Tiempos del Papa Pío XI. Una comisión estudia la posibilidad de conceder a santa Teresa de Jesús el título de Doctora de la Iglesia. Varios, para sus adentros, ya la tienen por tal. De hecho, las afirmaciones de los Sumos Pontífices apuntan hacia ello: Pío X la había llamado “maestra preclara” y su sucesor, el propio Pío XI, la consideraba “maestra eximia de contemplación”. La comisión, sin embargo, no da luz verde; en vez de dar el nihil obstat, señala un impedimento: obstat sexus.
La historia la cuenta el padre Arturo Díaz L.C., capellán del monasterio de Carmelitas Descalzas de la Encarnación (Ávila), en su libro «¿Quién decís que soy? Santa Teresa vista por sus carmelitas». Advierte que Santa Teresa tuvo que enfrentar algo similar a lo del obstat sexus cuatrocientos años atrás. Quienes se oponían a sus fundaciones se basaban en su condición de mujer para argumentar contra ella. Le recordaban las palabras de San Pablo: “Las mujeres deben callar en las iglesias” (1Co 14, 34), “no permito que la mujer enseñe” (1Tm 2, 12). Santa Teresa, cuestionada, consulta al Señor en la oración y recibe respuesta: “Diles que no se sigan por sola una parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme las manos” (Cuentas de conciencia, 16).
Por supuesto, no podrían atárselas. Santa Teresa, impulsada por Jesucristo, no dejaría de fundar y, cuatro siglos después, el Vicario de Cristo, el Santo Padre Pablo VI, le concedería el título de “Doctora”. El Papa reveló sus intenciones en la homilía que pronunció en la plaza de San Pedro el 15 de octubre —memoria litúrgica de la santa abulense— de 1967: “Nos proponemos reconocerle a ella [a Santa Teresa] un día, igual que a Santa Catalina de Siena, el título de Doctora de la Iglesia”.
Previamente, el Papa Montini había pedido a la Sagrada Congregación de Ritos estudiar, una vez más, la posibilidad de declarar a una mujer Doctora de la Iglesia. El 20 de diciembre de 1967 se conoció el veredicto de la Congregación: la respuesta era positiva por unanimidad. Al año siguiente, el 12 de septiembre, la Orden del Carmen Descalzo elevó al Papa la petición oficial para que Santa Teresa fuera proclamada Doctora; comenzó entonces a prepararse la documentación pertinente. Por fin, el 15 de julio de 1969, el cardenal español Arcadio María Larraona defendió la Ponencia oficial del Doctorado en la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos. Los miembros de la asamblea dieron una respuesta favorable. El Papa ya podía, sin obstat sexus que lo impidiese, proclamar Doctora de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús.
Las fuentes de una “escritora genial y profunda”
“Acabamos de conferir o, mejor dicho, acabamos de reconocer a santa Teresa de Jesús el título de Doctora de la Iglesia”. Así comenzó Pablo VI su homilía aquel 27 de septiembre de 1970. Finalmente, había llegado el día por él deseado (poco después, el 4 de octubre, el Papa otorgaría también el doctorado a santa Catalina de Siena).
En su homilía, san Pablo VI no ahorró palabras para describir a la nueva Doctora. “Eximia carmelita”, “santa tan singular y tan grande”, “mujer excepcional”, “religiosa que, envuelta toda ella de humildad, penitencia y sencillez, irradia en torno a sí la llama de su vitalidad humana y de su dinámica espiritualidad”, “reformadora y fundadora de una histórica e insigne Orden religiosa”, “escritora genial y fecunda”, “maestra de vida espiritual”, “contemplativa incomparable” e “incansable alma activa”. “¡Qué grande, única y humana, qué atrayente es esta figura!” (el Papa tampoco quiso pasar por alto el hecho de que la gran Reformadora del Carmelo era española: “En su personalidad se aprecian los rasgos de su patria: la reciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos, la sinceridad de corazón, el amor a la Iglesia”).
Al referirse a la doctrina de santa Teresa, Pablo VI afirma que esta “brilla por los carismas de la verdad, la fidelidad a la fe católica y la utilidad para la formación de las almas”. Sin duda, observa el Pontífice, “en el origen de la doctrina teresiana se hallan su inteligencia, su formación cultural y espiritual, sus lecturas, su trato con los grandes maestros de teología y de espiritualidad, su singular sensibilidad, su habitual e intensa disciplina ascética, su meditación contemplativa. Pero, sobre todo, se debe resaltar «el influjo de la inspiración divina en esta prodigiosa y mística escritora”. La iconografía teresiana lo manifiesta: a la santa se le suele representar con pluma y libro en mano, acompañada por una paloma, símbolo del Espíritu Santo.
La oración: núcleo del mensaje de la “Madre de los espirituales”
En la basílica de San Pedro se encuentra una estatua de santa Teresa de Jesús con una inscripción debajo que reza: “S. Teresia Spirit[ualium] Mater”, “Santa Teresa, Madre de los espirituales”. Aquel 27 de septiembre de 1970 san Pablo VI tomó nota de esto y señaló: “Todos reconocían, podemos decir que con unánime consentimiento, esta prerrogativa de Santa Teresa de ser madre y maestra de las personas espirituales. Una madre llena de encantadora sencillez, una maestra llena de admirable profundidad. […] Ahora lo hemos confirmado Nosotros, a fin de que, nimbada por este título magistral, tenga en adelante una misión más autorizada que llevar a cabo dentro de su familia religiosa, en la Iglesia orante y en el mundo, por medio de su mensaje perenne y actual: el mensaje de la oración”.
Este mensaje, exhorta el Papa, “llega a nosotros, tentados, por el reclamo y por el compromiso del mundo exterior, a ceder al trajín de la vida moderna y a perder los verdaderos tesoros de nuestra alma por la conquista de los seductores tesoros de la tierra”. E insiste: “Este mensaje llega a nosotros, hijos de nuestro tiempo, mientras no sólo se va perdiendo la costumbre del coloquio con Dios, sino también el sentido y la necesidad de adorarlo y de invocarlo”. De ahí la conveniencia de dirigir la mirada y el corazón al “sublime y sencillo mensaje de la oración de la sabia Teresa”.
Los fundamentos de la doctrina y espiritualidad teresiana
“Todos los grandes místicos han tenido” —escribe el padre Crisógono de Jesús Sacramentado (1904-1945), carmelita descalzo y uno de los biógrafos de Santa Teresa—, “entre la multitud y diversidad de imágenes que envolvieron sus enseñanzas, una alegoría más amplia que, abarcando todas las demás, responde a una síntesis de su obra, a la que presta unidad y belleza”. En el caso de la mística abulense, ¿cuál es esa alegoría? Responde el mismo padre Crisógono: el Castillo interior con sus moradas.
Explica santa Teresa que Dios está en el alma como en el centro de un castillo, en la morada más principal, “adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (Moradas I, 1, 3). La vida espiritual consiste, así pues, en adentrarse en el alma hasta llegar donde mora Cristo.
La puerta para entrar en el castillo es la oración, que como se ha visto es esencial en la doctrina de la santa. Ella subraya “el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad” y poco después la define con gran sencillez y gracia: “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la Vida, 8, 4-5). Debe saberse que Santa Teresa nunca pidió a sus carmelitas una oración rebuscada: «No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis» (Camino de perfección, 26, 3). Ciertamente, la oración se presenta como una realidad nada complicada, pero a su vez, advierte la santa abulense, requiere el esfuerzo de la perseverancia.
Además de la oración, el padre Crisógono apunta otras “dos columnas fundamentales” de la doctrina espiritual teresiana: la mortificación y la humildad. Sobre la primera, escribe santa Teresa en Camino de Perfección: “Creer que [Dios] admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos es disparate” (18, 2). La “amistad estrecha”, tan propia de la oración tal y como la concibe la santa, es imposible sin mortificación, puesto que “regalo y oración no se compadece” (4, 2). Resulta indispensable, pues, para la vida de oración tanto la mortificación corporal como la espiritual, siendo sin duda más importante la segunda.
Humildad
Estrechamente vinculada a la oración y a la mortificación se encuentra la virtud de la humildad. “Lo que yo he entendido es que todo este cimiento de la oración va fundado en humildad” (Libro de la Vida, 22, 11); “Paréceme andan siempre juntas [la mortificación y la humildad]; son dos hermanas que no hay para qué las apartar” (Camino de perfección, 10, 3). Célebre es la definición de humildad que la Reformadora del Carmelo deja consignada en las Moradas: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante —a mi parecer sin considerarlo, sino de presto— esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira” (Moradas VI, 10, 8).
Ante una interpretación falsa de la expresión “humildad es andar en verdad”, “que la reduce a una especie de necio formulismo con el cual se cubre frecuentemente una soberbia y un orgullo refinados”, el padre Crisógono observa que, para Santa Teresa, la humildad implica resignación en la voluntad divina, disposición a sufrir sin alterarse cuando se reciben ataques contra la propia fama o llevar sin quejas las sequedades de la oración. La base de la humildad se encuentra, en última instancia, en el conocimiento de Dios y de uno mismo. El alma convencida de que Dios lo es todo y de que ella no es nada está en posesión de la verdad y por tanto será humilde.
Y justo aquí es donde la doctora mística sitúa la verdadera esencia de los “espirituales”: no en la experiencia de fenómenos extraordinarios, sino en la humildad. “¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien —señalados con su hierro, que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad— los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue, que no les hace ningún agravio ni pequeña merced; y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio —como he dicho— es su cimiento humildad, y si no hay esta muy de veras, aun por vuestro bien, no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo” (Moradas VII, 4, 9).
Sin duda, se podrían destacar muchas más cosas sobre las enseñanzas de santa Teresa de Jesús: su amor a la Humanidad de Jesucristo y a la Eucaristía; su trato filial con la Santísima Virgen; su devoción particular a san José; su fidelidad a la Iglesia. Estas, y tantas otras, son joyas que aparecen continuamente mientras se leen y se estudian sus escritos. Qué mejor manera de celebrar medio siglo de doctorado que determinándose, con “determinada determinación”, a profundizar en su legado.