Hace poco menos de diez años fallecía a los 85 años en una residencia en Richland County, Wisconsin (Estados Unidos) —bajo el nombre de Lana Peters— la hija de Stalin (1878-1953), el artífice de la más horrenda y sanguinaria dictadura comunista del siglo XX. Svetlana, nacida en 1926 de su segunda esposa Nadezhda Alliluieva, fue la única hija mujer de Stalin. Svetlana, niña de pelo rojizo y ojos azules, era llamada por su padre “la pequeña mariposa”. Su padre sentía debilidad por ella, la “princesa del Kremlin”. “La única persona que podía suavizar a Stalin era Svetlana”, pone en boca de su madre la reciente biógrafa Rosemary Sullivan (La hija de Stalin: la extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Alliluieva, p. 188).
Nos resulta paradójica la imagen tierna de este aterrador personaje quien, además de haber construido un imperio de persecución ideológica y política, negó a las personas cualquier libertad religiosa. Como ha expresado Borges en su Evangelio Apócrifo: “Desdichado el pobre de espíritu porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra”. Nunca hubiera imaginado Stalin que las alas de su querida mariposa volasen finalmente hacia ese Dios cuyo rostro le habían negado conocer y amar. En sus Veinte cartas a un amigo escribe Svetlana en 1963 desde Zhúkovka, cerca de Moscú: “Yo creo que ahora, en nuestro tiempo, la fe en Dios es precisamente la fe en el bien, y que el bien es más poderoso que el mal, y tarde o temprano triunfará, vencerá” (Rusia, mi padre y yo, 1967, p. 111).
“La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, expresó Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura en 1982. Quizá por esto nos ha resultado impactante este libro autobiográfico de Svetlana Stalin. Mediante el recurso de las cartas a un amigo, las emociones puestas en juego y las palabras que ha elegido para narrarlas atrapan al lector. El clímax está en el suicidio de su madre con una pequeña pistola —cuando Svetlana contaba apenas seis años— a causa de un enfrentamiento con su marido. Nos conmueve profundamente que Svetlana haya podido vislumbrar en su interioridad algún atisbo de esperanza, en medio de una vida llena de conflictos y hostilidades.
Sus días transcurrieron dentro de los muros del Kremlin, con la policía secreta en la escuela, en las calles, en las reuniones de amigos, en los paseos por el jardín, a cada paso; a esto podemos agregar sus diversos matrimonios y amores desavenidos, ajetreadas y problemáticas mudanzas en busca de una vida más humana, una estampa de soledad adosada a su paso por la vida y la desaparición de muchos de los que amaba por ser opositores al régimen. En esta encrucijada de situaciones adversas, pudo forjar una fe genuina y una lírica relación con el Dios de la esperanza: “Señor, ¡cuán hermoso y perfecto es Tu mundo: cada hierbecita, cada florecilla y cada diminuta hoja! Y Tú aún sigues ayudando y sosteniendo al hombre en esta pavorosa y enloquecida aglomeración, donde únicamente la naturaleza, eterna y poderosa, le da fuerzas y consuelo, equilibrio espiritual y armonía” (p. 110).
En 1963 abandona el ateísmo en el que había sido educada y recibe el bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa en la iglesia de la Deposición del Manto de la Virgen, de Moscú. “Cuando cumplí 35 años, después de haber vivido y visto no pocas cosas, pese a haber recibido de la sociedad y de mi familia una educación materialista y atea desde la infancia, me situé junto a aquellos para quienes es inconcebible vivir sin Dios. Y soy feliz de que así haya ocurrido” (p. 111). Svetlana siempre recordaría las palabras de consuelo del padre Nikolái Golubtsov: “Dijo que Dios me amaba, aunque fuera la hija de Stalin”.
“La hija de Stalin, siempre viviendo a la sombra del nombre de su padre, nunca encontraría un lugar seguro para aterrizar”, escribirá Sullivan (p. 25). En 1967 abandonaba la Unión Soviética para residir en Suiza y finalmente en Estados Unidos, con un trajín constante por distintos países, ciudades y casas, como referirá Olga, su hija menor: “Siempre nos estábamos mudando. Era un ir y venir” (p. 371). Aunque ganó mucho dinero con su obra Rusia, mi padre y yo, lo malgastó y nunca se acostumbró a vivir en un sistema capitalista. Se interesó por diferentes tradiciones religiosas.
Fue una gran lectora: “Leía mucho. En las habitaciones de mi padre había una enorme biblioteca que había comenzado a reunir mi madre, y que nadie utilizaba más que yo” (p. 209). Muchos años después leerá a Raissa Maritain (1883-1960), la rusa judía convertida al catolicismo, esposa del filósofo francés Jacques Maritain.
En diciembre de 1982 Svetlana sería recibida en la Iglesia católica en la fiesta de santa Lucía, en Cambridge, Inglaterra. En una carta del 7 de diciembre de 1992 cuenta que acudía a diario a los sacramentos. Al final de su vida, ya con 85 años, internada en el Pine Valley Hospital y luchando con la enfermedad, le pidió a la enfermera que llamara a un sacerdote. “Cuando este llegó” —escribe Sullivan (p. 452)—, “le ofreció a Svetlana palabras de paz para reconfortarla”. Muchos años antes Svetlana había escrito en su autobiografía: “Cuando el Papa Juan XXIII exhortaba a la paz, llamaba a creer en el triunfo del bien y en que el bien vencerá en el hombre al mal” (p. 111). En el caso de la hija de Stalin, nos parece que el poder del mal fue decapitado en el centro mismo de su barbarie y que su alma de mariposa vuela hacia Dios proclamando con san Juan de la Cruz que “a la tarde te examinarán en el amor” (Dichos de amor y de luz, n. 59).