Hay muchos aspectos de la obra literaria de Luis Rosales que siempre me han llamado la atención, entre otros su persistencia en el uso correcto del lenguaje, entendido como medio de comunicación y como sistema de instalación vital, o su inteligente capacidad para transformar la realidad en evocadora palabra poética, brillantemente perceptible, y en caudal copioso de inspiración. Sin embargo, ninguno más atractivo para mí que su enorme desenvoltura para sacarle el mejor rostro a la realidad, el de la alegría.
A partir de aquel verso suyo: “la vida es un milagro gratuito”, uno sabe que su poesía es de fiar, que, desde la certidumbre de lo real, se pueden conseguir textos sorprendentes y memorables, como los que él escribe.
Títulos como La casa encendida, El contenido del corazón o Diario de una resurrección ya trazan las líneas maestras de su enfoque creativo, que siempre brota desde la luminaria que le proporciona la vida misma. Cualquier acontecimiento, cualquier detalle minúsculo, cualquier acercamiento a su propia existencia le es material poetizable, máxime cuando, como él mismo deja dicho, “sólo ilumina lo mejor de nosotros”.
Si rastreamos su quehacer poético, de Rosales podemos afirmar que es un poeta abierto a la alegría, entendida sobre todo como un don y como la consecuencia directa de haber sido creados por Dios. No podría ser para él de otro modo: el hombre, hecho a imagen y semejanza de su Hacedor, debe reflejar no sólo su bondad, o su belleza, o su verdad, o su unicidad, sino su alegría. Dios es de por sí la alegría en grado pleno. Pero esa alegría no es algo aislado, sino que, como diría san Josemaría Escrivá, “tiene sus raíces en forma de cruz”.
Así pues, en cualquier aproximación a la trayectoria lírica del poeta granadino es primordial ahondar en la interacción dolor-alegría, que supone la base sólida de su pensamiento y de su metafísica, sin insistir en un aspecto más que en el otro porque ambos reflejan la misma hoguera interior. Muchos de sus micropoemas –eso son bastantes versos suyos: aforismos o chispazos con autonomía propia– lo manifiestan. De hecho, el mismo Rosales afirma que “las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir/ como un poco de arena que soñara en ser playa / como un poco de mar” porque “el dolor es la ley de la gravedad del alma, / llega a nosotros iluminándonos, deletreándonos los huesos”. Experiencia de la que fue protagonista a raíz del fallecimiento de tres hermanos suyos, después de su madre –punto de arranque de la escritura de La casa encendida– y, finalmente, de su padre, aparte de la que también vivió tras la muerte de algunos indiscutibles amigos íntimos (Juan Panero, entre otros).
“Cada dolor” –insiste él– “nos hace conocer de nuevo el mundo, cada nuevo dolor es un deslumbramiento de la verdad”. Y es en ese enclave donde se deja ver la importancia de la alegría, por eso afirma: “Vigila tu alegría y lo demás se te dará por añadidura. Vigila tu alegría, pero no vayas en su busca. No es necesario. Cuando el impulso vital va aminorándose con los años es preciso aprender a vivir”, requisito imprescindible para mantener el estado de paz y serenidad anímica que exige el paso de la edad. Si se pierde el sentido sobrenatural del sufrimiento –lo expresa con frecuencia de una u otra manera–, deja de dar su fruto la alegría. Ambos, ya digo, van de la mano. De hecho, “cuando tocan fondo, siempre se confunden la pena y el gozo”.
Lo que en ocasiones Rosales denomina “los círculos del llanto” es lo que esclarece, sin lugar a dudas, el misterio de la existencia humana y, por ende, el de la alegría. Pero, y a estas alturas, ¿qué es el dolor? Bien claro lo dice: “es la llama de Tu Visitación”, así, sin más, o sea, una manifestación de Dios, de su cercanía, de su presencia; un caer en la cuenta de que estamos en sus manos y de que somos un fiel reflejo de su voluntad, o dicho de otro modo: “un largo viaje, / es un largo viaje que nos acerca siempre, / que nos conduce al país donde todos los hombres son iguales; / lo mismo que la palabra Dios, su acontecer no tiene nacimiento, / sino revelación, / lo mismo que la palabra Dios, nos hace de madera para quemarnos”.
De seguro, al llegar a este punto, uno tiene la sensación de que ese catolicismo firme y coherente que siempre mostró Rosales, aflora ahora de un modo más elocuente que nunca: por una parte, da sentido al igualamiento o fraternidad de los seres humanos, que tanta importancia tendrá en su poesía última, de carácter cosmopolita, con un padre común, Dios; por otra, refleja lo que tradicionalmente hemos entendido como “conversión del corazón” (esta última, por cierto, palabra muy de Rosales): el hombre necesita dejarse cauterizar por la palabra divina. Si algo exige el poeta de sí mismo es su propia transformación interior, al amparo de la misericordia divina, de la que todos los individuos estamos necesitados. En un largo poema “confesional y oracional a un tiempo, un poema de recapitulación existencial”, como lo calificó Luis Felipe Vivanco, titulado precisamente “Misericordia”, desarrolla ese camino ascensional hasta el amor de Dios-Padre, y lo emprende desde el llanto, desde la piel del asombro que refleja el sufrimiento, con la confianza plena de que su fruto es el júbilo, el gozo: “hoy que comienza / esta ascensión callada por la fiebre del pasmo; / dime, dime, Señor, ¿qué es este gozo mío?, / ¿por qué sabe a madera mi voz cuando te nombro? / […] / ¿a qué suerte de visión encendida le llamamos amor?, / ¿no ha llegado la noche donde todo se junta?, / cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío”.
Sin duda, la luz y todo el vocabulario posible dentro del campo semántico de la luminiscencia (encendida, fuego, quemar…) van a servir a nuestro poeta de hilo conductor para desgranar el curso de su discurso poético: que la alegría es la consecuencia directa de la aceptación del dolor: “sólo debe importarte / distinguir claramente entre tener satisfacciones y tener alegrías / ésta es la clave del vivir”, aprendizaje que se adquiere con el transcurso de los años pero que tiene sus orígenes en “la memoria filial que aún tenemos de Dios”, es decir, en la proclamación de sabernos sus hijos. Para asumirlo, nada más necesario que ejercitarse en la paciencia, como anuncia en una de sus composiciones: “la espera forma parte de la alegría”, y acaba matizando: “de esa sobria alegría que no turba ni ofende”. Si en un celebrado soneto, José Hierro, poeta cercano en el tiempo a Rosales, deja dicho, sin lugar a matizaciones, que llegó por el dolor a la alegría, nuestro autor no se queda corto en este sentido: para él, el mundo que lo rodea lleva implícita la impronta del dolor, pero éste, en vez de constituir un obstáculo, es savia enriquecedora del ser humano, cántico gozoso que genera optimismo, constatación evidente de que, al igual que la casa de su largo poema termina iluminada, lo está su espíritu, en plena disposición para acoger cuanto le sobrevenga, dejándonos constancia de que su poesía, en su conjunto, es referente genuino de la más fecunda y radiante poesía religiosa del siglo XX