Experiencias

La última sonrisa

Una historia real para un día como hoy, en el que celebramos la festividad de San Joaquín y Santa Ana.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·26 de julio de 2022·Tiempo de lectura: 8 minutos
ultima sonrisa

En mi recuerdo sobre los últimos meses de la vida de Margarita se mezclan el dolor y la dulzura. Era una mujer tierna y fuerte que, a pesar de las inclementes circunstancias de su vida, tenía la virtud de mantener su sonrisa a flote.  

Rodrigo la conoció en el año 2016. En ese entonces él era estudiante de Negocios, yo de Derecho y junto con un grupo de amigos intentábamos sacar adelante una iniciativa social. Queríamos poner en contacto a jóvenes universitarios con abuelitos que estuvieran abandonados en sus propios hogares. Sería un win-win deal: nosotros aprenderíamos de la experiencia de los mayores y ellos recibirían un alivio en su soledad. 

Elegimos comenzar en una zona vulnerable: la población La Pincoya, un mar de casas de 60 metros cuadrados emplazadas entre calles asfaltadas pero estrechas, cuyos techos de zinc llegan hasta el pie de las colinas que cierran Santiago de Chile por el norte. Allí fuimos a explorar. En la comisaría local nos recomendaron concertar las visitas los sábados por la mañana, pues a esa hora descansa el narcotráfico.

El párroco, por su parte, nos sugirió llevar camisetas blancas para que la gente asociara nuestra presencia con la de los voluntarios de la parroquia que trabajan en otras iniciativas, pues eso nos daría más seguridad. Luego fuimos puerta por puerta preguntando dónde vivían abuelitos que tuvieran interés en recibir visitas para conversar.  

A pesar de nuestro temor inicial, la gente nos acogió con calidez, nos fuimos familiarizando con el barrio y descubrimos que el problema de la soledad era frecuente y desgarrador. Sábado a sábado, visitábamos abuelitos para escucharlos, felicitar a alguno por su cumpleaños o darles un rato de conversación. No éramos médicos, ni psicólogos, ni trabajadores sociales, sino solo unos jóvenes inexpertos que salíamos de cada visita con el corazón lleno y el alma conmovida.

Muy pronto, Rodrigo conoció a la señora Margarita. Se la presentó Mel, una joven misionera francesa que llevaba unos meses trabajando en la zona. En ese encuentro, Margarita se mostró encantada de conversar y Rodrigo le dijo que volvería. El aspecto de esta señora era elocuente respecto de su necesidad: cuando dijo que había nacido en 1942 y que tenía 74 años, él se sorprendió, tanto por la confianza que les brindaba al darles esa delicada información, como porque parecía tener 15 o 20 años más.

Era de baja estatura y algo rellenita, llevaba un peinado alto que brotaba como un campo de trigo blanco sobre su cabeza, se abrigaba con una chaqueta de forro polar azul holgada y una bufanda (en las siguientes visitas se lo cambió por un jersey negro de botones dorados bastante más elegante); tenía cejas grandes y expresivas, y era ciega del ojo izquierdo. Caminaba con dificultad y se quejaba de que le dolían los músculos del lado derecho del cuerpo. Su mayor problema, en todo caso, no eran los dolores físicos, sino la soledad. Era viuda y vivía en su casita acompañada por dos perros pequeños y por uno de sus seis hijos, al que lamentablemente veía poquísimo y además le hacía llorar con alarmante frecuencia, pues era alcohólico en grado severo. A los demás hijos los veía «tarde, mal y nunca», pues todos menos la hija eran alcohólicos también. 

Dos sábados después, Rodrigo regresó acompañado por José Miguel. La señora Margarita estaba impresionada por el hecho de que los jóvenes hubieran cumplido su promesa, dio gracias a Dios y los recibió en su casa con emoción. Se sentaron en unos sillones bajos de la salita de estar y rápidamente entraron en confianza. Primero les habló de su infancia en la ciudad de Talca y luego pasó a temas que le preocupaban más, hasta llegar a sus hijos. Ahí terminó por abrir completamente el corazón y les relató, con labios temblorosos y palabras tímidas, una tristeza negra: la semana anterior había muerto el hijo que vivía con ella por una intoxicación alcohólica. 

Este pobre hombre llevaba mucho tiempo padeciendo esa adicción, pero cuando le avisaron que su único hijo se había ahorcado por problemas con el narcotráfico, perdió el control: se desesperó y se aferró a la botella como un náufrago al tablón. Así se pasó un año, enfangado en la angustia más espantosa, hasta que su cuerpo no resistió más y desertó de seguir viviendo. 

Margarita contaba estas desgracias a Rodrigo y José Miguel como si fueran amigos desde hacía mucho tiempo, ampliamente y con detalles: consiguió hablar, lamentarse y llorar. Después de una hora y media de catarsis, sintió que había terminado: se secó las lágrimas con un pañuelo y miró a mis amigos a los ojos, o a lo que quedaba de ellos, pues a esas alturas estaban como petrificados por la impresión. Margarita esbozó una sonrisa infantil y les dio las gracias: «Si no fuera por ustedes, no hubiera tenido con quién desahogarme… ahora me siento más aliviada. Gracias».

Ellos respondieron algo breve y cayeron en la cuenta de que se les había hecho tarde, así que se despidieron. Mientras ella abría la puerta, les guiñó su ojo sano y, suplicándoles con la mirada que volvieran, agregó: «Nunca me voy a aburrir de ustedes, ¡lo prometo!». Se separaron y ella dirigió sus pasos a la cocina para preparar el almuerzo, con la sonrisa puesta, mientras el reloj de pared retomaba su lentitud habitual.

Rodrigo volvió quince días después. Esta vez con la sorpresa de que llevaba como acompañante a José Tomás, un estudiante gordillo y simpático que nació en Talca, ¡como Margarita! La conversación fue entrañable y estuvo intercalada por risas y jolgorio, incluso se sacaron una selfie. La ceremonia de despedida tuvo un final más festivo: «Mis puertas están abiertas para ustedes, y más si viene un talquino», les dijo ella, radiante de dicha.  

En los meses siguientes se sucedieron otras tres visitas, en las que Rodrigo iba consiguiendo que más universitarios le acompañaran: se sacaron alguna foto más, un día José Tomás le regaló dos de esas fotos enmarcadas a Margarita, ella hacía bromas al talquino y se despedía con frases tiernas y variadas como: «Gracias por venir, chiquillos, los tengo como a mi familia» o «tengo que dar gracias a Diosito por mandar a estos lolos tan guapetones a verme». 

En octubre me sumé yo por primera vez al plan de visitar a Margarita. Para entonces íbamos 6 en la comitiva. Recuerdo que aparcamos en la comisaría local, como solíamos hacer, y nos pusimos a caminar por la población con nuestras camisetas blancas.

Era una mañana de sábado muy azul y templada, sin nubes, las bandas del narcotráfico dormían a pesar del reguetón en alto volumen que fluía de algunas casas como chorros musicales, las señoras salían de sus casas empujando maletitas de lona con ruedas para comprar verduras en el mercadillo del barrio, los niños jugaban fútbol en la calle y detenían el balón para mirarnos con cierto escepticismo.

Cuando llegamos a la esquina que daba al callejón de nuestra abuelita, nos percatamos de que había sucedido algo. En muchas puertas de entrada, los vecinos habían colgado globos blancos. Al fondo, en la casa con portón blanco donde vivía Margarita, divisamos una aglomeración de gente.

Rodrigo sonrió, aunque con inquietud: «Me dijo que su hija se iba a casar, pero no sabía que sería hoy. ¡Vamos!», y aceleró el paso. Lo seguimos y nada más llegar a la escalinata de la entrada, vimos la puerta abierta y a unas 15 personas muy serias y vestidas de modo informal pero digno que nos devolvían la mirada.

En mitad del grupo destacaba un hombre de mediana edad que se apoyaba en los hombros de los demás para observarnos con particular intensidad. Era calvo, llevaba un pantalón y chaqueta deportivas y calzaba unas zapatillas sucias. Con un movimiento rápido se quitó las gafas de sol y se inclinó hacia fuera para mirarnos mejor con sus ojos enrojecidos. Pareció reconocernos, se abrió paso entre la gente y bajó los tres peldaños que nos separaban para saludarnos con una mueca de amargura, remordimiento y gratitud: «¡Han venido!, ¡han venido!, no puedo creer que hayan venido también al velorio de mi madre, ¡gracias, gracias!», exclamó, dándonos calurosamente la mano a cada uno, mientras nosotros procesábamos lo que estaba sucediendo.

Entramos en la casa y él nos fue presentando a sus hermanos, tres hombres gordos y mal afeitados cuyos rostros planos alcanzaban a mostrar una tristeza densa y críptica, y una mujer ancha que parecía más empática. Nos saludaron con una mirada de profundo respeto y nos vimos, de pronto, en primera fila, rodeando el féretro donde la señora Margarita descansaba en paz. La sorpresa que nos llevamos fue enorme, ¡no lo esperábamos para nada!

A través del cristal que transparentaba la cara de la difunta, vi que ella sonreía, por última vez. Expresaba una alegría pura, como si quisiera legarnos su fortaleza, su confianza en Dios, su agradecimiento a la vida. Los familiares nos observaban desde las paredes, pero nosotros nos habíamos quedado absortos, con la vista clavada en esos ojos cerrados, esas cejas tranquilas y esa sonrisa sincera. El hijo que nos había recibido, con dificultad por las lágrimas que no paraban de escapársele como a un grifo mal cerrado, rompió el hielo. En tono confidencial, aunque con evidente intención de hacerse oír por todos, nos dijo: 

—Hace dos o tres años que no venía a ver a mamá. Hablábamos por teléfono, aunque muy de vez en cuando. Los últimos meses solo me contaba cosas de ustedes y me preguntaba si sabía cuándo iban a volver a visitarla los muchachos de la universidad… —Se secó las lágrimas con la manga de su chándal, suspiró como para tomar aire y continuó, aunque mirando al suelo, con un gemido— La teníamos abandonada. 

Los hermanos bajaron la mirada también, nosotros esperamos unos segundos y él continuó con dificultad.

—Y mientras nosotros estábamos ocupados en nuestras cosas, ustedes vinieron para reemplazarnos. Ustedes dieron familia a nuestra mamá en sus últimos meses de vida. Por eso hemos querido… —Miró a sus hermanos, ellos asintieron, y nos indicó una mesita que estaba arrimada a la esquina de la sala y que hasta ese momento no había advertido—. Ejem, hemos querido poner aquí, a los pies de la Virgen, las dos fotos que se hicieron ustedes con mi mami. 

Ahí estaba, efectivamente, delante de una estatuilla en yeso de Nuestra Señora de Lourdes y de una foto del marido y otra del hijo fallecido, en primera fila, las dos selfies enmarcadas que José Tomás había regalado a Margarita tiempo atrás, orientadas hacia el ataúd. No supimos qué decir, las gargantas se nos apretaban y no conseguíamos responder: Rodrigo fue el primero en llorar, luego José Tomás se quebró también y acabamos llorando todos, nosotros y los hijos de Margarita, unidos con el resto de los familiares que habían presenciado la conversación, todos tomados de la mano en torno al ataúd. Rezamos un padre nuestro, un avemaría y un gloria, todos juntos en un momento de comunión inolvidable, mientras contemplábamos ese rostro tan atormentado como sonriente de la difunta señora Margarita, esa sonrisa que atraía todas las miradas y nos consolaba haciéndonos pensar que estaba en un lugar mejor, liberada por fin de los sufrimientos de la tierra, abrazada quizá por su marido, por su hijo y por su nieto en el más allá; tanto dolor transformado de golpe en felicidad, como se abre una rosa después de ser regada con lágrimas y sangre. Su sonrisa nos reconfortaba: «¡Han venido! —parecía querer exclamar con alegría incombustible—, han venido incluso a mi velorio, chiquillos, ¡gracias! Por cierto, estoy sensacional. Cuando llegué aquí contemplaba a Dios solo con los ojos del alma, pero después un serafín muy buen mozo me prestó algunos de los ojos que lleva en sus alas y ¡no se imaginan lo bien que veo aquí! ¡Vengan pronto, chiquillos, y no se preocupen mucho por el dolor que sufren en la vida, que todo eso encuentra aquí su consuelo. ¡Vengan a verme también aquí, no se demoren mucho!».

Salimos a la calle en silencio, acompañados por los hermanos con la seriedad de una procesión de Semana Santa. Nos mirábamos y no sabíamos cómo despedirnos. Primero un abrazo, luego otro. Promesas de oraciones, nuevos agradecimientos, una foto. Al final conseguimos separarnos y caminamos de regreso al coche, en silencio, conscientes de que llevaríamos siempre a Margarita y su sonrisa en nuestro corazón. No éramos médicos, ni psicólogos, ni trabajadores sociales, es verdad, en eso no pudimos darle una ayuda profesional, pero habíamos tenido la fortuna de ser adoptados por Margarita como sus nietos, y eso seguiremos siendo por toda la eternidad. 

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