Cultura

El cristianismo en Japón (I)

El cristianismo en Japón comenzó con la llegada de San Francisco Javier a sus costas en el siglo XVI. La historia de los cristianos japoneses ha estado plagada por numerosos mártires.

Gerardo Ferrara·17 de mayo de 2023·Tiempo de lectura: 5 minutos
Mártires Japón

Mártires en Japón

«Seréis mis testigos en Jerusalén en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (ἔσεσθέ μου μάρτυρες ἔν τε Ἰερουσαλὴμ καὶ ἐν πάσῃ τῇ Ἰουδαίᾳ καὶ Σαμαρείᾳ ἕως ἐσχάτου τῆς γῆς) (Hechos de los Apóstoles 1, 8).

No se puede hablar del cristianismo en Japón -como en cualquier otra parte del mundo- sin utilizar la palabra «martirio», término derivado del griego μάρτυς, que significa «testimonio».

Los mártires

En la Carta a Diogneto, un breve tratado apologético dirigido a un tal Diogneto y compuesto probablemente a finales del siglo II, se habla a los cristianos de un lugar que les ha sido asignado por Dios, un lugar del que no pueden salir.

El término utilizado para definir este lugar, este «sitio», τάξις (táxis), indica la disposición que debe mantener un soldado durante una batalla. En consecuencia, el cristiano no es sólo un testigo en el sentido jurídico, como el que da testimonio en un juicio, sino que es Cristo mismo, es una semilla que debe morir y dar fruto.

Y esto señala la necesidad, para quien conoce a un cristiano, no sólo de oírle hablar de Jesús como de cualquier personaje histórico que se ha distinguido por decir o hacer algo importante, sino de ver, gustar, sentir a Jesús en persona, presente ante sus ojos, Jesús que sigue muriendo y resucitando, una persona de carne y hueso, con un cuerpo que se puede tocar.

Tipos de martirio

El testimonio, el «martirio» al que está llamado todo creyente en Cristo, no es necesariamente -como muchos podrían pensar- la muerte violenta que sufren algunos, sino la vida de un mártir, que conduce inevitablemente al κένωσις (kénosis), palabra griega que significa literalmente «vaciamiento» y, desde el punto de vista cristiano, la renuncia a uno mismo para conformarse a la voluntad de Dios que es Padre, como hizo Jesucristo a lo largo de toda su vida, y no sólo en el acto de morir en la cruz.

Si aplicamos esta definición al concepto de santidad, podríamos decir que muchísimos santos (y por santos no entendemos sólo los canonizados por la Iglesia, sino todos los santificados por Dios) son mártires a pesar de no haber sacrificado su vida corporal. Son santos, sin embargo, porque han dado testimonio de santidad con su vida.

En el catolicismo, de hecho, se consideran tres tipos de martirio:

– el blanco, que consiste en el abandono de todo lo que el hombre ama por causa de Dios y de la fe;

– el verde, que consiste en liberarse de los malos deseos mediante la penitencia, la mortificación y la conversión;

– el rojo, es decir, sufrir la cruz o la muerte a causa de la fe, considerado también, en el pasado, como un bautismo purificador de todo pecado que aseguraba la santidad.

Mártires japoneses

Y de hecho, a lo largo de la historia, Japón ha registrado miles de mártires en todas las categorías que hemos enumerado. Un mártir «blanco», por ejemplo, es el beato samurái Justus Takayama Ukon (1552-1615), beatificado en 2017 por el Papa Francisco y también conocido como el Tomás Moro japonés.

En efecto, al igual que el canciller de Inglaterra, Takayama Ukon fue una de las mayores figuras políticas y culturales de su tiempo en su país. Tras ser encarcelado y privado de su castillo y sus tierras, fue enviado al exilio por negarse a abjurar de la fe cristiana que profesaba.

Su perseguidor fue el feroz Toyotomi Hideyoshi, quien, a pesar de numerosos intentos, fue incapaz de doblegar a Ukon, que, además de cristiano, era daimyo, es decir, barón feudal japonés, así como un destacado táctico militar, calígrafo y maestro de la ceremonia del té.

La misión cristiana en Japón

La misión cristiana en Japón comenzó el 15 de agosto de 1549, día en que el español san Francisco Javier, fundador de la Orden de los Jesuitas junto con San Ignacio de Loyola, desembarcó en la isla de Kyushu, la más meridional de las cuatro grandes islas que componen el archipiélago japonés.

Los jesuitas precedieron a los frailes franciscanos por un pequeño margen. A los extranjeros que llegaban al sur de Japón en sus barcos de color oscuro (kuro hune, o barcos negros, en japonés, para distinguirlos de los barcos locales hechos de bambú, normalmente de color más claro) se les llamaba nan banji (bárbaros del sur). De hecho, se les consideraba gente bastante tosca y grosera, por diferentes motivos.

La primera era el hecho de que no seguían las costumbres del país, basadas todas ellas en los códigos de caballería forjados por la práctica del bushido. Esta práctica, basada en las antiguas tradiciones japonesas y en el sintoísmo (religión original de Japón, politeísta y animista, en la que se venera a los kami, es decir, a divinidades, espíritus naturales o simplemente presencias espirituales como los antepasados), tenía como núcleo la rígida división de la sociedad japonesa en castas.

Los ideales más elevados los encarnaba el bushi, el noble caballero, que moldeaba su vida en torno a las virtudes del valor, el servicio fiel a su daimyo (barón feudal), el honor que debía preservarse a toda costa, el sacrificio de la vida en la batalla o mediante el seppuku o harakiri, el suicidio ritual.

Desarrollo del cristianismo en Japón

Durante el siglo XVI, la comunidad católica creció hasta superar las 300.000 personas. La ciudad costera de Nagasaki era su principal centro.

El gran promotor de este florecimiento de nuevos creyentes fue el jesuita Alessandro Valignano (1539-1606). Llegó a Japón en 1579 y le nombraron superior de la misión jesuita en las islas. Valignano era un sacerdote bien preparado (todos los jesuitas lo estaban en aquella época), fuerte en sus estudios como abogado.

El jesuita Alessandro Valignano

Antes de ser nombrado superior, había sido maestro de novicios y se había encargado de la formación de otro italiano, Matteo Ricci, que más tarde se haría famoso como misionero en China.

La principal intuición de Alessandro Valignano fue darse cuenta de la necesidad de que los jesuitas aprendieran y respetaran la lengua y la cultura de los pueblos que evangelizaban, desvinculando el anuncio del Evangelio de la pertenencia a una cultura y no a otra: la fe, según su visión, debía transmitirse a través de la inculturación, es decir, convertirse en parte integrante de la cultura local.

También quería que los autóctonos, los japoneses, se convirtieran en promotores y gestores de la misión en su país, en una especie de traspaso que en la época se consideró algo chocante.

Valignano fue también responsable del primer manual fundamental para misioneros en Japón, así como de una obra sobre las costumbres del País del Sol Naciente, entre ellas la famosa ceremonia del té, a la que pidió que se dedicara una sala en cada residencia jesuita, dada la gran importancia de este ritual en Oriente.

Gracias a la política misionera de inculturación practicada por Valignano, fueron varios los notables e intelectuales japoneses, entre ellos un buen número de daimyo, que se convirtieron a la fe cristiana o al menos mostraron un gran respeto por la nueva religión.

Reticencias ante las misiones

Dentro del régimen en el poder, el shogunato Tokugawa (el shogunato era una forma de oligarquía militar en la que el emperador sólo tenía un poder nominal, ya que en realidad era el shogun quien ejercía la jefatura política del país, asistido por los escuderos locales), y en particular el mariscal de la corona en Nagasaki, Toyotomi Hideyoshi, veían con creciente recelo la labor de los jesuitas.

Se temía que, a través de su misión evangelizadora, los misioneros extranjeros, reforzados también por el creciente número de conversos, pudieran suponer una amenaza para la estabilidad de su poder, dadas sus relaciones privilegiadas con países extranjeros. Y, pensándolo bien, esto era totalmente plausible: de hecho, Japón tenía un sistema de poder y una cultura que no consideraba en absoluto la vida de cada persona como algo de valor.

El propio sistema se basaba en la dominación de unos pocos nobles sobre la masa de ciudadanos, a los que se consideraba como animales (al bushi, el noble caballero, se le permitía incluso practicar el tameshigiri, es decir, probar una nueva espada matando a cualquier aldeano).

Todo podía y debía sacrificarse por el bien del Estado y de la «raza». Por tanto, no podía haber nada más amenazador, para este tipo de cultura, que el mensaje de quienes predicaban que toda vida humana es digna y que todos somos hijos de un mismo Dios.

El autorGerardo Ferrara

Escritor, historiador y experto en historia, política y cultura de Oriente Medio.

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica