Impulsor de su generación al publicar la famosa antología Poesía española (con dos versiones, la de 1932 y la de 1934), en la que consiguió aunar lo más granado de la lírica española de los treinta primeros años del siglo XX, el prestigio intelectual y humano de Gerardo Diego nadie lo ha puesto nunca en duda, hasta el punto de que, con una obra literaria muy abierta a las distintas tendencias que se fueron produciendo a lo largo de su vida, supo no sólo aunar tradición y modernidad sino mantener una voz propia, reconocible, que le valió, entre otros muchos galardones, el prestigioso Premio Cervantes en 1979 (aunque ese año lo recibiera ex aequo con Jorge Luis Borges). De él afirmó Ernestina de Champourcin que era un “católico poeta”, aseveración corroborada tanto por sus trabajos de explícito sentir religioso como por el aire trascendente que respira algún que otro libro aislado (en concreto, estoy pensando en el titulado Cementerio Civil, de 1972), aunque, a decir verdad, su enorme coherencia, hace que toda su creación literaria, así como su persona, desprenda el sello de una fe vivida a lo largo de su existencia.
Cuatro son sus títulos esenciales en la que está especialmente presente el tema religioso: una obra de teatro, El cerezo y la palmera (Retablo escénico en forma de tríptico), y tres poemarios: Viacrucis, Ángeles de Compostela y Versos divinos. De él es llamativo que en unos tiempos tan complejos como los que le tocó vivir –las vanguardias artísticas de los años veinte–, consiguiera mantener persistentemente esa aptitud de absorción de aquellos momentos históricos pero sin perder en ninguna ocasión la más mínima pizca de la formación cristiana que había recibido de pequeño en su hogar. Se explica, pues, en cierto modo: el padre del poeta, tras enviudar de su primer matrimonio, del que tuvo tres hijos, volvió a casarse, aumentando la prole con siete descendientes más, del que Gerardo fue el menor. De esos diez hermanos, dos profesaron en la Compañía de Jesús (Sandalio y Leonardo) y una (Flora) en la Orden de la Compañía de María.
Se supone que el ambiente de su casa era lo suficientemente vivo en cuestiones religiosas como para entender que sus progenitores acertaron a inculcar en sus hijos lo que ellos vivían. De hecho, en el prólogo que Elena Diego hace en el año 2000 para la reedición del libro de su padre Mi Santander, mi cuna, mi palabra, recoge unas palabras del mismísimo poeta que así lo ratifica: “Yo no agradeceré nunca bastante a mis padres el ser ellos muy cristianos, muy piadosos y caritativos; en casa siempre había personas, más o menos de la familia, comiendo y aun durmiendo, porque venían y no tenían otro sitio mejor donde ir”. Y es esa idiosincrasia, heredada de sus ascendientes, repito, la que enriquecerá y centrará su vocación de poeta, de la que, como he dicho más arriba, se manifiesta en varios libros de temática religiosa, entre los que, en esta ocasión, quiero destacar sus Versos divinos –precisamente dedicados a la memoria de su padre–, tal vez porque son el mejor reclamo para conocer su hondura espiritual: un libro este de enorme calidad literaria y, acaso, de lo más hondo e intenso en poesía religiosa española que se ha escrito en el siglo XX.
La edición que he elegido para nuestro acercamiento a su autor es la de 1971 –accesible a través de la Fundación Gerardo Diego–, donde se contienen composiciones de muy diversa factura y en las que, quizás, el elemento de unión lo marquen en concreto los asuntos religiosos. Poemario, por otra parte, que puede servir de iniciación para asomarse a la obra poética gerardiana ya que la podría haber planteado como una compilación de su quehacer lírico de sentido meramente católico. En ese conjunto, el poema más conocido–lo aprendí de memoria en mi mocedad–, es, quizás, aquel de ambientación navideña que lleva por título La palmera, perteneciente a Navidad, una de las nueve secciones del poemario. El texto reza así: “Si la palmera pudiera / volverse tan niña, niña, / como cuando era una niña / con cintura de pulsera. / Para que el Niño la viera…/ Si la palmera tuviera / las patas del borriquillo, / las alas de Gabrielillo. / Para cuando el Niño quiera, / correr, volar a su vera… / Si la palmera supiera / que sus palmas algún día… / Si la palmera supiera / por qué la Virgen María / la mira… Si ella tuviera… / Si la palmera pudiera… /… la palmera…”. Ese juego musical, cargado de elementos tiernos y afectivos (el Niño, la Virgen, el borriquillo, Gabrielillo) con la repetición continua de la palabra “palmera” y el ritmo melódico de los versos con frecuentes terminaciones en -era fueron quizás el gran estímulo, en mi adolescencia, para que la poesía del cántabro me empezara a resultar simpática y accesible.
Salvo la composición inicial, Creer, de 1934, puerta clave para asimilar el resto de los poemas –sin la fe católica éstos serían incomprensibles para el lector, parece decirnos Gerardo Diego con este arranque–, los distintos apartados quedan divididos conforme a las fechas en que se fueron publicando. De esta manera, la primera parte la forma el libro íntegro Viacrucis, de 1924, a la que le siguen las secciones Navidad, María, Santísimo Sacramento, Santos, Varia, Biblia y Jesús, constituyendo el apartado más amplio el dedicado a la Virgen.
¿Por qué arrancar leyendo o releyendo los Versos divinos? Sencillamente porque constituyen un encuentro sublime con la poesía moderna de carácter religioso, aquella que sin perder su tono clásico deja vía libre a la serenidad y a la alegría que da el encuentro con Dios o con su madre, y manifiesta sobradamente el fervor de un hombre creyente, auténtico, convencido de que su poesía le resultó un lugar de oración y de celebración de la fe. n