El Papa Francisco ha retomado este miércoles el «itinerario de profundización de la fe a la luz de la Carta de San Pablo a los gálatas. El apóstol insiste con esos cristianos para que no olviden la novedad de la revelación de Dios que se les ha anunciado. Plenamente de acuerdo con el evangelista Juan (cfr 1 Gv 3,1-2), Pablo subraya que la fe en Jesucristo nos ha permitido convertirnos realmente en hijos de Dios y sus herederos. Nosotros los cristianos a menudo damos por descontado esta realidad de ser hijos de Dios. Sin embargo, siempre es bueno recordar de forma agradecida el momento en el que nos convertimos en ello, el de nuestro bautismo, para vivir con más consciencia el gran don recibido».
Hablando de la filiación divina, dice Francisco que «de hecho, una vez «llegada la fe» en Jesucristo (v. 25), se crea la condición radicalmente nueva que conduce a la filiación divina. La filiación de la que habla Pablo ya no es la general que afecta a todos los hombres y las mujeres en cuanto hijos e hijas del único Creador. En el pasaje que hemos escuchado él afirma que la fe permite ser hijos de Dios «en Cristo» (v. 26). Es este “en Cristo” que hace la diferencia. Con su encarnación Él se ha convertido en nuestro hermano, y con su muerte y resurrección nos ha reconciliado con el Padre. Quien acoge a Cristo en la fe, por el bautismo es “revestido” por Él y por la dignidad filial (cfr v. 27)».
«San Pablo en sus Cartas hace referencia en más de una ocasión al bautismo. Para él, ser bautizados equivale a participar de forma efectiva y real en el misterio de Jesús. En la Carta a los Romanos llegará incluso a decir que, en el bautismo, hemos muerto con Cristo y hemos sido sepultados con Él para poder vivir con Él (cfr 6,3-14). El bautismo, por tanto, no es un mero rito exterior. Quienes lo reciben son transformados en lo profundo, en el ser más íntimo, y poseen una vida nueva, precisamente esa que permite dirigirse a Dios e invocarlo con el nombre “Abbà, padre” (cfr Gal 4,6)».
«El apóstol», asegura el Santo Padre, «afirma con gran audacia que la identidad recibida con el bautismo es una identidad tan nueva que prevalece sobre las diferencias que existen a nivel étnico-religioso: «ya no hay judío ni griego»; y también a nivel social: «ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer» (Gal 3,28). Se leen a menudo con demasiada prisa estas expresiones, sin acoger el valor revolucionario que poseen. Para Pablo, escribir a los gálatas que en Cristo “no hay judío ni griego” equivalía a una auténtica subversión en ámbito étnico- religioso. El judío, por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, era privilegiado respecto al pagano (cfr Rm 2,17-20), y el mismo Pablo lo afirma (cfr Rm 9,4-5). No sorprende, por tanto, que esta nueva enseñanza del apóstol pudiera sonar como herética. También la segunda igualdad, entre “libres” y “esclavos”, abre perspectivas sorprendentes. Para la sociedad antigua era vital la distinción entre esclavos y ciudadanos libres. Estos gozaban por ley de todos los derechos, mientras a los esclavos no se les reconocía ni siquiera la dignidad humana. Así, finalmente, la igualdad en Cristo supera la diferencia social entre los dos sexos, estableciendo una igualdad entre hombre y mujer entonces revolucionaria y que hay necesidad de reafirmar también hoy».
«Como se puede ver, Pablo afirma la profunda unidad que existe entre todos los bautizados, a cualquier condición pertenezcan, porque cada uno de ellos, en Cristo, es una criatura nueva. Toda distinción se convierte en secundaria respecto a la dignidad de ser hijos de Dios, el cual con su amor realiza una verdadera y sustancial igualdad».
«Estamos por tanto llamados», concluye Francisco, «de forma más positiva a vivir una nueva vida que encuentra en la filiación con Dios su expresión fundamental. Es decisivo también para todos nosotros hoy redescubrir la belleza de ser hijos de Dios, hermanos y hermanas entre nosotros porque estamos insertos en Cristo. Las diferencias y los contrastes que crean separación no deberían tener morada en los creyentes en Cristo. Nuestra vocación es más bien la de hacer concreta y evidente la llamada a la unidad de todo el género humano (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 1). Cualquier cosa que agrave las diferencias entre las personas, causando a menudo discriminaciones, todo esto, delante de Dios, ya no tiene consistencia, gracias a la salvación realizada en Cristo. Lo que cuenta es la fe que obra siguiendo el camino de la unidad indicado por el Espíritu Santo. Nuestra responsabilidad es caminar decididamente por este camino».