Los elementos parecen haberse conjurado para que estos días el cielo de Roma brille en todo su esplendor. Al mediodía es de un azul radiante y en la tarde una luz de tonos dorados envuelve el aire. Cualquiera diría que la ciudad está de luto por su pontífice. La belleza eterna de la caput mundi es un desafío a la caducidad de la vida y un recordatorio de que la muerte no tiene la última palabra, según hemos celebrado en la reciente liturgia pascual.
Sobre las ocho y media de la mañana de este miércoles 23 de abril, en San Pedro se presencia el mismo engranaje que, con perfección casi mecánica, se despliega en la basílica cada vez que se prepara una gran ceremonia litúrgica. El servicio de orden controla las entradas y las salidas, el coro ensaya, los periodistas trabajan en sus crónicas, pero esta vez la tónica es distinta.
Hoy la iglesia permanece vacía, no hay fieles. Se espera en treinta minutos la llegada del Papa, pero en esta ocasión hará su última entrada siendo portado en un féretro. En unas horas el pasillo central y el crucero, delante del altar de la confesión, se llenará de personas que vendrán a dar su último saludo a Francisco, el Pontífice venido “del final del mundo”.
En los rostros de los trabajadores del Vaticano, habitualmente animosos y dicharacheros, se percibe un gesto más serio. La orfandad es un manto sutil que se posa sobre el semblante de quienes cruzan estos días las puertas de un templo que se erige como el corazón de la cristiandad.
La procesión de traslado
A las 9 de la mañana empieza en la capilla de la Casa Santa Marta la ceremonia de traslado del féretro del Papa. Los cardenales ocupan la bancada. La guardia suiza custodia y arropa por última vez al Pontífice. Preside el cardenal camerlengo, Kevin Farrell. El coro canta varias antífonas, el celebrante dice una oración y se da inicio a la procesión, que saldrá de Santa Marta rumbo a la plaza de San Pedro y hará su ingreso en la basílica por la puerta central.
El Papa pidió no ser velado sobre almohadones ni terciopelo, sino en un sencillo féretro de madera y zinc. A su flanco procesionan unos religiosos, miembros de la penitenciaría apostólica, portando cirios. Encabezan la marcha fúnebre los cardenales, seguidos de obispos y monseñores, sacerdotes y religiosos, y de fieles laicos, en una representación del pueblo de Dios.
Entra la procesión con la cruz. La luz matinal se filtra por los ventanales y la puerta de ingreso. Al mezclarse con el incienso crea un ambiente único. El cortejo recorre el pasillo mientras se canta la letanía de los santos. Hombres y mujeres de Dios de todos los siglos, procedencias y carismas. Se invoca casi a la vez a Francisco y a Ignacio de Loyola, los dos gigantes que han guiado a Bergoglio a lo largo de su vida y ministerio, y que lo habrán recibido en su llegada a la gloria.
Tras la letanía de los santos, Farrell inciensa el féretro del Papa, que ha sido colocado delante del altar de la confesión, y lo asperje con agua bendita. El cirio pascual está encendido, a un lado de la caja. Un cirio que representa a Cristo, el “lucero que no conoce ocaso”, como se canta en el pregón de la vigilia santa, un potente símbolo de la fe cristiana en la vida eterna.
La ceremonia prosigue en la parte final con el rezo del responso y la lectura de un fragmento del Evangelio, en el capítulo 17 de san Juan, que recoge unas palabras de la oración sacerdotal de Jesús que hoy adquieren una consonancia especial: “Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado”. Tras unas oraciones de intercesión, se reza el Padrenuestro, una oración conclusiva y el canto del Salve Regina.
La despedida de sor Geneviève
Las primeras personas se acercan a despedirse de Francisco. Entre los cardenales y purpurados se adivina la figura de una mujer menuda. Es una religiosa ataviada con un sencillo velo azul y una falda gris bajo la rodilla. Sus cabellos son grises, pero se mueve con agilidad. Lleva a su espalda una mochila verde caza. Hacen ademán de invitarla a irse, pero alguien la reconoce y la lleva junto al féretro.
Se trata de Geneviève Jeanningros, una monja argentina, hermanita de Jesús, que desde hace más de 50 años reside en una caravana en la comunidad de feriantes y artistas de circo del Luna Park de Ostia Lido, en la periferia de Roma. Su pastoral recoge el legado de Charles de Foucauld, de “ir donde la Iglesia lucha por ir”. Cada miércoles suor Geneviève acude a la audiencia general del Papa acompañada de artistas de circo y personas LGTB. Francisco la llama cariñosamente la “enfant terrible”. Ahora se conmueve como una niña mientras da el último adiós a su padre, compatriota y amigo.