Cultura

De Sixto V a Francisco, la Curia Romana en sus pasajes clave

El historiador de la Iglesia Roberto Regoli analiza la historia y los sucesivos cambios de la Curia romana hasta llegar a la reciente reforma establecida a través de Praedicate Evangelium.

Antonino Piccione·15 de abril de 2023·Tiempo de lectura: 8 minutos
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Foto: Un obispo y un cardenal tras el saludo de Navidad del Papa a la Curia en 2019. ©CNS photo/Paul Haring

Roberto Regoli es profesor de Historia Contemporánea de la Iglesia en la Pontificia Universidad Gregoriana, donde dirige el Departamento de Historia de la Iglesia y la revista «Archivum Historiae Pontificiae». Está especialmente interesado en la historia del Papado, la Curia romana y la diplomacia papal de los siglos XIX y XX y, además, es miembro de diversos organismos académicos y culturales de Europa y Estados Unidos. Ha escrito, editado o co-editado veinte libros.

¿Podemos decir que la constitución Praedicate Evangelium, publicada hace poco más de un año, marca, desde el punto de vista del desarrollo de la Curia romana, uno de los pasajes clave de una historia de reformas, fruto de una vitalidad de procesos institucionales y, sin embargo, dominada por el peso y la figura del Sumo Pontífice?

– La premisa puede parecer banal, pero no lo es: el obispo de Roma no gobierna solo, siempre ha tenido a su lado órganos que le asisten, desde los Sínodos a los Consistorios y las Congregaciones de Cardenales. A lo largo de la historia, estos órganos han cambiado, han muerto o se han añadido otros nuevos.

Mientras que en el primer milenio el obispo de Roma gobernaba ordinariamente a través de los Sínodos Romanos, con la llegada de los cardenales y, en consecuencia, del Sacro Colegio, el Papa gobernaba sobre todo a través del Consistorio de Cardenales, que normalmente se reunía una o dos veces por semana. Existía en la Iglesia lo que hoy podríamos llamar un «consistorio».

Antes de evaluar el impacto del Praedicate Evangelium e identificar sus innovaciones más relevantes, centrémonos en las reformas que han afectado a la Curia a lo largo de los siglos, a partir de las visiones eclesiológicas que las inspiraron.

– Durante el pontificado del papa Sixto V, con la constitución Immensa Aeterni Dei (22 de enero de 1588), se crearon las Congregaciones de Cardenales: asambleas especializadas de cardenales, convocadas por el papa para pedir consejo sobre asuntos recibidos en Roma.

Este sistema de gobierno se basa en el cardenalato, como corresponde a una eclesiología de la época, que identificaba de algún modo un origen divino del cardenalato. Hay claras alusiones en la bula de Sixto V Postquam verus ille (3 de diciembre de 1586), cuando establece un paralelismo entre el colegio de apóstoles que asistía a Cristo y el colegio cardenalicio que asiste al pontífice.

Con la reforma de 1588, la centralidad del papado dentro de la visión eclesial llevó a establecer una asimilación ya no entre Pedro y el obispo de Roma, por una parte, y el colegio de los apóstoles y el colegio cardenalicio, por otra, sino entre el Papa y Cristo, designados ambos como cabeza del cuerpo por debajo del cual se encontraban todos los demás miembros, entre los cuales los cardenales eran los más nobles y excelentes.

Durante varios siglos, el sistema de las Congregaciones conservó su centralidad en el gobierno de la Iglesia: ¿es así?

– De hecho, no hubo cambios significativos hasta que, entre los siglos XIX y XX, los cardenales fueron excluidos de los procesos decisorios para intervenir sólo en la fase final, con lo que la tradicional acción colegial de la Curia perdió su razón de ser en favor de la eficacia de las respuestas a las múltiples exigencias eclesiales y mundanas.

La reforma de Pío X (Sapienti consilio, 29 de junio de 1908) pretende centralizar el gobierno de la Iglesia y modernizarlo al mismo tiempo. Se pasa de 21 a 11 Congregaciones y de 6 a 3 Secretarías. Se refuerza el papel de la Secretaría de Estado, la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y la Secretaría para los Breves pasan a estar bajo su dirección, y varios países (Gran Bretaña, Holanda, Estados Unidos, Canadá) antes dependientes de Propaganda fide pasan a estar bajo su jurisdicción. Una reestructuración, nada más, que no afecta en lo más mínimo al sistema de Congregaciones.

Antes de que el debate conciliar se acalorase, fue Pablo VI quien decidió eliminar la cuestión de la Curia de la agenda del Vaticano II, comprometiéndose a una reforma, que se llevó a cabo efectivamente en 1967 mediante la constitución Regimini Ecclesiae universae. ¿Cuáles fueron los cambios más significativos?

– Con Pablo VI, antiguo sustituto y pro-secretario de Estado, hombre de aparato, con una considerable capacidad para controlar la máquina administrativa, se tiende a reforzar el papel de la Secretaría de Estado en el seno de la Curia, en la medida en que se define su «primacía […] sobre los demás dicasterios»: una especie de primer ministro con poderes de coordinación.

Se trata de una reforma general y profunda, basada también en criterios pastorales (Promoción de la Unidad de los Cristianos, no cristianos y no creyentes, Consejo para los Laicos, Comisión Iustitia et Pax). Se reconoce el papel de una Iglesia en diálogo con otras religiones y con la sociedad civil.

Además, aumentan las oportunidades de colaboración entre la Curia y la Iglesia universal, gracias a la internacionalización más incisiva de la Curia, a la implicación de los obispos residenciales como miembros de las Congregaciones y a la restitución o concesión a los obispos de muchas facultades reservadas a la Santa Sede. Para facilitar el relevo generacional, los nombramientos pasaron a ser temporales (5 años), aunque renovables, para los jefes de dicasterio, al igual que para los miembros componentes, los prelados secretarios y los consultores.

A pesar de las numerosas referencias historiográficas al hecho de que la reforma de Pablo VI debe concebirse en el marco eclesiológico del Concilio Vaticano II, este planteamiento no resiste la comparación con las normas y la práctica. La reforma de Montini, en efecto, tiene un sustancial planteamiento monárquico, que ya entonces aparecía como una novedad en relación con el estilo colegial típico de la Curia romana en los tiempos modernos y contemporáneos, novedad que tenía premisas en los pontificados de Pío XI y Pío XII.

La reforma centralizadora paulina preveía que la administración fuera dirigida por un monarca, inmediatamente por debajo del cual sólo estaba el Secretario de Estado, considerado un ejecutor de los deseos papales.

Esto se aprecia en la elección del candidato al puesto, que recayó en el cardenal Jean-Marie Villot (1905-1979), procedente del mundo pastoral y que parecía un colegial al lado de Pablo VI. Este enfoque se manifestó también en la creación por el Papa del Sínodo de los Obispos (1965). De alguna manera se pasa de la Consistorialidad a la colegialidad. El Sínodo, instrumento de una colegialidad más afectiva que efectiva (el Sínodo no toma decisiones), no disminuyó sin embargo la centralidad de la Santa Sede.

Con Juan Pablo II primero y Benedicto XVI después, ¿estamos ante un cambio de paradigma, que se traduce en un nuevo estilo y concepto de gobierno?

– La reforma general de la Curia en 1988, con la Constitución Apostólica Pastor Bonus de 29 de junio, acentúa el aspecto pastoral del servicio de todos los organismos, pero sobre todo introduce algunos cambios estructurales. La Secretaría de Estado ve reforzada su preeminencia sobre los demás dicasterios al organizarse en dos secciones, Asuntos Generales y Relaciones con los Estados.

El cardenal Sebastiano Baggio afirma que: «Por primera vez en la historia, la Curia romana se concibe y se renueva a la luz de la eclesiología de comunión, que ni la Immensa, ni el Sapienti consilio, ni la misma Regimini supieron evidentemente tener en cuenta, aunque su autor advirtiera que necesitaría una revisión y una profundización».

Esta autoconciencia institucional, sin embargo, no parece resistir la comparación con la praxis, en el sentido de que se trata de una visión más declamada que realizada. Benedicto XVI se erige en ejecutor y fiscal silencioso de las líneas de pontificados anteriores con un enfoque menos monárquico que el de Montini, lo que parecía, como ya se ha dicho, una novedad en relación con el estilo colegial típico de la Curia romana.

Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI prefirieron un modo de gobierno distinto, debido a sus diferentes temperamentos y estilos de gobernar: una especie de gobierno por delegación, después de haber proporcionado las grandes líneas de acción (salvo en los expedientes que respectivamente tenían más a pecho y seguían en detalle).

En esta larga historia, cuyos hitos hemos recorrido, se encuentra la reforma del Papa Francisco, que sólo será eficaz si se lleva a cabo con hombres «renovados» y no simplemente con hombres «nuevos»», según palabras del propio pontífice. Sólo el futuro podrá decirnos sobre la bondad y el éxito del Praedicate Evangelium. En cualquier caso, ¿qué cambia realmente?

– Podríamos responder: nada, un poco, mucho. Nada, porque se mantiene la estructura básica de la Curia instaurada por Sixto V en 1588, compuesta por Tribunales, Oficinas, Secretarías y Congregaciones. Aunque a través de creaciones, supresiones, reorganización de competencias, fusiones, basadas en un método pragmático. Cambia poco, en la medida en que el horizonte marcado de la reforma es el de la mayor implicación de las Iglesias locales en la administración central de la Curia romana, pero este planteamiento ya estaba bien presente en la reforma de Pablo VI de 1967 y de facto con Pío XII se había puesto en marcha el camino irreversible de la internacionalización de los componentes de la Curia romana y del Sacro Colegio, que es la primera y real implicación de la periferia en el centro romano. 

También hay que señalar que la estructura de una Secretaría, a diferencia de la de una Congregación o un Dicasterio, tiene como objetivo la gestión rápida de los expedientes. De hecho, mientras que una Congregación tiene por naturaleza una gestión colegiada, las Secretarías siguen un modelo vertical.

En este punto, es comprensible que la novedad de los dos Secretariados en los primeros años del pontificado se refiriera precisamente a la comunicación y a la economía, ámbitos en los que un método colegial pondría en duda la eficacia de las respuestas a las exigencias de la realidad. Sólo en el caso de la comunicación se volvió finalmente a un modelo de Dicasterio, porque, más allá de la eficacia, existía probablemente la necesidad de gestionar una cantidad no indiferente de estructuras relacionadas. En cuanto a la Secretaría de Estado, se le retiran las competencias relativas al personal de la Santa Sede y a la gestión autónoma de las finanzas y las inversiones.

Al mismo tiempo, la reforma crea una Sección III para el Personal Diplomático de la Santa Sede, bajo la dirección del Secretario para las Representaciones Pontificias, con la ayuda de un Subsecretario, y dentro de la Sección II crea una nueva figura, un Subsecretario dedicado a la diplomacia multilateral. En cierto modo, se vuelve a un modelo anterior de Secretaría de Estado, el de la época moderna. Otro elemento de recuperación del pasado, en clave reformista, es la presidencia de algunos organismos que han quedado en manos del Santo Padre, como el Dicasterio para la Evangelización. Además, una de las secciones del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral aborda la preocupación por los refugiados y los inmigrantes. Esta sección queda ad tempus bajo la autoridad directa e inmediata del Pontífice. Otra decisión paradigmática es la elevación de la Limosneria al Dicasterio para el Servicio de la Caridad, por encima de la incidencia real de gobierno. Por otra parte, sin embargo, los gestos valen más que los textos. El pontificado de Francisco parece seguir un estilo de gobierno más cercano al de Pablo VI, según una implicación más directa del papa en la gestión de los expedientes.

Por último, la reforma cambia mucho con respecto al pasado, siempre según una lectura histórica. En primer lugar, el método. Por primera vez, la reforma de la Curia es llevada a cabo por prelados no curiales: el conocido Consejo de Cardenales, en su evolución, sólo ve sentarse al Secretario de Estado como representante de la Curia. También por primera vez participa el episcopado mundial. En las primeras páginas de la constitución Praedicate Evangelium, de hecho, se afirma explícitamente que «La Curia Romana está al servicio del Papa […] el trabajo de la Curia Romana está también en relación orgánica con el Colegio Episcopal y con los Obispos individuales, y también con las Conferencias Episcopales y sus Uniones regionales y continentales, y las Estructuras Jerárquicas Orientales, […]».

Y en otro pasaje se reitera que la Curia Romana «está al servicio del Papa, sucesor de Pedro, y de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, según las modalidades propias de la naturaleza de cada uno».

Se trata, sin embargo, de pasajes que deben leerse junto con el muy importante sobre la participación de los laicos en el gobierno central de la Iglesia católica: «Cada institución curial realiza su misión en virtud de la potestad recibida del Romano Pontífice, en cuyo nombre actúa con poder vicario en el ejercicio de su munus primaziale.

Por esta razón, cualquier fiel puede presidir un Dicasterio u Organismo, dada su particular competencia, potestad de gobierno y función». Con la clara implicación de los laicos, pasamos de la eclesiología de la colegialidad a la de la sinodalidad, donde por sinodal se entiende no un genérico «caminar juntos», sino más propiamente un caminar juntos de todos también en funciones de gobierno.

El autorAntonino Piccione

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