Ilustre Papa:
Te escribo con gratitud.
Hace algunos años recibí tu libro “Ilustrísimos Señores“, que era una colección de cartas que escribiste a hombres y mujeres ilustres y publicaste en prensa. Gracias a este libro, “aprendí” a leer, me enamoré de la literatura. Tu libro me animó a leer más libros y me enseñó a leerlos, es decir, a hacer que los personajes y los autores estén siempre presentes y a ser un interlocutor con ellos. La lectura se ha convertido en un encuentro, en un diálogo, gracias a ti.
Me ha gustado mucho tu libro y he deseado leer más escritos tuyos. Me atrevo a decir que he leído todas tus proclamaciones como Papa. Fueron treinta y tres días de papado para ti, así que fue un proyecto fácil de realizar. Descubrí que no abandonaste tu estilo en tus audiencias y discursos como Papa. Las figuras literarias y los ejemplos no dejaron de aparecer en tu discurso. Era un estilo que me gustaba mucho.
En tu libro Ilustrísimos Señores, escribiste a autores que me gustaban, me abriste nuevos horizontes para descubrir también a otros autores. Por supuesto, no has escrito a todos los autores ilustres, pero sí a escritores como Charles Dickens, Mark Twain, Alessandro Manzoni, Johann Goethe, Chesterton o a personajes literarios como Pinocho o Penélope, etc. Recuerdo que le contaste a Mark Twain la reacción que te produjo citarlo. Escribiste: “Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les decía: Ahora os voy a contar otra de Mark Twain. Temo, en cambio, que mis diocesanos se escandalicen: ´¡Un obispo que cita a Mark Twain!`”.
Aunque no escribiste específicamente a Shakespeare, lo mencionaste. Lo mismo con León Tolstoi, que sus cuentos entraron en tus cartas a otros hombres ilustres, aunque no recibiera una carta personal. No me cabe duda de que habrías escrito a más autores ilustres si el tiempo te lo hubiera permitido. Probablemente habrías escrito a Albert Camus, Stefan Zweig, C. S. Lewis, Jane Austen, Solzhenitsyn, y quizá a personajes literarios como Don Quijote de la Mancha o Cristina, hija de Lavrans, Frodo, Samsagaz, y a Monsieur Myriel de «Los Miserables», de Victor Hugo. También habrías entrado en contacto con más literatos de todo el mundo, con Chinua Achebe, con Confucio, con Shūsaku Endō, etc.
Sí que escribiste a santos; supongo que san Francisco de Sales era tu favorito. Recibió una carta e hizo muchas apariciones en otras cartas. Era tu teólogo del amor. También habrías escrito a otros santos recientes. Tal vez a san Josemaría Escrivá sobre la necesidad de la santidad para todas las personas, como destacabas en tu carta a san Francisco de Sales. Hablabas de ser devoto y de cómo “la santidad deja de ser un privilegio de los conventos y se hace poder y deber de todos”. La santidad es una empresa ordinaria que el hombre puede lograr “con el cumplimiento de los deberes comunes de cada día, pero no de una manera común”. Estas son tus palabras, y fue lo que enseñó san Josemaría.
Acabo de descubrir que tu habías escrito sobre él en otro artículo en Il Gazzettino, el 25 de julio de 1978, un mes antes de ser elegido Papa. Por supuesto, en el artículo hacías referencia a san Francisco de Sales e incluso decías que san Josemaría iba más allá que él en algunos aspectos. Tú has dicho que la fe y el trabajo hecho con competencia van de la mano y que son “las dos alas de la santidad”. Pues bien, no sé si te hubiese gustado esta imagen que yo utilizaría ahora para describir la fe y el trabajo competente: ¿Y si las comparo con las dos hojas de una tijera? ¿Se atrevería alguien a decir que una de las hojas no es necesaria? Dime qué te parece mi imagen. La he sacado de C. S. Lewis.
Bueno, seguro que también habrías escrito a los padres de Santa Teresa de Lisieux. Recibiste con alegría la noticia de la causa de su beatificación en tu carta a Lemuel, rey de Masá. Estoy seguro de que estarías encantado de que son santos ahora.
Hablaste con poetas, madres, reinas, jóvenes y ancianos, etc. Hablaste con Pinocho y lo comparaste con tus experiencias infantiles. Hablaste también con los ancianos, como en tu carta a Alvise Cornaro en la que decías que “los problemas de los ancianos son hoy más complicados que en la época de usted y, tal vez, humanamente más profundos, pero el remedio clave, querido Cornaro, sigue siendo el de usted: reaccionar contra todo pesimismo o egoísmo”.
Pero lo que me enseñaste, sobre todo, fue cómo mantener ese diálogo y cómo puede ser la naturaleza de ese encuentro. Mostraste cómo equilibrar un diálogo entre generaciones. Evitaste quedarte anclado en una vieja forma de hacer las cosas y aceptaste la realidad de tu tiempo. Supiste poner en diálogo a las distintas generaciones. No consideraste lo viejo como algo anticuado ni lo nuevo como lo único relevante. Este desfase entre generaciones puede compararse a cuando uno llega a las doce del mediodía a una reunión programada a las nueve de la mañana. Si la conversación se ha desarrollado durante las tres horas anteriores, la persona que llega tarde se habrá perdido muchos detalles y caerá en el peligro de repetir lo que ya se ha dicho. Es esta capacidad de incorporar la conversación iniciada a las nueve al momento presente la que has mostrado en tus cartas. En tus cartas tenías conversaciones sobre varios temas: el feminismo, la educación, la castidad, las vacaciones, las ”fakenews” y el relativismo e incluso tienes una carta a un pintor anónimo. Eras un hombre que sabía conversar.
Te escribo con gratitud también porque me enseñaste que los libros se pueden releer como tú hiciste muchas veces en el aniversario del nacimiento o la muerte de un autor, o en cualquier otra ocasión. He vuelto a releer tu libro con motivo de tu beatificación este año tal y como me enseñaste. Espero que la gente tenga la oportunidad de leer esas cartas tuyas con esta ocasión.
“Hagamos el elogio de los hombres ilustres, de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido.” – Eclesiástico 44,1.10
Ilustre Albino, te escribo porque ahora eres uno de los hombres ilustres. Eres ilustre no por tu capacidad literaria, sino por tu santidad, que la Iglesia reconocerá pronto con tu beatificación. Me has enseñado a ser interlocutor -en tu carta a San Lucas Evangelista y en tu carta a Jesús-, a dialogar con los personajes del Evangelio y a dialogar con Cristo. Esta fue la fuente de tu santidad. Eras un hombre de oración, un hombre que dialogaba con Dios. Cuando escribiste a Jesús, le escribiste temblando, mostrando que tenías una conversación constante con Él. En tu carta, escribiste que:
“Querido Jesús:
He sido objeto de algunas críticas. «Es obispo, es cardenal —dicen—, ha trabajado agotadoramente escribiendo cartas en todas direcciones: a M. Twain, a Péguy, a Casella, a Penélope, a Dickens, a Marlowe, a Goldoni y a no sé cuántos más. ¡Y ni una sola línea a Jesucristo!»
Tú lo sabes. Yo me esfuerzo por mantener contigo un coloquio continuo. Pero traducido en carta me resulta difícil: son cosas personales. ¡Y tan insignificantes!”
Tenías una conversación constante con Cristo. Esta es la verdadera fuente de tu ilustre naturaleza y lo que me has enseñado que es de primordial importancia. Terminabas tu carta a Cristo diciendo que “lo importante no es que uno escriba sobre Cristo, sino que muchos amen e imiten a Cristo”.
Te escribo con gratitud porque eres un hombre humilde. Tomaste “Humilitas” como lema episcopal. En tu carta al rey David, manifestaste una dimensión de esto y cuántas veces trataste de enterrar la soberbia que tenías. Muchas veces hiciste un funeral y cantaste el réquiem a la soberbia. Sobre esto, le dijiste al rey David que, “me alegra cuando la encuentro, por ejemplo, en el breve salmo 130, escrito por vos. Decís en aquel salmo: Señor, mi corazón no se ensoberbece. Yo trato de seguir vuestro paso, pero por desgracia, he de limitarme a pedir: ¡Señor, deseo que mi corazón no corra tras pensamientos soberbios…!
¡Demasiado poco para un obispo!, diréis. Lo comprendo, pero la verdad es que cien veces he celebrado los funerales de mi soberbia, creyendo haberla enterrado a dos metros bajo tierra con tanto ”requiescat”, y cien veces la he visto levantarse de nuevo más despierta que antes: me he dado cuenta de que todavía me desagradaban las críticas, que las alabanzas, por el contrario, me halagaban, que me preocupaba el juicio de los demás sobre mí.”
Fue la virtud de la humildad la que recomendaste también en tu primera audiencia general como Papa. No sólo recomendaste la virtud de la humildad, sino que también te consideraste el más bajo. Le escribiste a Mark Twain mostrándole cómo te considerabas el más bajo entre los obispos.
“Como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de obispos. Algunos, en efecto, parecen águilas que planean con documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan maravillosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar, tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos. Yo, querido Twain, pertenezco a esta última categoría.”
Te escribo con gratitud porque has hablado de nuestro servicio a la Verdad. Somos servidores y no dueños de la Verdad. Esto es lo que escribiste en tu agenda pontificia personal. Te convertiste en un colaborador de la Verdad. Nos enseñaste a buscar la verdad con docilidad reconociendo el hecho de que no la creamos. Escribiste a Quintiliano sobre la educación y sobre cómo buscar la verdad a través de ella. Escribiste que “la dependencia es algo natural en la mente, la cual no crea la verdad, sino que sólo debe inclinarse ante ella, venga de donde venga; si no nos aprovechamos de las enseñanzas de otros, perderemos mucho tiempo buscando las verdades ya adquiridas; no es posible lograr siempre descubrimientos originales; frecuentemente basta con estar críticamente ciertos de los descubrimientos ya realizados; por último, la docilidad es también una virtud útil. […] Por otra parte, ¿qué es mejor? ¿Ser confidentes de las grandes ideas o autores originales de ideas mediocres?”
No hacemos nuestras verdades, sino que aprendemos de los que nos han precedido y a su vez nos convertimos en colaboradores de la verdad. Incluso mostraste cómo podemos servir fácilmente a la verdad mediante imágenes y ejemplos de la literatura. Diste a conocer muchas de tus enseñanzas a través de imágenes literarias. Incluso diste un caso en el que explicaste la incoherencia del relativismo religioso utilizando un relato de Tolstoi. Al final, dijiste que “lo que Rahner no consigue en ocasiones aclarar con sus volúmenes de teología, ¡puede resolverlo Tolstoi con una sencilla historieta!”
Te escribo con gratitud porque has hablado de la alegría y de la caridad que la acompaña. Se te conoce como el Papa de la sonrisa. Cuando escribiste a santa Teresa de Lisieux, hablaste de una alegría que es caridad exquisita cuando se comparte. Contaste la historia del irlandés al que Cristo pidió entrar en el paraíso por cómo comunicaba su alegría. Cristo le dijo: “estaba triste, decaído, postrado y tú viniste y contaste unos cuantos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo. ¡Al paraíso!” En su tercera audiencia general como Papa, tú hablaste de cómo santo Tomás declaró que bromear y hacer sonreír a la gente era una virtud. Dijo que estaba “en la línea de la ´alegre nueva` predicada por Cristo, de la ”hilaritas” recomendada por san Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino”.
Tu eres el Papa de la sonrisa. Tus escritos irradian alegría, así como tu catequesis. Eras un hombre de alegría, de buen humor.
Te escribo con gratitud porque tú también tenías en alta estima la gratitud. La elección de tu nombre es en sí misma un ejemplo concreto de tu espíritu de gratitud. En tu primer discurso del Ángelus dijiste cómo la gratitud hacia los dos Papas anteriores, Juan XXIII y Pablo VI, te llevó a elegir por primera vez un nombre binomial. Lo explicaste bien en tu primer discurso del Ángelus. He escuchado la grabación de este discurso en la página web de la fundación creada en tu nombre por el Vaticano. He disfrutado escuchando el discurso con tu propia voz. Uno puede imaginarse cómo te pusiste rojo cuando Pablo VI puso la estola sobre tus hombros como dices en ese discurso.
He hecho pública mi primera carta a un ilustre. No dudo que te gustaría que estas cartas, que estos diálogos, continuasen con otros hombres ilustres. Trataríamos de mantener tu legado, sobre todo el de tu santidad. Con alegría estaríamos celebrando tu beatificación.
Si esta carta ha sido un poco barroca y con muchos detalles, es probablemente porque he intentado copiar el estilo de tus cartas y lo he hecho mal. En tus cartas no faltaban ejemplos de textos. Te escribo como te gustaba escribir. Quizás a ti también te gustaría leerlo así.