El 20 de mayo de 1985 Juan Pablo II pronunció una homilía en una Misa con los artistas en Bruselas: “Hace mucho tiempo que la Iglesia ha hecho una alianza con vosotros […] ¡No interrumpáis este contacto extraordinariamente fructífero! ¡No cerréis vuestro espíritu al soplo del Espíritu divino!”. Este diálogo entre el arte y la Iglesia fue sin duda una preocupación importante de Juan Pablo II. En Bruselas se refirió al problema de la representación artística de Dios.
La representación del misterio divino es un problema básico del arte cristiano. Atañe también a la manera de representar al Espíritu Santo. Los artistas han de decidir en qué lenguaje simbólico puede expresarse más adecuadamente la realidad que hay detrás de las cosas visibles. Tampoco la representación del Espíritu Santo es obvia en la historia del arte.
Las primeras representaciones iconográficas de Pentecostés surgieron en el siglo V como consecuencia de las decisiones dogmáticas de los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381). En todo caso, la fórmula más importante para el Espíritu Santo en las imágenes de la antigüedad tardía fue la paloma (Mt 3,16), de conformidad con la gran importancia del testimonio bíblico en la fe de la Iglesia temprana. También en el arte actual la imagen más frecuente del Espíritu Santo es la paloma.
En los siglos III y IV, los escritores eclesiásticos habían referido alegóricamente la paloma a Cristo o al alma humana, y el mismo significado tenía en los relieves y pinturas del arte sepulcral de aquella época. Pero desde que la verdad bíblica del Dios trino fue elevada a dogma de la Iglesia, (381), en las imágenes la paloma quedó reservada para la Persona del Espíritu Santo. En las imágenes, los rayos que la rodean o que parten de ella indican su condición de don divino.