Pablo, enfermo crónico desde los seis años, paciente trasplantado, en diálisis permanente y con una pierna amputada lleva en su cuerpo casi una cuarentena de operaciones y la pierna que aún queda no sabe cuánto durará. Sin embargo, si algo transmite es alegría por vivir y gratitud a Dios por cada día.
Una conversación con este profesor de la Universidad Francisco de Vitoria e investigador es algo parecido a una diálisis de corazón: llena de esperanza y «sangre limpia» a quienes entran en contacto con él.
Quizás por eso, no deja de sonreír, y junto a «un trasplantado» encuentras siempre, una sonrisa que acompaña a cada una de sus historias, ya sea las duras y llenas de dolor físico como las amables y divertidas que protagoniza Amelia, parte de su equipo SAP (Sara – Amelia – Pablo).
Te lo habrán preguntado mil veces, pero, ¿cómo vives tan contento, habiendo visto la muerte de cara muchas veces?
-Me levanto todos los días y desayuno con mi mujer y mi hija, llevo a la niña al colegio. Tengo tres pasiones: dar clase, curar en mi consulta y dar conferencias, las hago las tres y encima me pagan por eso. Como siempre con mi mujer o con mis padres.
Eso es la felicidad. Cosas simples.
La enfermedad te quita sueños, pero te obliga a vivir el día a día. He dejado un futuro irreal, soñado, a cambio de un presente que es real. No tiene sentido estar amargado por lo que no soy.
¿El día a día tiene momentos complicados?
-A poco de conocerla, Sara me dijo: “¿Qué tal te encuentras?”. Yo le respondí: “Mira, yo nunca me encuentro bien. Yo no sé lo que es un día sin dolor, sin cansancio”…
Al final es que no lo analizas. Aprovecho el tiempo que me encuentro mejor y descanso el tiempo que me encuentro peor. Porque además es que no va a ir a mejor, en caso de duda va a ir a peor. Yo creo que cuando tenemos un problema gordo, los pequeños desaparecen. Yo llevo peor las cosas pequeñas que las gordas. Me dicen: “Te tenemos que cortar una pierna”. Pues te centras, te quitas de tonterías y te dedicas a lo importante. Llevo peor un dolor de oído.
Desde los 16 años mi cuerpo no es autónomo. Lo normal es que si me muero ahora, Amelia no se acuerde mucho de mí. Eso sí me pesa. Pero tengo un libro, un blog, pienso que así podría llegar a saber quién fue su padre y cómo pensó. Y en el fondo pienso que las cosas van a llegar cuando tengan que llegar. Hay que exprimir el presente. Yo lo que hago es prepararme, espiritualmente, en conciencia.
Me encantaría morirme con 100 años y la cabeza bien, pero como no está en mi mano, lo vivo con paz. Lo que no hago es perder tiempo con lo que no está en mi mano.
-¿Piensas que lo llevarías igual sin fe?
-No, ni de broma. Yo no le vería sentido a mi vida sin fe. Si mi vida acaba el día que yo me muera, ¿qué necesidad tengo de vivir todo esto, que no es ni agradable ni cómodo? De hecho, el 99,9 % de la gente que me dice que lo lleva mal, no son católicos. Bueno, especifico, no son creyentes. Hace un poco hice un máster de acompañamiento y hay dos patas que un paciente necesita para recuperarse: espiritualidad y esperanza. La espiritualidad es fundamental.
Dices que no sabes lo que es un día sin sentir dolor. Aquel salmo, “Desde lo profundo grito a ti, Señor”, se te podría aplicar perfectamente. ¿Cómo se grita a Dios desde lo profundo?
-Bueno, es que desde hace años tengo la sensación de que firmé un cheque blanco y yo ya no pido, yo doy gracias. Hay un dicho que a mí me encanta: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”.
Primero, mi enfermedad no me permite planificar muchas cosas. No teníamos planificada ni la Semana Santa, porque no sabíamos si iba a estar ingresado. Llevo un mes sin estar ingresado, ni en urgencias ni operado, y eso significa que me toca dentro de poco. Aprendes a vivir el día a día, que, al final, es lo más bonito.
El evangelio de nuestra boda fue el de “cada día tiene su afán”. Y a mí me parece precioso, porque dice: “¿De qué te preocupas, si los pajarillos del campo comen?”. Nos falta fe. En el fondo nos falta tener confianza. Lo que tenga que venir, vendrá. Y lo que tenga que venir, si tenemos de verdad a Dios con nosotros, vendrá acompañado de la gracia y la fuerza para sobrellevarlo.
Una de las cosas que dices es que a ti, a tus hermanos o a tus padres, la enfermedad «os tocó», pero Sara «la escogió». ¿Cómo le explicaste a Sara que iba a tener una vida de todo menos fácil?
-Bueno, Sara es muy lista, y no hizo falta explicárselo mucho. Yo le mentí, lo digo irónicamente, le mentí porque no sabía ni la mitad de las cosas que me vendrían después. Le dije, al poco de conocernos: “Oye, mi vida va a ser muy complicada, porque voy a perder un riñón y voy a tener que hacerme diálisis”. Punto. No contaba con que me cortaran una pierna, con un tumor, con nada.
Un día me dijo: “Mira, no sé si estaré a la altura, pero voy a estar ahí siempre”. Y pensé: “Jo, qué pasada”. Y luego, ella es muy fuerte, es muy práctica. El día que le toca, llora, y luego resurge, como el ave fénix. Es muy fácil tener una persona así al lado. Hay días que tiene que tirar ella del carro entero, porque yo no puedo.
Una persona que está enferma, ¿se puede sentir como una carga?
-El sentimiento de carga está ahí, y es un sentimiento muy duro. Es muy complicado. A mis padres les he robado mucha felicidad. Ellos lo hacen encantados, pero yo ahora que soy padre y a mi hija no le ha pasado nada, no quiero ni pensar lo que es que tu hija pierda un riñón, le corten una pierna… No quiero ni imaginármelo. A mis hermanos les he robado infancia… Y Sara ha sufrido muchísimas veces. No es fácil.
Los últimos dos años yo no me he ido de vacaciones con ellas, porque es tal jaleo llevando una diálisis, que al final es mejor que se vayan ellas dos y yo me quedo aquí. Con lo cual, ellas se van con el peso de que yo me quedo, etc. Esa es un poco la carga.
Nosotros no necesitamos grandes cosas para ser felices, simplemente estar los tres. El cuarto cumpleaños de Amelia, que fue en diciembre, le dijimos: “Amelia, dinos qué plan quieres hacer, que lo hacemos, el que quieras”. Dijo: “Estar los tres”. Eso es la vida.
El problema es que nos llenamos de unos fuegos de artificio y unas necesidades que nos hacen infelices, pero porque nosotros nos metemos en ese rollo. Yo no puedo ir a esquiar, pero no vivo pensando que hay que ir a esquiar. No me puedo ir en verano a no sé dónde, pues no vivo pensando en eso. Vivimos más tiempo pensando en lo que no podemos, o en lo que nos gustaría, que en lo que tenemos.
Si fuéramos conscientes de lo que tenemos y viviéramos anclados a eso, seríamos mucho más felices.
Cuando una persona es creyente, ¿se desespera? ¿Cómo se sale de esa desesperación?
-Yo es que no caigo en la desesperación, la verdad. A veces tengo incertidumbre, a veces tengo pesar… Y de hecho es una de las cosas buenas de tener fe, que no caigo en la desesperación.
Es que nos falta confianza. Si se supone que estamos pensados desde la eternidad, por algo estaremos viviendo lo que estamos viviendo. Yo me he dado cuenta de que la enfermedad me ayudó a tener una fe ciega.
Me ha costado llegar aquí mucho, no la he tenido toda la vida. De hecho, he tenido épocas de una fe muy fría, y de no entenderlo. De preguntarme: ¿Qué Dios bueno manda esto? Un día entendí que Dios no nos manda nada. Yo creo que la fe es un don, pero es un trabajo. Si nos gusta U2, nos sabemos todas las canciones de U2, si nos gusta el Madrid, todas las estadísticas, si nos gusta una persona, nos sabemos toda su vida. Tenemos una fe y no sabemos nada de Dios… A mí me impresionó, cuando iba a Kenia a tratar gente, que había musulmanes que se sabían perfectamente el Corán. Y he conocido judíos que se saben la Torá. Nosotros no tenemos ni idea de la Biblia. Y ya sé que no vale solo con sabérsela de memoria, luego hay que saber aplicarlo, pero saberlo de memoria ya es un paso para conocer. Al final lo que nos falta es confianza.
Y luego yo aprendí que una cruz abrazada pesa menos que arrastrada. Mi cruz no me la va a quitar nadie. Y Dios no me manda una cruz que no tenga fuerzas para llevar. Y si ya encima la amo… Amarla no en el sentido masoquista de “quiero más”, sino en el sentido de “solo puedo ser Pablo Delgado, y quiero ser Pablo Delgado”. Ese día, no digo que se convierta en liviana, pero pesa infinitamente menos.
¿Cómo le explicas tu sufrimiento a tu hija?
-Bueno, es que me enseña ella. Cuando llegué a casa del hospital con la pierna amputada, le dije: “Amelia, ¿qué te parece?”. Y le enseño la pierna y media. Me dice: “Papá, no está aquí, no está pupa”. Y se puso a aplaudir. Pensé: “Es que ese es el camino. Me han quitado el dolor”.
O un día, cuando me dicen que tengo el tumor, me dice Sara: “¿Se lo vas a contar a Amelia hoy?”. Y le dije: “Pues hoy no tengo fuerzas”. Luego, cuando estábamos jugando, me pregunta: “Papá, ¿estás malito?”. Le respondí: “Estoy malito todos los días, y hoy un poquito más, lo que estoy es cansado”. Y me dice: “Pues te quito la pierna”. Yo cuando estoy cansado y estresado me quito la pierna. Ella se había dado cuenta de que me pasaba algo y lo había relacionado con la salud. No sabía que tenía un tumor, obviamente, pero había entendido lo que me estaba pasando.
En enero tuve otra operación importante y, hablando con Amelia, de repente se me saltaron las lágrimas. Una de las opciones era salir mal, no salir, o salir sin piernas (sin la otra). Y Amelia, con cuatro años recién cumplidos, me agarró la mano, me miró a los ojos y dijo: “Papá, los padres no lloran. Miran al Cielo y rezan”. Yo me quedé…
Cuando se defiende la vida, ¿qué se está defendiendo?
-La gente no quiere enfermos porque no quiere verse enfermo. Al final es un miedo. Yo defiendo la vida con un 81 % de minusvalía, es decir, mi cuerpo no vale para nada en teoría, y soy absolutamente feliz, llevo una vida absolutamente plena y sobre todo absolutamente digna. Y para mí una muerte digna no es morirme antes, es poderme morir con mi mujer y mi hija al lado. Lo que pasa es que molesta. Y el Estado… No se quiere hablar del coste socioeconómico de la enfermedad. Yo soy muy caro a la Seguridad Social.
Conozco más gente amargada que tiene todo para ser feliz que gente enferma amargada. Porque en una situación así te desprendes de todo lo secundario. Que no es que lo secundario sea malo, pero a veces lo ponemos en un nivel de la escala de valores que nos amarga.
Cuanto más aprendes a desprenderte, más aprendes a ser feliz. Y la enfermedad te ayuda a eso.