Mientras rezaba entre unos olivos junto al torrente Cedrón, el Mesías fue capturado. Unos líderes judíos habían decidido dar fin a aquel que tozudamente sostenía que Dios se había encarnado.
Quizás pensaban que el Altísimo ya les había dado toda la revelación y que no quedaba nada más por aprender. A lo mejor creían que sus intelectos eran, si no la fuente, por lo menos el límite de la realidad.
Su problema, en el fondo, era de raíz filosófico, muy semejante a algo que llamamos incluso “contemporáneo”: dar por supuesto que solo existe lo que yo puedo comprender. Es decir, confundir lo real con lo racional, como hacía Hegel.
El panorama que Jesús Dios les había abierto a los judíos tenía la audacia de corregir algunos modos tradicionales de entender los mandatos divinos. La tradición, como medio eficaz de relacionarse con verdades archiconocidas, se había transformado en un fin en sí misma.
Para aquellas personas, la finalidad de sus vidas no era conocer y amar a Dios a través de unos actos de culto, sino simplemente repetir aquellos actos. Sus gafas se habían transformado en pantallas.
El proceso judío
Viniendo desde la bajada del Cedrón hasta su primer destino, la casa del todavía prestigioso ex-sumo sacerdote Anás, probablemente los soldados que llevaban a Jesús atado ingresaron en la ciudad vieja por la “puerta de los esenios”.
Es plausible que hayan pasado delante del cenáculo donde Cristo y sus discípulos habían celebrado la Eucaristía aquella misma noche, o que al menos hayan podido ver el edificio en la cercanía, pues ambos estaban a solo unas calles de distancia. Jesús seguramente habría echado una mirada hacia el cenáculo y habría relacionado su reciente “muerte” sacramental con su próxima muerte real.
Como afirman Mateo y Marcos, hubo una discusión en el Sanedrín aquella misma noche de jueves sobre el caso de Jesús, pero a lo que parece la del viernes por la mañana fue la decisiva, como cuenta Lucas.
La noche del jueves al viernes él la habría pasado en una especie de calabozo en esa misma casa de Anás, donde también estaría su yerno, el entonces sumo-sacerdote en cargo Caifás, el mismo que había dicho: “Conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Jn 11,50). De ese modo el caso ya quedaba juzgado de antemano.
Las acusaciones y condenas pasan de ser religiosas a políticas, supuestamente a fin de ganarse el apoyo romano para esa ejecución, que ya se preveía ruidosa en la ciudad. El silencio inicial de Jesús es elocuente, y sus torrenciales palabras –mezcla poderosa de fortaleza y mansedumbre– desvelan del todo lo que aún quedaba en el tintero.
Una capillita nepótica, celosa de su poder tan religioso como social, había liderado esa persecución mortal contra el hijo de María, sometiéndolo a un proceso más criminal que la más descabellada de las acusaciones que se le dirigían.
A diferencia de otros miembros de las altas clases judías, como Nicodemo o José de Arimatea, esos anónimos colaboradores de Anás y Caifás hicieron historia sin entrar en ella.
Mientras tanto, se imagina que los tres apóstoles que habían intentado orar con Jesús aquella noche en Getsemaní (Pedro, Juan y Santiago el Mayor) fueron avisar a los otros ocho (totalizando once, porque Judas Iscariote a esas alturas ya estaría lejos del grupo). Pedro les contaría que el Señor no le dejó detener a los soldados, pero que aún así le seguiría, y Juan se animaría a acompañarle.
Los demás, entre oraciones y angustias, se dispersarían para pasar quizás en vela la peor noche de sus vidas hasta entonces. Pedro, sin embargo, también cayó. Primero había sido la traición de Judas, después el abandono de los nueve, y por fin las negaciones del príncipe de los apóstoles. Solo Juan resistió, sostenido por las manos de María.
En las negaciones del valiente Pedro, ante la posibilidad de que también a él le quisieran matar, se distinguen mejor los contornos de la fortaleza de Jesús y de su amor por la voluntad de Dios Padre. De un lado están los soldados que caen por tierra al oír unas palabras del Señor; de otro, una criada es capaz de doblegar moralmente a un pescador impulsivo y con tendencias agresivas. ¡Qué contrastes, qué abismal diferencia entre Jesús y Pedro! Pero Pedro fue suficientemente valiente a punto de conseguir llorar por sus errores.
Dentro de la casa del sumo-sacerdote, en cambio, falta, además de Nicodemo y José de Arimatea, alguien más. ¿Por qué el Iscariote no estaba ahí para acusar a su Maestro, si ya lo había entregado? ¿Será que lo que quería comprar con las treinta monedas de plata no podía esperar ni hasta la mañana siguiente? ¿O a lo mejor en Getsemaní él quiso dar la impresión de que en realidad no estaba conduciendo aquella muchedumbre que iba a capturar a Jesús, sino que solo iba a saludar con un beso al Señor, y ahora le faltaba coraje para declararse frontalmente contrario a Cristo a punto de acusarle cara a cara? Es posible que se haya excusado diciendo que hacía falta un mínimo de dos testigos para que un testimonio fuera jurídicamente válido. ¡Cómo si aquel proceso fuera un primor de legalidad! De todos modos, nunca estuvo más claro que el pecado debilita la voluntad de la persona y la divide interiormente.
No obstante, justamente por eso todo pecador tiene por lo menos la mitad de su corazón aún buena, y está listo para ser perdonado y convertirse si se arrepiente con esperanza.
Al final, los miembros del Sanedrín consiguen una declaración abierta de Jesús confesando ser el Mesías, el Hijo de Dios. Es suficiente, religiosamente no queda nada más por averiguar. Ahora necesitan la crucifixión romana.
El proceso romano
La torre Antonia estaba en el barrio alto y ahí vivía Poncio Pilato, el procurador de Judea. El horario comercial del pretorio iniciaba a las nueve de la mañana desde que Pilato había asumido el cargo, el año que hoy llamamos 26 después de Cristo.
Unos del Sanedrín se habrían dirigido al procurador, quizás en latín, intentando convencerle para que condenara a aquel sedicioso, probablemente ya conocido de Pilato. A él tampoco le convenía oponerse sin más a los líderes judíos, porque tenían mucha influencia sobre la población local.
En tiempos de “Pax romana”, el mantenimiento del orden era considerado una gran virtud del gobernante. Así que les escucha, como también a Jesús, e intenta crear el menor número de enemistades posible para no complicarse la vida.
A Pilato no le importa saber qué es la verdad, sino solo qué clase de reino es el de este acusado. Otra vez se constata una tendencia llamada “contemporánea” ya presente hace veinte siglos: el desprecio por la verdad por creer que lo que “de verdad” importa es el poder, sea político, económico, religioso o cultural. La paleta de errores humanos de hecho es muy limitada.
Cuando Pilato se enteró de que Jesús era galileo, tuvo la idea de quitarse el peso de encima enviándolo a Antipas. Atraído por la Pascua, Herodes Antipas se encontraría en su palacio de Sión, en el mismo barrio alto. Pero a él Jesús no le dirigió palabra alguna. También Herodes le despreció, dice el Evangelio (cf. Lc 23,11), a Jesús que era la verdad (cf. Jn 14,6), y le devolvió a Pilato. A raíz de eso, por primera vez se hicieron amigos los despreciadores de la verdad. Anticipando el final de los tiempos, los perdidos ya se juntaban en un mismo lado.
Ni el sueño de su esposa (cf. Mt 27,19), ni la costumbre del indulto, ni la flagelación preventiva fueron capaces de persuadir al procurador romano a ser recto aquella vez. Hay que aclarar que las redacciones de los evangelios, por diversos motivos de orden histórico y religioso coyuntural, tienden a exculpar a Pilato y a culpabilizar más a los judíos, de modo que conviene ponderar la cuestión siguiendo más por las acciones concretas de cada persona que las palabras o relaciones causales que puedan estar siendo sugeridas.
La situación del procurador no era fácil, a lo mejor solo con un acto heroico saldría bien de aquel aprieto. Eventualmente debía afrontar toda una revuelta en su territorio si no condenara a Jesús. Sin embargo, él también cedió a la injusticia y prefirió dar muerte torturada a un inocente en vez de poner en riesgo su cargo político y quizás también su propia vida.
Son iguales, los hombres somos iguales: paganos, judíos, cristianos, ancianos, jóvenes, contemporáneos de Jesús, contemporáneos míos y tuyos.
Sin la ayuda de Dios, nosotros habríamos hecho lo mismo o incluso algo peor que aquellos del siglo I. Dentro de poco, ellos, como algún filósofo de anteayer, también dirían: “Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado”.