Dar una definición de profeta no es fácil. Quizá porque, como asegura el dicho popular, “nadie es profeta en su tierra”. O porque el don de profecía se asocia erróneamente a la habilidad de predecir el futuro, siendo ésta una tarea más propia de adivinos o pitonisos.
En el Antiguo Testamento el profeta es aquel que sabe interpretar, a la luz de Dios, el tiempo presente y que alienta a Israel -un pueblo “duro de cerviz”- para que rectifique su conducta a fin de que vuelva a la alianza. Pensaba que el calificativo se ajusta bien a Jorge Maria Bergoglio por varias razones.
El primero en muchos aspectos
Francisco no ha sido un Papa convencional, si es que a estas alturas de la historia del papado se puede hablar de convencionalismos. Se ha estrenado en muchos aspectos: un pontífice venido del “nuevo mundo”, el primero en llamarse como “il poverello di Assisi”, el que ha convivido con su predecesor durante casi diez años.
A pesar de seguir una línea de continuidad doctrinal con respecto a los Papas anteriores a él, en un punto (de forma, no de contenido) se ha distanciado. A lo largo de los últimos decenios, en medio de las tormentas ideológicas de la modernidad y la posmodernidad, los cristianos miraban a Roma y los sucesores de Pedro eran quienes daban seguridad e indicaban el norte. Eso, Francisco -que me perdone- no lo ha hecho.
Y no lo ha hecho porque no ha querido. Había una intencionalidad detrás. Su estilo nunca fue ofrecer soluciones “de fábrica”, palabras reconfortantes ni consuelos anímicos. No ha dado la palmadita en la espalda, sino el toque paternal -el empujón, si se quiere- para seguir caminando sin miedo y con alegría por estos caminos que, en apariencia, son cada día menos “de Dios”.
Entendió que los cristianos hoy somos viandantes en un mundo complejo, para el que no hay manuales de instrucciones ni hojas de ruta que valgan. Contamos sólo con la fuerza del Evangelio, que se renueva en cada época con vigor insospechado, adaptándose a los lenguajes y mentalidades, como lleva ocurriendo desde que fuera predicado por vez primera hace más de veinte siglos.
El don del diálogo con todos
Predecir el futuro no es sencillo, pero leer con acierto el presente puede ser todavía más difícil. La realidad golpea, en ocasiones con fuerza, y no me pidan amplitud de miras cuando el problema está justo delante de las narices. Un problema que puede ser tan apremiante como una grey que no tiene trabajo, techo o pan para dar a sus hijos.
Aún así, hay personas que son capaces de acertar con el diagnóstico y proponer un remedio que para otros no es en absoluto evidente. Por eso su clarividencia no siempre es bien recibida. Los años como superior provincial de los jesuitas en Argentina y como obispo de Buenos Aires fueron un buen entrenamiento para que Jorge Mario Bergoglio se ejercitase en esta visión, y lo hizo sin caer en extremismos de un lado o de otro.
Francisco fue bendecido con el don del diálogo, sabía escuchar y hacer las preguntas acertadas, pero no nos engañó: él no tenía las respuestas. Había que buscarlas en una conversación amistosa con nuestros iguales, y no sólo con algunos selectos, sino con “todos”. En ese sentido ha sido un gran pedagogo y un maestro de misericordia.
Admiración y desconcierto
Los profetas suelen despertar dos sentimientos entre quienes les rodean: admiración y desconcierto. No son incompatibles y pueden darse a partes iguales. El desconcierto, si las palabras o la conducta no encajan con los propios filtros o esquemas mentales, llevan en ocasiones a una oposición enconada.
He vivido en Roma a lo largo de todo el pontificado de Francisco. Lo acompañé aquella tarde de lluvia del 13 de marzo de 2013, mientras se asomaba por primera vez a la logia de la basílica Vaticana. Ahí comenzaron las sorpresas y el desconcierto. Un Papa que saludaba inexpresivo, pero que nos puso a todos a rezar.
Días más tarde, él mismo explicaría que cuando una situación lo superaba el semblante se volvía serio. Aunque pronto enterraría esa seriedad tras un gesto sonriente y cercano, sin renunciar a su sentido del humor porteño. En una simbiosis única, es el Papa que ha predicado a un tiempo sobre la ternura y sobre el infierno.
Y prosiguió el desconcierto: dejar el Palacio Apostólico por la Casa Santa Marta, seguir llevando sus zapatos negros y su cruz pectoral, las llamadas telefónicas a los viejos y nuevos amigos, o salir a la calle a rematar los recados que el cónclave había dejado pendientes.
A partir de ahí, las sorpresas han sido la tónica constante del pontificado: la elección del nombre Francisco, el llamado a una iglesia pobre y para los pobres, la Misa en Lampedusa, los viajes a los lugares más olvidados del mapa… si hubiera que escoger un momento icónico de estos años, sería sin duda su oración ante el Santísimo Sacramento el 27 marzo de 2020, en una Plaza de San Pedro vacía, cuando la pandemia de la COVID-19 azotaba con rigor a un mundo sobrecogido.
Fiel a sí mismo
El destino del profeta no siempre es sencillo: su impopular predicación puede acarrear el castigo, el destierro o -peor aún- el ostracismo. Pero la luz recibida de lo alto es tan fuerte que no tiene más remedio que ser fiel a sí mismo. Esta fidelidad a sí mismo ha sido una constante a lo largo de toda la biografía de Francisco, ya fuera en Buenos Aires, en Córdoba o en Roma. Los sorprendidos éramos quienes no le conocíamos de antes de cruzar el charco. Al otro lado nos respondían, encogiendo los hombros: ¡así es Bergoglio!
Hay quien se ha atrevido a corregir a este Papa abiertamente. Siempre he pensado que una persona que cada día se levanta al alba para rezar dos horas delante del Sagrario, antes de celebrar la Misa, no puede equivocarse. Quizá actuar precipitadamente o fuera de protocolo, pero no errar.
Jorge Mario Bergoglio ha sido piamontés de origen, argentino hasta dolerle y -a su pesar- romano. Ha acompañado a la iglesia como los profetas siguieron al resto de Israel en el exilio. Ha ido por delante, invitando a los cristianos a dejar la cara de vinagre y a abrir las puertas para la acogida.
No le ha temblado el pulso al ejecutar la reforma de la curia que había proyectado su predecesor ni al afrontar los casos de abusos, la llaga más dolorosa en el cuerpo de la Iglesia. Tampoco ha dudado en aplicar las medidas correctivas a instituciones jóvenes que, como ha ocurrido tantas veces antes, pronto corrían el riesgo de desvirtuar el carisma en pos del apego a la carrera y a la norma.
Esta visión profética de la que hablaba al principio le ha permitido conservar hasta el final una mente lúcida, una mirada abierta y un espíritu joven. Tras su marcha, la barca de Pedro sigue su travesía por el mar convulso de la historia. Francisco no nos ha indicado dónde está el puerto seguro más cercano, pero nos ha legado como luz la “esperanza que no defrauda”.