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El bautismo de Beethoven está documentado. La partida es del 17 de diciembre de 1770. Como la costumbre era bautizar a la criatura al día siguiente de su nacimiento, el día 16 se celebra su 250 cumpleaños. Lo que no parece constar es su adscripción a algún tipo de masonería.
La producción sacra de Beethoven cuenta con tres grandes obras: el oratorio Jesús en el Monte de los Olivos, Op. 85; la Misa en do mayor, Op. 86 y la Missa solemnis en re mayor, Op. 123. Para los neófitos: según el propio Beethoven, su obra principal, la más grande, la más lograda, no es ninguna de sus sinfonías (la Quinta, la Novena…), o ninguno de sus conciertos, o su única ópera (Fidelio), sino la Missa solemnis. Por eso, mi intento en estas páginas consiste en enfocarla.
En contexto
La música sacra, y más específicamente la verdadera música litúrgica, debe ser exégesis del Misterio. Puesto que puede llegar más lejos que las palabras, la música es capaz de adentrarnos más en la plenitud e intimidad del Cristo presente en la liturgia. La pregunta que cabe plantearse entonces es: ¿qué es lo que dice la producción sacra de Beethoven?
Nuestro protagonista no pasó de la escuela elemental. Sin embargo, se le conoce por haberse convertido en un asiduo lector de los clásicos y de los escritores de su época, Kant entre otros. ¿Qué síntesis alcanzaría en su cabeza con una niñez católica, pero sin la capacidad crítica que aportan unos estudios más profundos, con tales lecturas… y con la revolución ocupando Viena?
J.S. Bach y el barroco han quedado atrás solo en 1750; Mozart es solo 14 años mayor que Beethoven; Schubert, aunque más joven que él, muere casi a la vez; y el lenguaje musical ha cambiado en sus fundamentos. Más aún, Bach conocía su liturgia (luterana), pero ¿se puede decir que conocía la suya el Beethoven reticente al clero y a lo que le sonara a Iglesia institucional? Hay que saber que Schubert, cuando escribe el Credo en sus Misas, se salta algunas frases. Beethoven no llega a este extremo, pero es importante saber dónde quiere ir. Esta es la pregunta. No olvidemos que Beethoven es maestro por su modo de decir, sabe decir lo que quiere.
Obra sacra
Procedente de su Bonn natal, Beethoven llega a Viena en 1792, donde se estableció hasta su muerte (1827). Llega para estudiar con F.J. Haydn. En 1796, los primeros síntomas de su afección auditiva, la tragedia de un músico sordo (!). En 1802-1803 comprende que un día perderá del todo la audición. Es la época del desgarrador testamento de Heiligenstadt, en que declara su intención de quitarse la vida, y de la composición de su oratorio, Jesús en el Monte de los Olivos.
En él, Beethoven sigue pacíficamente el gusto vienés de la época. Para algunos es convencional. Hay quien lo considera un autorretrato. Personalmente, prefiero ver la obra de alguien que conoce el dolor y se mira en el Jesús de Getsemaní (pinche aquí para escuchar la pieza). En vida del autor, tuvo no pocas réplicas, con relativo éxito entre el público, pero no tanto entre la crítica. A su favor se pronuncia el director inglés Sir Simon Rattle, que la considera un desafío fascinante. En la actualidad, los últimos pasajes de este oratorio han alcanzado una cierta popularidad, transformados en un Aleluya.
El Beethoven que resurgió de este periodo difícil declaró que había emprendido ya una nueva vía, con un nuevo modo de escribir y, sobre todo, con otra concepción. El compositor se encuentra ahora en el centro de sus obras. Es el periodo de la Sinfonía n. 3, Heroica, de la Sonata para piano Appassionata y de la Misa en do mayor (1807). Esta fue un encargo del príncipe Nikolaus Esterházy. El príncipe, quizás acostumbrado al estilo de un Haydn conservador, del que había sido mecenas, se declaró “enfadado y confuso” con esta obra. Beethoven, sin embargo, se mostró satisfecho del trabajo cuando escribió al editor: “No quiero decir nada sobre mi Misa, pero pienso que he tratado el texto como raramente” (Escuche aquí la Op. 86).
La Missa solemnis
Alrededor de 1815, Beethoven vuelve a vivir otro momento de crisis del que, de nuevo, resurge vigoroso para afrontar su último periodo compositivo, en el que escribe obras de espesor inigualable. A este periodo pertenecen algunos cuartetos, la Novena sinfonía y la Missa solemnis. Sus recursos compositivos están ya todos a punto y su sordera va a llegar al máximo.
Un conocido pensador de temas sociales y musicólogo ha dedicado parte de su trabajo a la crítica musical de Beethoven. Es público que, durante años, ha trabajado en una clasificación de las obras de nuestro protagonista. Pero sus intentos han encallado repetidamente ante uno y el mismo obstáculo, la Missa solemnis. Esta se le quedaba siempre fuera del molde de sus criterios, por ricos y elaborados que fuesen. Tras muchas vueltas, ocurrió lo que cabía esperar: le acabó escandalizando la misma existencia de esta obra.
La ocasión de la Missa fue la noticia de que el archiduque Rodolfo de Habsburgo, alumno y protector de Beethoven, iba a ser consagrado obispo de Olmütz. El compositor comenzó a trabajar en ella en 1818, con la intención de poder estrenarla para la ocasión, en marzo de 1820. “El día que mi Misa solemne sea interpretada para la fiesta de su Alteza Real, será el más feliz de mi vida y Dios me iluminará para que mis débiles capacidades contribuyan a la glorificación de este día solemne”. La envergadura de la composición se desbordaba y el mismo archiduque tranquilizó a Beethoven, animándolo a completar su trabajo sin prisa. La partitura fue completada en 1822 (!). Viena pudo escucharla parcialmente el 7 de mayo de 1824, en un memorable concierto en el que también se estrenaba la Novena sinfonía. Con el nombre de himnos, fueron interpretados el Kyrie, el Credo y el Agnus Dei.
Se dice que la Missa solemnis no es litúrgica. Un parámetro evidente es su excesiva duración. El buen sentido de las normas litúrgicas reclama un tiempo proporcionado de la música respecto a la celebración. Más que entrar en esta discusión, mi propósito es ofrecer unas claves para ayudar a escuchar en ella algo distinto a una monumental montaña de notas y, sobre todo, para ver qué pretende decir esta música. Me voy a apoyar en un clásico estudio del profesor y amigo Warren Kirkendale.
“Frau von Weissenthurn querría saber algo sobre las ideas en las que está basando la composición de su Misa”. Es una frase que se lee en los Cuadernos de conversación —que Beethoven usaba para comunicarse con el agudizarse de su sordera— en diciembre de 1819, cuando ya se hablaba con revuelo de la Missa sin estar aún terminada. La respuesta no es conocida, pero provoca un acercamiento a la Missa con las herramientas de la retórica musical. Propongo algunas consideraciones sobre el Gloria y el Credo en esta línea.
En el Gloria, algunos gestos prescritos por las rúbricas tienen su refrendo en la retórica musical, como por ejemplo, el mismo comienzo Gloria in excelsis Deo (aquí el momento exacto). Pierre Le Brun (Explication des prieres et des ceremonies de la Messe, 1716) explica que, al pronunciar estas palabras, el sacerdote eleva las manos con el sentido de Lamentaciones 3, 41: “Levemus corda nostra cum manibus ad Dominum in caelos”. El gesto invita a levantar el corazón a Dios, mientras la música lo subraya con una anábasis, es decir, toda la melodía asciende en tono festivo y permanece en el registro agudo —“C’est un geste que l’amour des choses celestes a toûjours fait faire, pour montrer qu’on voudroit les embrasser et les posseder”, aclara Le Brun—, para descender al grave al rezar et in terra pax hominibus.
Poco después, al Adoramus te, donde las rúbricas prescriben un gesto de adoración —inclinación de cabeza o genuflexión, dependiendo del lugar—, Beethoven cambia la dinámica —desde el fortissimo al pianissimo— y la altura de la melodía hasta el grave, como había hecho al et in terra.
Es entonces cuando Beethoven se detiene a dar delicioso realce —como en nuestros días hace J. Ratzinger, siendo aún cardenal— al gratias agimus tibi: la música se deleita en el agradecer a Dios su mismo ser, su misma gloria.
A continuación, Beethoven subraya el poder de Dios Pater omnipotens de un modo más vehemente de lo tradicional. Por un lado —siempre sobre la palabra omnipotens—, se hacía oír un salto descendente de la melodía (una octava), que Beethoven amplía aún más (¡una duodécima!). Era un gesto poderoso, propio de la ópera heroica. Por otro lado, el autor ha reservado la entrada de los trombones, por vez primera, en fortissimo, hasta este preciso momento. Es sabido que Beethoven añadió estos trombones después de haber terminado la composición.
Dejemos el Gloria para adentrarnos en el Credo, al que nos dedicaremos más en detalle. Los mismos trombones del omnipotens del Gloria van a resonar también en el judicare del Credo, para subrayar de nuevo el poder de Dios. Pero recorrámoslo desde el principio.
Dada la brevedad del texto sobre los artículos referentes al Padre, llama enseguida la atención que la misma música del Credo in unum Deum se repite en el Credo in unum Dominum Iesum Christum (escúchelo aquí). Y más tarde también, en el artículo sobre el Espíritu Santo. La fe en cada Persona es presentada primero por la orquesta —prerrogativa operística para dioses y reyes— y repropuesta por las voces. En este juego, la palabra Credo, que en la fórmula precisa queda implícita para el Hijo y el Espíritu Santo, es explicitada en ambos casos. Casi al final, se descubrirá que este motivo lo utiliza Beethoven siempre que hay que expresar la fe, también en los últimos artículos.
Del Padre y del Hijo se puede destacar cómo la masa acústica disminuye al invisibilium y al ante omnia saecula, mostrando el temor reverencial ante la eternidad y el Misterio de Dios.
Este diciembre del 250 cumpleaños, con la Navidad cercana, invita a detenernos en uno de los momentos más significativos: Et incarnatus est. Lo propongo de la mano de un Gardiner maduro —ahora en una sala de conciertos, el Royal Albert Hall de Londres— en un fragmento de tres minutos, que abarca desde Qui propter nostram salutem hasta Et homo factus est (escuche aquí la pieza).
El tono piadoso de Qui propter contrasta con el descendit de coelis. La melodía del descendit es una catábasis, evoluciona del agudo al grave, para recuperar la tesitura aguda en de coelis. Un interludio orquestal descendente prepara el Et incarnatus est, la kénosis efectiva. Es entonces cuando un acorde provoca la novedad. Un sutil cambio abre un universo acústico nuevo, cristalino, sereno, espacioso, pacífico… (Un paréntesis para el entendido: estamos en modo dórico, es decir, como un re menor con el sexto grado elevado y sin sensible). Beethoven busca el lenguaje de uno de los antiguos modos eclesiásticos, que la historia de la música había desterrado dos siglos antes. El efecto es un nuevo cariz y un nuevo carácter. Beethoven ha estudiado a propósito el canto “de los monjes”, “con el fin de escribir verdadera música de iglesia” (del diario de Beethoven, 1818, citado por Kirkendale). El nuevo lenguaje sabe distinto. ¿Y por qué el modo dórico, y no otro de los modos antiguos? Porque cada modo comporta un carácter y el dórico es el modo de la castidad. La concepción virginal se escucha en el mismo lenguaje utilizado.
Si decía que este Et incarnatus est es significativo es porque las afirmaciones anteriores —y otras están en las que no me he detenido— están documentadas y ponen de manifiesto la intencionalidad de Beethoven, que es lo que nos interesa.
Un detalle añade encanto a la escena. Al de Spiritu Sancto, un agudo trino de flauta. Lo hace en las sucesivas repeticiones, no la primera vez, cuando aún cantan solas las voces de hombre. Este trino —añadido por Beethoven a posteriori, como los trombones al omnipotens— representa al Espíritu Santo en forma de paloma que se cierne sobre la Virgen. Haciéndose sonido, da fruto, como escribe el profeta Isaías: “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Is 55, 10-11).
El modo dórico se vuelve a transformar en re mayor —la tonalidad principal de la Missa— desde la primera nota del Et homo factus est. Suena brillante y es capaz de vehicular no solo la celebración inicial de la encarnación del Verbo, sino también un momento contemplativo. Beethoven parece querer decir: “¿No te das cuenta? Se ha hecho hombre. ¡Se ha hecho uno de nosotros!”.
Al Crucifixus vuelve a cambiar el carácter, haciéndose oscuro, para estallar de gozo en Et resurrexit y volver a concretar en una nueva anábasis al Et ascendit in coelum.
Dos elementos más de este Credo. Los últimos artículos de fe, desde Et in Spiritum Sanctum en adelante, son frecuentemente discutidos. La agilidad con la que se presentan suele tomarse como prueba de la indiferencia de Beethoven ante ellos, del Beethoven reticente. En varios casos, aparecen en un casi-recitativo veloz, cantado por una parte del coro, mientras otras dos voces repiten un reconocible Credo, credo y la orquesta toca con gran volumen. No es fácil escuchar el mensaje principal. Por el contrario, Kirkendale prefiere pensar que Beethoven considera estos artículos fuera de toda discusión y con su formulación pretende rechazar cualquier tipo de duda ante ellos.
El discurso cambia en la última frase: la esperanza en la resurrección y la vida eterna. Vista la duración el Credo hasta este momento, podría pensarse: Beethoven debería haberse conformado con el brillo que le confiere al Et exspecto y haber terminado con el Amen correspondiente. Lejos de su intención. Con el Amen da comienzo a un comentadísimo fugado de unos siete minutos de duración —este es el segundo elemento—. El Beethoven que hizo contemplar que Cristo se había hecho hombre, quiere ahora desvelar el sentido de la resurrección y la vida eterna.Al final del Gloria había ocurrido algo análogo, proponiendo otra monumental fuga para manifestar el gusto de la gloria de Dios (escúchelo aquí). Por cierto, el sujeto principal de esta fuga es una cita del Mesías de Haendel, autor admiradísimo por Beethoven.
En conclusión
Esta música hay que experimentarla.
Si Beethoven decía haber tratado el texto como nadie en su Misa en do mayor, cuánto más lo ha hecho en esta. La retórica musical ha sido el instrumento para expandir cada concepto. Gloria y Credo pueden pensarse como dos monumentales mosaicos que tejen su unidad a través de interludios, episodios contrastantes y motivos recurrentes.
Nuestro estudioso de temas sociales, que había tratado de hacer entrar la Missa solemnis en sus esquemas formales —forma-sonata, variaciones, fuga—, encuentra que no cabe. La Missa desborda cualquier forma, porque mira al texto y lo interpreta. Ahora bien, con vistas a la liturgia, la pregunta fundamental queda sobre la mesa: ¿es suficiente el método de Beethoven para poder afirmar que una música del ordinario de la Misa es exégesis del Misterio? ¿Qué diferencia hay entre la vía de Beethoven y, por ejemplo, la de Verdi en su Misa de Requiem, que tampoco es litúrgica? Beethoven estuvo preparando la Missa durante cuatro años y medio de intenso trabajo. Utilizó la biblioteca del archiduque para prepararse en todos los frentes: lenguaje musical antiguo, teóricos de la música, polifonía de Palestrina, teología y liturgia… Anton Schindler testimonia haber visto a su amigo transformado durante el periodo en que trabajó en la Missa. Pero ¿fue suficiente todo esto?
En fin, para el consumidor, los productos de calidad no son inmediatos. Su sabor se conquista, como el sabor de la cerveza. Las valoraciones apresuradas sobre la música pueden llevar al error. Es necesaria la formación musical para no dejarse arrastrar por el atractivo del éxito pastoral sin fundamento. Así lo proponen las normas litúrgicas… con gran sentido.