Carta del Mayor Penitenciario, Cardenal Mauro Piacenza, con motivo de la solemnidad de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos, 2019.
Cuando escuchamos la palabra “Iglesia”, o cuando la pronunciamos en la profesión de fe dominical, ¿en qué pensamos realmente?
¿A dónde van nuestra mente y nuestro corazón?
¿Qué es, o más bien quién es, la Iglesia? ¿Qué idea tenemos de ella?
La respuesta auténtica a estas preguntas simples, pero fundamentales, solo puede conducir a la realidad agustiniana del Cristo total, a la Iglesia entendida no solo como una realidad humana, sino en su identidad divina-humana. La Iglesia es siempre Ecclesia de Trinitate; por lo tanto, debemos tener constantemente presente su dimensión celeste, tanto en la relación con el Misterio Trinitario, y en particular con la Cabeza que es Cristo, como en el abrazo sincrónico y diacrónico con todos los hermanos salvados, que ya han dejado este mundo.
Tal realidad teándrica de la Iglesia está admirablemente expresada en la Liturgia que, en su sabiduría, acerca la solemnidad de Todos los Santos a la conmemoración de los fieles difuntos, haciéndonos casi percibir, a través del calor de la Liturgia y la claridad de la catequesis que deriva de ella, el abrazo presente de Dios y de los hermanos.
En estos días santos, tanto en la reflexión personal, a los que nos sentimos universalmente motivados por la conmemoración afectuosa de nuestros seres queridos difuntos, como en la custodia de la meditación y de la oración, estamos llamados a extraer copiosamente del inagotable tesoro de la Comunión, que tiene su propia declinación particular en la realidad de la Indulgencia.
Cooperar con la participación en la Eucaristía, con la oración, con la penitencia y la práctica de la limosna, con las obras de misericordia, a la gran obra de la Redención realizada por Cristo, significa dejarse insertar por la gracia, con la ayuda de la propia libertad, en la obra misma de la Trinidad que, desde la creación hasta el Escathon, pasando por la primera alianza y la redención obrada por el Hijo, llama a todos los hombres a la comunión plena consigo.
La indulgencia es, análogamente hablando, el “todo en el fragmento”, ya que en ella se resumen la dimensión creatural, la redentora y la escatológica.
Beber en estos días santos del tesoro de la misericordia de la Iglesia, a través del ejercicio piadoso de la Indulgencia, aplicable a uno mismo o a un fiel difunto, significa también renovar la fe a través del sacramento de la Reconciliación, la Comunión sacramental recibida con las debidas disposiciones y la profesión del Credo de la Iglesia, junto con la oración según las intenciones del Sumo Pontífice. Con estos gestos simples y concretos, cada fiel reafirma su plena comunión con la Iglesia, renovando la aceptación de todos los bienes espirituales y sobrenaturales que derivan de esta participación.
Al mismo tiempo, como en todo acto humano, y más aún para los actos que inciden en la esfera religiosa, al hacerlo se fortalece la fe: doblando humildemente las rodillas en el confesionario, confesando todos los pecados con un corazón contrito e implorando la Divina Misericordia, el fiel no solo acoge la gracia sobrenatural de la Reconciliación, sino que con ese gesto reafirma también su propia fe, viéndola así fortalecida y fortalecida, objetivamente a través de la gracia y personalmente en virtud del concurso de su libertad.
¡Por lo tanto, vayamos, e incluso corramos al confesionario en estos días santos! Acojamos humilde y devotamente, alegre y generosamente el don de la Indulgencia plenaria y ofrezcámoslo, con gran generosidad, a nuestros hermanos que, tras cruzar el umbral del tiempo, ya no pueden hacer por sí mismos, pero aún pueden recibir mucho de nuestra caridad. Así, nuestra relación de amor con ellos continúa y se fortalece.
La Indulgencia es una declinación eficaz y accesible de la fe en la communio sanctorum, en la comunión de los santos, que da un horizonte amplio a nuestra existencia terrenal y nos recuerda, con extraordinaria eficacia, que nuestras acciones tienen un valor infinito, tanto porque son acciones humanas -y solo el hombre es capaz de realizar gestos auténticamente libres-, como porque, en este caso específico, son acciones humanas que tienen un valor sobrenatural.
Sea siempre generosa, pero especialmente en estos días santos, la disponibilidad de los confesores; la escucha generosa y buena y la participación orante en este lavado de regeneración, que hace descender una lluvia de gracia sobre la Iglesia, tendrá méritos infinitos ante el trono del Altísimo. ¡Se pueden adquirir más méritos en horas y horas de confesionario que en muchas reuniones “organizativas”, cuya utilidad y resultado todos conocemos…! En estos días, en el confesionario, cuántas ocasiones de consuelo, de aliento, cuántas lágrimas se pueden secar, como ocasiones propicias para poder ilustrar la realidad de la vida eterna, para estimular al perdón, a la ternura en las obras de misericordia, para hacer comprender el significado de la peregrinación cotidiana! ¡Pongamos todo el corazón en el ministerio de la escucha, del consuelo, de la orientación, del perdón!
Que los días que nos esperan sean una auténtica experiencia de renovación espiritual, en la que, redescubriendo la verdad de nuestra fe, declinada también en la simplicidad de los actos que sugiere la tradición espiritual, podemos ver nuestro corazón abierto a acoger, una y otra vez, aquellos dones de gracia que el Espíritu siempre otorga a la Iglesia, seguro de que también el compromiso que pueden comportar las obras de misericordia dará abundantes frutos en nuestra existencia personal, en la vida de la Iglesia y para el bien del mundo. Que la Santísima Virgen María, Madre de la Misericordia, Reina de todos los santos, Puerta del Cielo, sostenga el trabajo incansable de tantos sacerdotes beneméritos; sea mediadora de gracia para los corazones de los fieles de quienes ella es Abogada, e implore de la Clemencia divina el regalo inestimable de la entrada en el Paraíso de tantos de hermanos nuestros. ¡Su felicidad es nuestra felicidad!