentado que allí, Dios está entre los hombres». La liturgia no tenía intención de convencer a nadie. El argumento definitivo para el príncipe Vladimiro fue que allí todas las cosas se hacían, no por un objetivo, sino solo por agradar a Dios.

                        Ratzinger, sin rechazar completamente la visión de Guardini, matiza la idea. La liturgia puede parecerse a un juego, pero no a cualquier juego, porque tiene que ver con el modo justo de adorar a Dios. Solo Él sabe cómo quiere ser adorado, y Jesucristo nos lo ha querido revelar. Desde esta perspectiva, la liturgia se convierte en una anticipación de la vida futura (Sacrosanctum Concilium, 8).

                        La liturgia, entre el juego y la adoración

                          Por tanto, un juego con unas reglas para la adoración, en las que conocemos que damos gusto a Dios. En el seno de esas reglas, se juega en libertad. Todos juegan bajo las mismas reglas, aunque algunos lo hacen mejor que otros, porque la clave está en lanzarse en busca de lo esencial: un espacio de verdad y belleza donde Dios viene a nuestro encuentro para que lo busquemos y lo hallemos. Ahora, el carácter dialógico de la liturgia se entiende con mayor profundidad.

                          Pues bien, este contexto de verdad y belleza, de libertad para encontrar lo esencial,  es señalado por dos autores como importante para el desarrollo de la música sacra. Los dos autores son Joseph Ratzinger y el padre Angelo De Santi, S.J. (1847-1922), quien intervino directamente en la redacción del Motu proprio Tra le sollecitudini de san Pío X (1903). La referencia que hacen ambos es el capítulo VIII de la Política de Aristóteles, unida a la noción de paideia griega. El desarrollo no es inmediato, pero podemos proponer aquí las conclusiones.

                          Música, paideia y la educación de la libertad

                            La paideia griega era una guía educativa con una dimensión religiosa, orientada a conducir al individuo hacia lo esencial. Por otro lado, el contenido de este capítulo último de la Política aborda la educación como el medio para formar al individuo más allá de las necesidades útiles y prácticas, orientándola hacia el ocio entendido como actividad noble y elevada. Este ocio no es simple descanso, sino un espacio para el cultivo de la verdad, la belleza y la plenitud humana.

                            La clave para nuestra reflexión está en que Aristóteles identifica a la música como la disciplina principal para esta formación, gracias a su capacidad única para moldear el alma y las emociones. Más que simple entretenimiento, la música es una herramienta educativa que fomenta la armonía interior, el carácter virtuoso y la integración en una comunidad orientada al bien común. Joseph Ratzinger lo explica así:

                            Si pensamos que la Iglesia, debido al lugar en que se formó, hizo suya, en muchos aspectos, la actitud de la polis clásica, la asociación aristotélica de polis y música habría supuesto un punto de partida ideal para la cuestión de la música sacra. 

                            Y también: 

                            La teoría de la música que Aristóteles desarrolla en su Política VIII está fuertemente influida por la idea de la paideia, que, en la educación musical, va más allá de lo necesario y de lo útil, y pretende capacitar para el buen empleo del tiempo libre, transformándose así en una educación para la libertad y la belleza.

                            (J. Ratzinger, El fundamento teológico de la música sacra). 

                            Nuestro propósito

                              Para abordar este tratamiento de la música como liturgia, comenzaremos con una serie de artículos sobre la música en la historia de la Iglesia. Se tratará de un recorrido particular, de una historia de la música sacra. La conclusión será, al mismo tiempo, inquietante y esperanzadora. 

                              Posteriormente, nos dedicaremos a desplegar la cuestión teológica. Señalamos desde este momento que el desarrollo requiere no una, sino dos perspectivas teológicas, distintas y complementarias. Sirva ahora una breve descripción:

                              1. Teología de la música sacra (TMS). Este enfoque busca responder preguntas fundamentales sobre la música sacra, de manera análoga a como la teología reflexiona sobre la naturaleza de la liturgia y el culto. Es un estudio amplio que se basa en contribuciones de diversas disciplinas, desde la antropología teológica y filosófica hasta áreas específicas como la cristología, la escatología, la teología de la creación, la encarnación y la liturgia. Su objetivo principal es entender qué es la música sacra, cuál es su naturaleza y cómo se vincula con la revelación divina.

                              2. Teología litúrgico-musical (TLM). Aquí encontramos la propuesta epistemológica más  novedosa. La TLM es una extensión de la teología litúrgica que se integra con los medios específicos de la música y la musicología. Para comprender mejor este enfoque, es útil observar cómo se entiende la teología litúrgica en general.

                              La teología litúrgica estudia la liturgia in actu, es decir, desde la vivencia concreta de cada celebración. Analiza, por ejemplo, el significado teológico de un salmo responsorial en el contexto de una celebración específica; el simbolismo de ciertos gestos del celebrante; o las peculiaridades de un momento litúrgico particular. Este enfoque trasciende lo descriptivo y responde al lema clásico fides quaerens intellectum: busca a Dios y su Palabra en el acto mismo de la liturgia.

                              De manera análoga, la TLM se centra en el estudio teológico de la música litúrgica in actu. Su tarea es explorar cómo la música contribuye a la teología existencial propia de cada celebración, añadiendo una dimensión única y específica que no se encuentra en ningún otro elemento de la liturgia.

                              Un diálogo necesario

                                Nuestra propuesta sostiene que la TMS y la TLM deben desarrollarse en constante comunicación. La TMS proporciona las bases conceptuales y teológicas, mientras que la TLM se enfoca en la aplicación concreta de la música en el contexto litúrgico. Sin embargo, el resultado de esta colaboración no se queda en la teoría: culmina en el acto musical, que tiene la capacidad de expresar litúrgicamente la Palabra de Dios y de manifestar al Cristo presente en la liturgia.

                                Este proyecto trasciende el ámbito estrictamente teológico e involucra disciplinas como la musicología, la antropología y la estética para que la teología encuentre su expresión final en la música. En este sentido, el acto musical litúrgico no es solo arte, sino también teología vivida.

                                En los próximos artículos de esta serie empezaremos, pues, nuestro recorrido particular por la historia.

                                El autorRamón Saiz Pardo

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