Este es mi sexto año en el seminario. Hace dos meses que soy diácono, y mi tiempo se reparte ahora entre el seminario (de lunes a viernes) y la parroquia (el fin de semana). Todos los años, el rector del seminario, al repartir los encargos pastorales a los seminaristas, señala a algunos el cometido de acudir a esas residencias, y en particular el de interesarse por los sacerdote presentes, acompañarles, atender diversos servicios que necesitan, etc.
En mi segundo año me enviaron a una residencia de ancianos llevada por religiosas. Solemos ir de dos en dos, pero esa vez me tocó ir solo. Recuerdo que el primer día, de pie, antes de entrar, me encomendé a la Santísima Virgen. No sabía qué podría hacer allí, ni cómo. Es siempre una suerte saber que el Señor está en todo momento con nosotros, y con más razón si, como en este caso, hay una capilla y un sagrario. Siempre tenemos, en cada situación nueva, al menos una Persona conocida y esto, para los que nos cuesta el primer paso, es siempre motivo de confianza.
Me paseaba por la residencia, observaba, me iba dando a conocer a la gente y, a través de ellos mismos, preguntaba y formaré parte. Él reza por mí y me aconseja sabiamente desde su experiencia. En alguna ocasión hacemos una escapada a un santuario mariano para rezar juntos el rosario o hacer una romería; en esos momentos, pienso, es cuando estamos más fuertemente unidos. Otra sorpresa fue encontrarme en la residencia con el sacerdote, ahora ya fallecido, que celebró la boda de mi hermana.
Ellos pasan por nuestra vida derramando la gracia de Cristo, colmándonos con sus bendiciones, y llega un momento en que, precisamente por ello, por haberse entregado plenamente a Cristo, se han quedado solos… ¡Pero no! Dios está con ellos, y pregustan ya aquí la felicidad eterna que les espera en el cielo, y se refleja en sus rostros. Les hacemos un gran favor acercándonos a ellos, compartiendo nuestro tiempo; pero mucho mayor es el tesoro que tienen y pueden dejarnos, si lo aprovechamos.
Algunos casos ejemplares
Hay un sacerdote enfermo y prácticamente ciego, que lleva escritos más de media docena de libros. Naturalmente necesita ayudas; pero su limitación no disminuye un ápice su interés por los libros y su espíritu emprendedor. Algún otro sacerdote y algún seminarista le ayudamos lo que podemos. Y quizá esa misma pasión le ha ayudado a superar la situación temporal de decaimiento que tuvo hace unos años, producida por sus enfermedades.
También residió allí un tiempo, hasta su fallecimiento, un sacerdote con alma de artista. En su periodo final se vio disminuido psíquicamente por una dura enfermedad. Mientras fue consciente le atendimos con todo el afecto posible, y también cuando dejó de reconocer a las personas. Siempre he pensado que toda la diócesis está en deuda con él por los esfuerzos realizados para recuperar y restaurar imágenes antiguas de valor.
Otros sacerdotes no tienen ningún distintivo especial, aparte de haber dejado casi sesenta o setenta años de su vida en el servicio pastoral de los fieles. No es poco mérito. ¡Cuánta gente habrá llegado al cielo gracias a los desvelos de buen pastor de estos sacerdotes! Me parece que no es poca misericordia la demostrada por ellos, día tras día, independientemente de que pueda contabilizarse entre las obras de beneficencia a favor de los pobres.
Pudiera pensarse que ya han hecho mucho por la Iglesia y que, a su edad, ya no les queda más por hacer; pero sería una equivocación. Estoy pensando en uno de ellos, que todavía vive, y en cómo gasta las horas de su tiempo rezando sin descanso. ¿Quién puede decir que fueron más valiosas las horas que empleó en su labor pastoral activa, que las oraciones que ahora suben al cielo desde sus labios y desde su corazón? Y, aparte de este caso concreto, ¡cuánto rezan todos ellos! En especial por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Recientemente han operado de cáncer a un sacerdote muy conocido. Una operación larga (once horas) y complicada, que gracias a Dios ha salido bien. Después de los primeros días de incertidumbre, se fue recuperando progresivamente a pesar de su edad avanzada. Lo cuento porque, durante su larga convalecencia, estuvo presente una pariente próxima; a la que no resultaba posible atender al sacerdote día y noche, ella sola. Pero con buena voluntad y un poco de sacrificio, todo se arregla. En este caso, apoyándose en la realidad de una fraternidad sacerdotal vivida con esmero.
Un grupo de sacerdotes amigos establecieron los turnos necesarios para cuidar al enfermo, de modo que estuviera siempre acompañado. No parecía fácil al principio, dados los trabajos que cada uno lleva adelante; pero con la gracia de Dios y ese “plus” de sacrificio que digo, todo fue saliendo. Las enfermeras del hospital estaban asombradas de la cantidad de sacerdotes que pasaron por allí para cuidar al enfermo.
Me comentaba uno de ellos el gran bien interior que produjo a su alma cuidar de ese hermano sacerdote; ver su paciencia, su sentido sobrenatural, incluso su buen humor humano, fue para él una lección inolvidable. Y lo mismo experimentaron todos. Siempre enriquece más dar que recibir.
Diócesis de Cartagena (España)