Experiencias

Benedicto XV: el Papa de la paz, ante la Gran Guerra

Hace un siglo Europa se encontraba inmersa en plena I Guerra Mundial. ¿Cómo reaccionó entonces la Santa Sede ante el estallido de ese conflicto? ¿Fracasó Benedicto XV, elegido papa al mes de iniciadas las hostilidades, en su intento de alcanzar la paz, o más bien habría que considerarle el auténtico vencedor moral de la contienda? 

Pablo Zaldívar Miquelarena·7 de marzo de 2016·Tiempo de lectura: 12 minutos

Estamos conmemorando, en este periodo de tiempo que abarca los años 2014 a 2018, el centenario de la I Guerra Mundial, llamada en su momento la Gran Guerra o Guerra Europea, denominación que luego pareció inapropiada al entrar en el conflicto naciones de otros continentes, tales como Estados Unidos y numerosos países asiáticos o latinoamericanos. Aquella trágica contienda se desencadenó –casi de forma inesperada– por la coincidencia de una serie de factores de diversa índole, que prendieron en el contexto de aquel momento histórico. Pero ¿cuál era la estructura geopolítica y estratégica de Europa?

Sistema de equilibrios

En 1914, la seguridad de Europa reposaba sobre un frágil entramado de alianzas defensivas, trazado por el canciller alemán Otto von Bismarck. Era la llamada “paz armada”, fruto de la hegemonía del Imperio alemán, surgido después de la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1870. En el mapa geopolítico del continente se alzaban dos bloques antagónicos: la Triple Entente, formada por Francia, Inglaterra y Rusia; y la Triple Alianza, o Tríplice, que ligaba a los Imperios centrales, Alemania y Austria-Hungría, y a Italia. Este sistema de equilibrios era solamente garantía de una paz precaria, pues requería un rearme continuo a fin de estar preparados para una guerra que se consideraba posible en cualquier momento.

Con todo, esta sensación de desconfianza pre-bélica, alimentada por los sectores nacionalistas y por los estados mayores de las grandes potencias, no llegaba a empañar el ansia de paz y de goce de progreso material que caracterizó a aquellos años de finales del XIX y principios del XX, conocidos como la “belle époque”. Se vivía en la “inconsciencia” de la realidad, pues Europa estaba experimentando una transformación socio-política con la industrialización, el movimiento obrero y el nacionalismo. Prueba de este estado de ánimo mayoritario es el comentario que, pocos meses antes de que estallara el conflicto, hizo el embajador de Francia en Berlín, Jules Cambon: “La mayoría de los franceses y de los alemanes desea vivir en paz, pero en los dos países hay una minoría que solo sueña con batallas, conquistas y revancha. Ahí está el peligro, junto al que debemos vivir como al lado de un barril de pólvora, que puede hacer explosión a  la menor imprudencia”.

Y la chispa saltó el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, donde el heredero del imperio austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando, fue asesinado junto con su esposa por un terrorista eslavo. El gobierno de Viena culpó a Serbia –nación eslava y ortodoxa– de haber planeado este atentado para herir al Imperio germánico y católico de los Habsburgo, y le declaró la guerra el 28 de julio.

Aunque se pensó inicialmente que las hostilidades iban a tener un carácter limitado, lo cierto es que el vigente sistema de alianzas se puso en funcionamiento: Berlín tuvo que apoyar a Viena, mientras Rusia, protectora de la ortodoxia y del eslavismo, entró en guerra contra los Imperios centrales. En la Europa occidental, no se hizo esperar la declaración de guerra de Alemania a Francia. Por otro lado, la invasión de Bélgica por el ejército alemán, violando la neutralidad de ese país, provocó la inmediata respuesta de Londres. Así, antes de terminar el mes de agosto, las potencias de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) habían entrado en guerra contra Alemania y Austria-Hungría, a las que luego se adherirá el Imperio Otomano, secular adversario de los rusos. Solamente Italia, pese a formar parte de la Tríplice, permaneció de  momento neutral, lo que no agradó en Viena y en Berlín.

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Pío X… y Benedicto XV

¿Cómo reaccionó la Santa Sede ante esta convulsión? San Pío X había seguido con preocupación y dolor la cadena de acontecimientos que determinaron el estallido del conflicto. “Yo bendigo la paz, no la guerra”, exclamó cuando el emperador de Austria le rogó que bendijera a sus ejércitos. Le llenaba de amargura ver a las naciones católicas enfrentadas a muerte. Su salud había ido declinando al paso de estos sucesos. Abrumado por las trágicas consecuencias que preveía, falleció el 21 de agosto.

El 3 de septiembre era elegido su sucesor, el cardenal Giacomo della Chiesa, arzobispo de Bolonia, quien tomó el nombre de Benedicto XV. El nuevo Papa era un genovés que había aprendido la diplomacia junto al cardenal Rampolla, el gran Secretario de  Estado de León XIII. Giacomo della Chiesa, sólidamente formado en las aulas universitarias civiles y eclesiásticas, había acompañado a Rampolla cuando este fue nuncio en Madrid, entre 1885 y 1887. Durante su estancia en Madrid, tuvo la oportunidad de trabajar en el arbitraje que España y Alemania pidieron a León XIII para dirimir la disputa sobre la propiedad de las Islas Carolinas. Luego, ocupó importantes puestos en la Curia romana antes de ser nombrado arzobispo de Bolonia. Era un diplomático avezado y un buen conocedor de la política europea.

Imparcialidad

Recién elegido, Benedicto XV apeló con urgencia a un cese inmediato de las hostilidades y expresó su rechazo al “espectáculo monstruoso” de una guerra fratricida, causante de que una parte de Europa estuviera “regada por sangre cristiana”. Y ya desde aquel momento, estableció la posición de la Santa Sede: imparcialidad.

Es decir, la Santa Sede no se sitúa al margen de la tragedia bélica como una potencia neutral, sino que se considera moralmente implicada debido a la paternidad universal del Papa. Pero implicada en un sentido propio, en la medida, dice el Pontífice, “en que… hemos recibido de Jesucristo, Buen Pastor, el deber de abrazar con amor paternal a todas las ovejas y corderos de su rebaño”. La crueldad de la lucha avivó el apasionamiento nacionalista: los franceses y belgas se sintieron decepcionados al no escuchar del Papa una condena explícita de Alemania por la invasión de Bélgica o el  bombardeo de la catedral de Reims. En realidad, el Papa había condenado públicamente “todas las violaciones del derecho dondequiera se hayan cometido”, en alusión indirecta, pero clara, a la campaña alemana en el frente occidental, y estuvo en contacto estrecho con el cardenal Mercier, Primado de Bélgica; pero ello no pareció suficiente a quienes deseaban que la Santa Sede tomase partido. Por su parte, el gabinete imperial de Viena se mostró dolido por no contar con un respaldo explícito del Papa ante lo que consideraba una conspiración eslava, protegida por Rusia y alentada por Francia e Inglaterra, para terminar con el imperio católico de Austria-Hungría.

En su primera encíclica, publicada en noviembre de 1914 con el título de Ad Beatissimi, el Papa analiza la trágica situación europea desde el plano sobrenatural de la teología de la historia. Su interpretación de tintes escatológicos –pues veía en la guerra un castigo divino–, o sus alusiones a la “refinada crueldad” del moderno armamento no podían sonar bien en los oídos de un nacionalismo exacerbado por un odio que se venía represando durante décadas. Tampoco su queja ante la vista de los países cristianos enfrentados: “¿Quién diría que los que así se combaten tienen un mismo origen? ¿Quién les reconocería como hermanos, hijos de un mismo Padre, que está en los cielos?”. Tampoco duda en definir como causa principal de esta guerra la negación del sentido cristiano de la vida: olvido de la caridad, desprecio de la autoridad, e injusticia de las luchas sociales, deslegitimadas cuando se recurre a la violencia. Y como raíz de todo ello, subraya el Papa, la codicia de los bienes temporales generada por el materialismo. El Papa, se ha escrito, “veía en la guerra el efecto monstruoso de la crisis moral de la Europa moderna”. 

Convencido de que el objetivo más urgente era detener la lucha armada,  el Pontífice apelaba a la responsabilidad de los gobiernos: “Que nos escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos están los destinos de los pueblos. Otros medios existen, y otros procedimientos para reivindicar los propios derechos… Acudan a ellos, depuestas en tanto las armas”.

Intenso esfuerzo humanitario

Cuando se acercaba la Navidad de 1914, la perspectiva de un conflicto largo iba tomando fuerza. El Papa propuso entonces una tregua en los combates, por tiempo breve y determinado, durante los días navideños. La idea, acogida en principio por Londres, Berlín y Viena, fue rechazada por París y San Petersburgo con diversos pretextos. Benedicto XV manifestaría su dolor en el Consistorio de cardenales, lamentando que  hubiese fracasado “la esperanza que habíamos concebido de consolar a tantas madres y esposas por la certeza de que, durante algunas horas consagradas a la memoria de la Divina Natividad, sus seres queridos no caerían bajo el plomo enemigo”.

Los esfuerzos diplomáticos de la Santa Sede se desarrollaban en paralelo a una eficiente y extensa labor humanitaria. Un equipo coordinado con la Cruz Roja operaba en Roma y en Suiza a las órdenes de monseñor Tedeschini, con el ingente cometido de informar sobre el paradero de los prisioneros de guerra. Al finalizar la contienda, se habían tramitado 600.000 peticiones de información y 40.000 peticiones de repatriación de prisioneros enfermos, y se habían transmitido 50.000 cartas de correspondencia entre los prisioneros y sus familias. También logró el Papa la liberación de prisioneros que habían quedado inhábiles para combatir, y transmitió al emperador Guillermo II numerosas peticiones de conmutación de penas de muerte contra civiles, dictadas por los tribunales alemanes en la Bélgica ocupada.

Asimismo, la Santa Sede obtuvo, con la colaboración del gobierno helvético, que 26.000 prisioneros de guerra y 3.000 detenidos civiles fueran autorizados a pasar la convalecencia en hospitales y sanatorios suizos. Benedicto XV cuidó especialmente de aliviar los sufrimientos de los niños y asistir a la población civil de los países en guerra. Las operaciones de ayuda alimentaria organizadas por la Santa Sede se sucedían sin distinción de razas, religión o bando: Lituania, Montenegro, Polonia, los refugiados rusos, Siria y Líbano recibieron, entre otras naciones y comunidades, protección papal.

De manera particular se ocupó el Pontífice de la suerte de los armenios, cuya persecución y exterminio bajo el poder otomano le indujeron a interceder ante el Sultán de Turquía. Terminada la guerra, el Papa defendió las aspiraciones nacionales de los armenios, y en tal sentido escribió al presidente Wilson. Los esfuerzos de Benedicto XV fueron recordados recientemente por el Papa Francisco, con motivo del centenario de lo que el actual Pontífice ha calificado de “primer genocidio del siglo XX”. La gratitud de los pueblos de Oriente ha quedado manifiesta en la estatua de bronce que representa a Benedicto XV y se alza delante de la catedral católica de Estambul. El monumento fue costeado por las comunidades religiosas de Oriente Medio (musulmanes, judíos, ortodoxos y protestantes).

Incomprensión

La labor diplomática y humanitaria del Papa fue reconocida sin discusión en la escena internacional. Así lo declaraba el canciller alemán von Bülow: “Benedicto XV trabajaba por la paz con sabiduría y firmeza”.

Sin embargo, la entrada de Italia en la guerra al lado de los aliados occidentales, en mayo de 1915, alejó la esperanza de que la contienda se abreviara. La situación de la Santa Sede era especialmente delicada: el Papa carecía de soberanía territorial desde la toma de Roma en 1870 y la pérdida de los Estados Pontificios. A pesar de las amplias garantías recibidas, en cualquier momento podía quedar rehén de un gobierno italiano revolucionario. Ante la beligerancia de Italia, Benedicto XV adoptó una política de máximo cuidado para evitar que la jerarquía y los católicos italianos se dejasen llevar de apasionamientos nacionalistas, comprometiendo así la imparcialidad de la Santa Sede. No dudó en recordar, incluso a algunos pastores de la Iglesia, que por encima de los intereses nacionales, prima el interés de la Iglesia y de la Humanidad: “Los lirismos, incluso los patrióticos, no deben ser secundados”; y les exhortó a observar “una reserva digna o una adhesión reservada”.

Esta prudente actitud no fue comprendida tampoco, pues algunos sectores tacharon al Pontífice de derrotista, a pesar de que el Vaticano cooperó con el gobierno italiano para paliar las terribles consecuencias de la lucha en el frente ítalo-austríaco del Isonzo. El Papa, por otro lado, no respaldaba conductas que incumplieran los deberes cívicos de la defensa nacional. Así, obligó a los seminaristas a respetar sus deberes militares y no permitió la anticipación de ordenaciones sacerdotales antes de la edad canónica (25 años) para eludir el reclutamiento.

Impulsos a la paz

En julio de 1915, con motivo del primer aniversario del comienzo de la guerra, Benedicto XV dirige un solemne llamamiento a los pueblos beligerantes y a sus gobiernos. El lenguaje y el tono reflejan su visión de una Europa ensangrentada: “En el Nombre santísimo de Dios, por la Sangre preciosa de Jesús… os conjuramos a vosotros, a quienes la Divina Providencia ha puesto en el gobierno de las naciones beligerantes, a poner un término a esta horrible carnicería que deshonra a Europa”. Y señala valientemente otro aspecto de la guerra, la riqueza de los contendientes, que les permite continuar la lucha con armamento cada vez más sofisticado: “¡Pero a qué precio! Que respondan los millares de existencias jóvenes que se extinguen cada día sobre los campos de batalla…”. Como remedio a la inutilidad del odio y la violencia, Benedicto XV propone negociar la paz “en condiciones razonables” y afirma que “el equilibrio del mundo, la tranquilidad… de las naciones reposan sobre la benevolencia mutua y sobre el respeto de los derechos y dignidad del otro…”.

La exhortación fue recibida con incomprensiones por ambas partes, pues ninguna deseaba negociar, sabedoras de que ello implicaría ceder en reivindicaciones y renunciar al aplastamiento del adversario. Benedicto XV, pese a todo, se mantuvo firme en trabajar por una paz “sin vencedores ni vencidos”. El apoyo personal que recibía del nuevo emperador austríaco, el beato Carlos I, y de su esposa, la emperatriz Zita de Borbón-Parma, fue de escasa utilidad, ya que Alemania había resuelto ir hasta el final. Los ofrecimientos de Berlín de examinar una posible negociación revestían poca credibilidad a ojos de los aliados, por cuanto no se precisaban medidas concretas, y la primera condición “sine qua non” para Londres y París era la evacuación de Bélgica.

Al principiar 1917, Estados Unidos tomó la decisión de entrar en la guerra junto a los aliados. Ello, unido a la revolución rusa y a la nueva guerra submarina emprendida por el estado mayor alemán, hizo ver al Papa que el alcance de la paz se alejaba aún más. Con todo, se podían percibir algunos síntomas de “fatiga bélica” que Benedicto XV decidió aprovechar. Y a estos efectos, consciente de que no había tiempo que perder, encomendó a monseñor Eugenio Pacelli (el futuro Pío XII), nuncio en el reino de Baviera, una aproximación al emperador Guillermo y al gobierno de Berlín.

Una propuesta concreta

Pacelli actuó con rapidez y persuasión, y logró la aquiescencia inicial del canciller alemán, Bethmann-Hollweg, a unos puntos esenciales que incluían la limitación de armamentos, la independencia de Bélgica y el arreglo de disputas en tribunales internacionales. Pacelli urgía a la Santa Sede a dar un paso adelante presentando propuestas concretas sobre las que negociar. Insistía también en la necesidad de impedir que la cúpula militar en Berlín lograse convencer al emperador de que la única solución era la de llevar la lucha armada hasta el final, confiando todavía en una victoria.

El Papa fue de la misma opinión que Pacelli, y el 1 de agosto hizo llegar a los gobernantes de las naciones beligerantes una Nota que recogía puntos concretos, tales como el desarme, el arbitraje, la libertad de navegación de los mares, la restitución de los territorios ocupados, que eran básicos para negociar una paz justa y duradera, así como para detener definitivamente la “matanza inútil” que sufría Europa. Benedicto XV propugna un nuevo orden internacional fundado sobre principios morales. Como afirma Pollard, “era la primera vez en el curso de la guerra que una persona o una potencia habían formulado un esquema práctico y detallado para negociar la paz”.

Portazo al arreglo pacífico

Las reacciones de los aliados fueron muy poco alentadoras: desde el rechazo de Francia e Italia, a la tibieza británica. Sin embargo, la última palabra la tuvo el Presidente americano, Wilson, quien dio el portazo definitivo a los intentos papales de negociar un arreglo pacífico, sin vencedores ni vencidos, que permitiera el cese de la lucha y la restauración del statu quo anterior como paso previo a una solución acordada de las diferencias.

Claramente, los aliados no querían ninguna salida que no fuera la derrota de Alemania y del imperio de los Habsburgo. Por parte de Berlín y Viena, las respuestas respectivas expresaban simpatía por la iniciativa, pero sin comprometerse. Al final prevaleció la firme postura del alto mando militar alemán, confiado aún en una victoria sobre un frente occidental exhausto. Los generales prusianos no quisieron darse cuenta de que la intervención de los Estados Unidos había inclinado la balanza inexorablemente. El Papa vio entonces con claridad que sus esfuerzos habían fracasado. Fue entonces cuando confesaría que había pasado por uno de los momentos más amargos de su vida. En todo caso, la Nota papal de 1917 influyó en los negociadores de la Paz de París de 1919. Hay similitudes patentes entre las propuestas de Benedicto XV y los famosos 14 Puntos que Wilson presentó en París para inspirar la construcción del nuevo orden internacional.

¿Fracaso?

¿Fracasó el Papado en su intento de buscar la paz para Europa? Es cierto que Benedicto fue “el profeta no escuchado”, y que sus llamamientos a la conciencia de los poderosos para detener lo que llamó “una matanza inútil” fueron no solo desoídos, sino que muchos los calificaron de derrotistas e imposibles de obedecer. Pero, pese a las “semillas de discordia” que encerraba el Tratado de Paz (y que trajeron la II Guerra Mundial), lo cual el Papa había advertido a los vencedores de 1919, el nuevo orden internacional fue fruto de una nueva visión de la convivencia entre los pueblos.

En efecto, se reconocía, por primera vez, “la primacía del derecho sobre la fuerza”, de acuerdo con la enseñanza de Benedicto XV, cuya voz fue la única en denunciar desde el principio el mal de la guerra y cuya labor de caridad incansable no distinguió entre fronteras, credos y nacionalidades. A este nuevo concepto de la diplomacia moderna aludía el Beato Pablo VI al definirla como “el arte de crear y mantener el orden internacional, esto es, la paz”.

Y a este cambio de perspectiva el Papado, una vez más en la Historia, había cooperado con sabiduría y coraje. Con razón bien fundada, se ha llamado a Benedicto XV “el único vencedor moral de la Guerra”.


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El autorPablo Zaldívar Miquelarena

Diplomático, ex-embajador de España en Etiopía y Eslovenia, y autor de la reciente monografía “Benedicto XV. Un pontificado marcado por la Gran Guerra”

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