El Centro de Investigaciones Sociológicas realiza mensualmente encuestas, que denomina “barómetros”. En ellas incluye dos preguntas relativas a la religión: ¿Cómo se define usted en materia religiosa: católico/a practicante, católico/a no practicante, creyente de otra religión, agnóstico/a, indiferente o no creyente, o ateo/a? Y sólo a los que se definen en materia religiosa como católicos o creyentes de otra religión: ¿Con qué frecuencia asiste usted a Misa u otros oficios religiosos, sin contar las ocasiones relacionadas con ceremonias de tipo social, por ejemplo, bodas, comuniones o funerales?
La situación religiosa en España
Confrontando las repuestas de los últimos años a estas preguntas, se aprecian las siguientes tendencias:
Que aumentan los españoles que se consideran no religiosos (ateos, agnósticos o indiferentes).
Por otro lado, aumentan levemente los católicos que practican. Dejan de dibujar una línea en forma de “u” (con picos en la infancia y en la vejez, y un largo valle entre ambas etapas de la vida), y comienzan a formar una línea plana a lo largo de todo el rango de edades, que tiende a subir lenta pero homogéneamente. Esta misma tendencia se recoge en otra reciente encuesta del Pew Reseach Center: el 50% de los que consideran importante la religión la han reforzado durante la pandemia: lo que equivale a un 16% de los españoles.
Y por último, disminuyen los católicos no practicantes.
Proyecciones
Si se mantuviesen las tendencias estadísticas actuales, en España (y en general en Europa) caminamos hacia una polarización en materia religiosa. En 2050 es posible que en torno a un 75% de los españoles se manifieste no religioso y un 25% sea practicante. Evidentemente hay factores que pueden alterar estas proyecciones, como por ejemplo la inmigración: basta pensar que en este siglo XXI se calcula que África pase de 800 a 4.000 millones de habitantes, mientras que Europa se mantenga en torno a los 600 actuales y España disminuya casi a la mitad su población. Es conocido el protagonismo que tiene la religiosidad en el continente africano, aunque falta por comprobar su resistencia al individualismo consumista exportado por Occidente.
La dictadura del relativismo
Esa situación de minoría practicante tiene aspectos muy positivos para el cristianismo, porque nunca la Iglesia ha sido tan independiente del poder secular, ni la fe de los creyentes tan fundamentada en la razón y en la experiencia mística.
Pero si nos preguntarnos cómo será la relación entre esa cultura mayoritaria sin Dios y la minoría de los cristianos, las perspectivas no son tan positivas.
La Iglesia con sus enseñanzas resulta escandalosamente contracultural.
El relativismo es negacionista de la metafísica. “Bueno” significa “útil”, sin más consideraciones éticas. Esta negación de los principios morales, resulta obviamente tentadora. Además se hace en nombre de la ciencia y de la tolerancia. El relativismo es tan impositivo que se ha calificado de “dictadura”. Basta pensar en la ingeniería social realizada por el colectivo LGTBI, que impregna las leyes, los programas educativos, los medios de comunicación, la industria del ocio… y hasta los contratos mercantiles.
La Iglesia con sus enseñanzas resulta escandalosamente contracultural. Es acusada de intolerante y oscurantista. Resulta políticamente correcto recrearse en sus incoherencias y silenciar sus virtudes. Se produce un creciente acoso a su libertad de expresión, a su consideración de interés público, a su participación en la vida social, o al ejercicio del derecho a la objeción de conciencia por parte de los católicos.
Se perfila un futuro “martirial” para la Iglesia. Aunque en el siglo XXI adopte nuevos procedimientos, el martirio ha acompañado a la Iglesia desde su mismo origen, Jesús de Nazaret. Es medio de purificación, y de testimonio de la fe: cuando las palabras han perdido su capacidad de convencer, queda la coherencia y la felicidad. Es probable que la comunidad cristiana se contraiga aún más de lo que actualmente anuncian las encuestas, pero que el testimonio de ese pequeño grupo traiga una nueva primavera cristiana. Como escribía Tertuliano ya en el año 197: La sangre de los mártires es semilla de cristianos.
La autofagia del relativismo
Pero el relativismo no sólo es intolerante, sino también autodestructivo. El sujeto relativista es experto en salud, tecnología, sexualidad, nutrición, moda, decoración, viajes, hoteles, coches y deportes. Pero ignora el sentido profundo de la realidad, la dimensión moral de la existencia, y las relaciones personales fuertes. Es decir, un “homo consumens”, un hedonista.
Los informativos dan cuenta cada día de graves disfunciones sociales causadas por esta cultura: el fracaso del matrimonio y la caída de la natalidad, la violencia doméstica, el fracaso escolar, la indiferencia individualista, la corrupción, la injusticia, la migración masiva, la neurosis, el suicidio… El relativismo genera problemas que es incapaz de resolver, porque no reconoce su raíz moral, y se limita a aplicar tratamientos sintomáticos.
El mismo sistema democrático está en crisis. Estos días asistimos a debates sobre los límites de la libertad de expresión, del deseo subjetivo en la asignación del género, de la maternidad subrogada, de las protestas callejeras, de la autodeterminación nacional, de la intervención del poder ejecutivo en el judicial… En la raíz de estas tensiones políticas está una antropología materialista. La democracia se convierte entonces en un sistema de ampliación de derechos subjetivos individuales. Un individualismo narcisista ilimitado e insostenible.
Pequeños grupos abiertos
Ante esta deriva totalitaria y autodestructiva de la postmodernidad, se plantean a los cristianos diversas “opciones”. Una, llamada “benedictina”, aboga por un nuevo inicio a partir de pequeños grupos de creyentes (desde una parroquia a un club literario), que se vayan expandiendo hasta formar una nueva cultura cristiana, como las células forman un tejido. Otra, que se ha denominado “gregoriana”, es partidaria de que los cristianos formen minorías creativas que participen en los foros públicos de discusión filosófica y política, para aportar la luz de la fe. Otra, que se ha llamado “Escrivá”, aboga por la presencia de los cristianos, a título personal, en las estructuras de la sociedad, para revitalizarlas con el espíritu cristiano.
Seguramente estas y otras posibles opciones son complementarias. Lo que no cabe es que la Iglesia se convierta en una prolija estructura separada de la gente o un grupo de selectos que se miran a sí mismos(Papa Francisco). Al contrario, las minorías cristianas han de estar abiertas a todas las personas y a toda la sociedad. Los “cristianos no practicantes” también son “fieles”. Y los “no religiosos” tienen sus dramas, razones y virtudes. Hay mucho que aprender y mucho que intentar ayudar en toda persona.
En definitiva, hemos de pasar de una Iglesia de mantenimiento, limitada a administrar cada domingo una dieta espiritual hipocalórica, a una Iglesia de discipulado, donde tomemos conciencia de que “cristiano” es sinónimo de “discípulo” y de “apóstol”, con lo que supone de formación intelectual y experiencia espiritual. El canadiense James Mallon, en un libro titulado Una renovación divina, explica cómo ha realizado en sus parroquias esta transformación.
Agenda 2050
Como conclusión, quisiera señalar tres tareas de la Iglesia en el momento actual. Una especie de “Agenda 2050” para la nueva evangelización impulsada por los últimos Papas.
Un nuevo contrato social
El sistema democrático liberal está en crisis, porque ha evolucionado en una tecnocracia al servicio de la ampliación indefinida de derechos subjetivos individuales. Un narcisismo intolerante e insostenible.
Es preciso restaurar un sistema político que garantice la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial; el respeto de las minorías y no sólo el gobierno de la mayoría; y la libertad de las conciencias.
Los cristianos tenemos una fundamentación trascendente y unas virtudes propias de gran relevancia social, independientemente de que se posea o no la fe.
Necesitamos un “contrato social” basado en la dignidad de la persona, y los valores morales derivados de la naturaleza humana. Una “cultura del encuentro”, en la línea propuesta por el Papa Francisco en el capítulo 6 de la Encíclica Fratelli tutti.
En lugar de recelar del gobierno mundial al que seguramente nos encaminamos, hemos de procurar -en la medida de nuestras posibilidades- a que se ajuste a estas reglas democráticas.
Los cristianos tenemos una fundamentación trascendente y unas virtudes propias de gran relevancia social, independientemente de que se posea o no la fe. Por eso Benedicto XVI propuso a los agnósticos de nuestro tiempo pensar la cosa pública como si Dios existiera.
Contribución al bien común
Es previsible que, a medida que se consume el derribo de la cristiandad, se generalice una religiosidad de la sociedad, un humanismo laico basado en la tecnología, la racionalidad experimental y la naturaleza.
Los cristianos hemos de asumir la carga de la prueba de que hay algo más grandioso, profundo y hermoso que el humanismo laico.
Los católicos hemos de participar con los demás ciudadanos en la búsqueda del bien común. Nuestras propuestas en materias como sanidad, familia, educación, economía, libertad, información o medio ambiente serán frecuentemente alternativas, pero han de estar fundamentadas en la racionalidad argumentativa reconocida en el foro público. Debemos contribuir a formar los coeficientes axiológicos del proceso democrático únicamente con la fuerza de la verdad misma.
Los cristianos hemos de asumir la carga de la prueba de que hay algo más grandioso, profundo y hermoso que el humanismo laico.
Espiritualidad mística
El Covid pasará. Las enfermedades emblemáticas de nuestro tiempo son neuronales: lisiados de burnout, naúfragos afectivos, infartados psíquicos… El secularismo hace violencia a la persona. Por eso Occidente se adentra en una era “post-secular”. El 50% de los que se declaran no religiosos sin embargo se consideran espirituales. Hoy prolifera una cierta espiritualidad no institucional, que incluye ejercicios de meditación, lecturas neofilosóficas que enseñan a disfrutar de lo pequeño, música relajante, el contacto con la naturaleza, e incluso el Camino de Santiago.
Hoy prolifera una cierta espiritualidad no institucional, que incluye ejercicios de meditación, lecturas neofilosóficas que enseñan a disfrutar de lo pequeño, música relajante, el contacto con la naturaleza.
Los cristianos practicamos y ofrecemos una peculiar espiritualidad: la relación personal con Cristo. Un diálogo de libertades, que supera infinitamente cualquier solipsismo, y abre horizontes exclusivos a los más profundos deseos del corazón humano: un amor sano y duradero, respuestas a las preguntas por el sentido de la vida, el fundamento trascendente de la fiesta… La amistad con Cristo otorga una felicidad a prueba de dolor y de contrariedad. La doctrina y la conducta cristianas son sus consecuencias. Como profetizó André Malraux, “el siglo XXI será espiritual, o no será”.