El Padre Santiago García del Hoyo, de 37 años, ordenado sacerdote en 2019 y destinado en la Antártida entre noviembre de 2020 y abril de 2021, ha hablado con Omnes. Procede de una familia de militares. Su abuelo, su padre y varios hermanos son oficiales del ejército y también tiene un tío oficial de la Armada. Antes de ingresar al seminario, estudió ingeniería industrial, pero lo dejó cuando descubrió que Dios le llamaba por otro camino.
En situaciones de tanta soledad, ¿se nota que la gente es más religiosa? ¿Acude más a la confesión o a el apoyo en el sacerdote?
—La vida en la Antártida es dura. Muy dura. La misión, de hecho, se considera de riesgo. Algunos acuden para obtener unos complementos extraordinarios y mejorar su situación económica, pero a veces uno puede quebrarse ante la rudeza de la misión. Otros van a la Antártida como una forma de huida, por ejemplo porque su situación matrimonial no es buena. A veces tomar distancia les ayuda, pero en ocasiones la lejanía familiar agudiza los problemas. Por eso se comprende que uno esté abierto a todo el apoyo moral que pueda encontrar. La tecnología además ha facilitado enormemente el acompañamiento espiritual, por ejemplo a través de whatsapp. Las primeras semanas y el último mes de la misión son los más difíciles de sobrellevar.
Algunos pocos se acercan más a Dios, mientras que otros encuentran un apoyo moral en un momento especialmente delicado. Sentir la grandeza de la inmensidad de la naturaleza blanca lleva a algunos a preguntarse por la existencia del creador, mientras que otros se hacen esas preguntas al sentir la soledad del lugar. Ahí se nota que la fe en Dios es el valor principal del ejército argentino. Las dificultades acercan a Dios, aunque evidentemente no a todos. Eso sí, en el largo viaje de regreso a casa en el buque de la armada, hay gente que retoma la catequesis, los sacramentos, se prepara para el matrimonio, etc.
¿A qué dedica el tiempo cada día un sacerdote que tiene unos fieles y unas posibilidades de actuación tan limitadas? ¿Se aprovecha para escribir, se está mucho en internet…?
—Yo tuve 157 días de navegación y hay pocos momentos con conexión a internet. El barco se mueve mucho, por lo que tampoco es fácil escribir. En mi caso, aproveché para leer bastante los primeros días, pero luego descubrí que el barco es como un cuartel, con gente siempre trabajando. Muchos te piden que bendigas sus tareas y lugares de trabajo, especialmente en los momentos de peligro. Cuando me quise dar cuenta tenía el día lleno de conversaciones sobre Dios con unos y con otros. Me pasaba todas las horas del día de un lado para otro para hablar con quien lo pidiera. No me aburrí. Apenas puedes descansar, de verdad que no alcanza el tiempo para dar apoyo espiritual y moral a la tropa.
Además, cada día había una Misa a la que asistían 10 o 20 personas. Algo menos al rosario y la coronilla de la divina misericordia, que también rezábamos todos los días.
¿Podría contar la anécdota más simpática o conmovedora que recuerda de la pastoral ártica?
—Recuerdo a un cabo que vino un día a Misa en el barco y me pidió confesarse. Como tenía pareja y una hija, le pregunté si estaba casado y me dijo que no. Le dije que no podía comulgar hasta que no regularizara su situación. Él no entendía las razones, pero hablábamos con frecuencia y empezó a asistir a Misa diariamente, a rezar el rosario. Recibió una intensa catequesis, llamó a su mujer desde el barco y le contó sus progresos. Seis meses más tarde, les casé en la base militar en la que vivían, y se confesaron varios miembros de la familia antes de la ceremonia.
¿Cómo se vivió la pandemia?
—Durante la pandemia nadie de la tripulación podía bajar del barco en los distintos puertos, algo bastante duro para los marineros. Para ayudar a afrontar la situación vino a bordo una psicóloga, pero al final ella también se quebró y tuve que ser yo el que la ayudó para que no se viniera abajo en algunos momentos. En fin, que al final la fe suple para ser consejero, psicólogo y lo que haga falta.
Aparte tuve que acompañar a siete personas cuyos padres fallecieron por el Covid, cuatro de ellos además coincidieron con las fiestas de Navidad.
Estar lejos de casa y vivir un duelo en alta mar no es fácil. Una cabo cocinera perdió a su padre. Recuerdo estar hablando con ella mientras trabajaba, en una de las zonas más profundas el barco. Se desató un temporal y las olas golpeaban el casco produciendo unos sonidos tremendos. Muchos objetos de la cocina bailaban de un lado para otro. Ella estaba tan afectada, que iba contándome sus sentimientos sin dar la menor importancia a lo que sucedía a nuestro alrededor.