En torno a la figura de Leopoldo Panero siempre se ha citado su poemario Escrito a cada instante, el más amplio de todos y el que más atención y reconocimientos ha merecido, gracias al cual sus otros libros de versos han cobrado cierto interés por parte de los lectores y estudiosos de su obra lírica. Pero dentro de Escrito…, un ramillete de poemas —entre otros, el que da título al libro El templo vacío—han sido definitivos para desentrañar el pensamiento poético del autor astorgano.
Fallecido prematuramente a los 53 años, su primera producción poética se abrió cauce con una poesía de corte vanguardista en la que el aliento de su universo personal ya se adivinaba con poemas envueltos en la niebla, en cielos hermosamente vivos y en la belleza del paisaje. Fue la publicación, en 1944, del extenso poema La estancia vacía, en la revista Escorial, lo que sirvió para darle un nombre de prestigio en la lírica de su tiempo, hasta el punto de que personalidades del mundo de la literatura como Jorge Guillén acabaron considerándolo como el mejor poeta posterior a la guerra civil. Sin embargo, esa apreciación no se debió sólo a su primera entrega poética sino, como hemos apuntado antes, a Escrito a cada instante, que venía a clausurar en la fecha de su edición, 1949, la viveza de unos cuantos espléndidos poemarios de otros autores de su generación también impresos por aquella década: Oscura Noticia (1944) e Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso y, paralelamente, La casa encendida (1949), de Luis Rosales, todos dentro de una misma atmósfera repleta de incógnitas y de encandilamiento, y centrados en el misterio de las realidades más elementales de la existencia humana, marcados a su vez por la huella de Machado, Unamuno, e incluso por el estoicismo de algunos poetas del XVII.
Palabra en el tiempo
Escrito a cada instante, un libro único, de gran rigor expresivo, con muchos poemas elaborados con anterioridad a La estancia vacía, fue el que le dio la talla del gran poeta que es Leopoldo Panero. En él se entrelazan las claves de una poesía temporalista, cargada de afectividades: su esposa, sus hijos, sus abuelos, sus padres, hermanas, amigos, vecinos, enemigos, Macaria la castañera de la Plaza Mayor de Madrid, las calles de su infancia, diversos paisajes contemplados y, por supuesto, Dios, sobre los que Panero proyecta una intensa mirada amorosa que da razón de que sus versos parten de experiencias vividas, lo que hace que siempre sepan a verdad. Así, en los delicados tres sonetos que dedica a su esposa, vale la pena entresacar los tercetos finales de De tu honda luz, en los que trasluce sus años de fidelidad matrimonial y, como señala Luis Felipe Vivanco, que la amada es garantía del rejuvenecimiento de los dos hacia el futuro, pues uno solo envejece pronto: “Cariño es al latir lo ya vivido. / Con nuevo sino y voluntad más pura, / y más clara verdad que la soñada, / mi pasado refrescas en tu olvido / hacia una virgen juventud futura / que duerme oscuramente en tu mirada”. Junto a ellos, cabe mencionar otros sonetos como el que escribe a sus hermanas, o a su hermano Juan —también poeta, fallecido en un accidente de tráfico en 1937—, o a Dolores, la costurera de su casa, piezas literarias de enorme encanto y que revelan una auténtica autobiografía emocional del poeta, capaz de enternecer a cualquiera gracias a su humanidad y exquisitez verbal.
Poesía anclada en el dolor
Sin embargo, al margen de esa lírica vital, entrañablemente amable y doméstica, Leopoldo Panero es poeta existencial del dolor, del misterio clamoroso del dolor, donde convergen las muertes de sus seres queridos y la evidencia ineluctable del transcurrir temporal; además, es poeta de la soledad, que él convierte continuamente en oración, en búsqueda de Dios. Tanto en un caso como en otro, la suya no deja de ser poesía explícitamente religiosa o, poesía rezada.
En cuanto al tema del dolor, es celebérrimo el poema ya citado al principio El templo vacío escrito en alejandrinos e integrado en la Liturgia de las Horas (se rezan los dieciséis primeros versos en las vísperas del domingo IV). En él se contiene la propia compunción del poeta tras haber sido “el que tiene frío de sí mismo”, esto es, el orgulloso, el altivo. Una y otra vez lo expresa de diversas maneras, como en bucle, en continua vuelta hacia la conversión personal —en el poemario se encuentran más composiciones en los que manifiesta ese retorno incesante a la presencia de Dios, como el que titula “Tú que andas sobre la nieve”, cuando escribe: “Ahora que alzo mi corazón, y lo alzo / vuelto hacia Ti mi amor”—, a la vez que descubre el valor de la gracia actuando en su alma: “Tú me diste la gracia para vivir contigo”. En ese contexto, la palabra dolor — “Lo mejor de mi vida es el dolor”, repite en varias ocasiones como un estribillo— parece referirse más a la aflicción amorosa, esto es, al arrepentimiento, que a otro tipo de pesadumbre. De hecho anuncia el autor: “Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce, sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo”, constante que prevalece en todo el poema y en muchos otros de Escrito a cada instante, conformando de esta forma la necesidad que Panero siente de Dios para asentar su inquieta y desazonada vida: “Soy el huésped del tiempo; soy, Señor, caminante / que se borra en el bosque y en la sombra tropieza”: no lo puede decir poéticamente más claro.
Vivencia de Dios
Al mismo tiempo, el dolor es el resultado de las frecuentes pérdidas que jalonan su existencia y que lo llevan a esa desconcertante soledad o a ese vacío desde el que irrumpe su creación lírica más personal. Soledad o vacío, además, vinculados a la vivencia de Dios como un ser al que, ciertamente, desconoce, pero que intuye como imprescindible para conocerse el poeta a sí mismo: “Ahora que el estupor me levanta desde las plantas de los pies, / y alzo hacia Ti mis ojos, / Señor, dime quién eres, / ilumina quién eres, / dime quién soy yo también, / y por qué la tristeza de ser hombre”.
Ya en La estancia vacía escribió en el poema homónimo: “Estoy solo y me oculto en mi inocencia. / Dios ha pasado por mi vida (…). / Estoy solo, Señor, en la ribera / reverberante de dolor. (…) / Estoy solo, Señor. Respiro a ciegas / el olor virginal de Tu palabra. / Y empiezo a comprender mi propia muerte; mi angustia original, mi dios salobre”, un pensamiento que, en cierta medida, resume el itinerario interior del poeta, quien, desde su soledad, y a partir de la ausencia de los seres más amados que ocuparon su vida infantil, descubre a Dios. Ya lo afirmó Manuel José Rodríguez en su estudio Dios en la poesía española de posguerra: “La soledad que canta Leopoldo Panero se va revelando como condición imprescindible para advertir que es Dios el destino del hombre, aunque él no lo comprenda y lo haga, incluso, cada vez más incomprensible”.
Ferviente acción de gracias
Una soledad o vacío que ni brota del pecado, sino desde el desconcierto de haber perdido la inocencia original, ni queda infecunda pues, cuando el poeta asume su condición de hombre en completa mansedumbre, se entrega a Dios en una ferviente acción de gracias: “Señor, yo te debía / esta canción bañada / de gratitud… Pudiste / Tú siempre puedes, siempre— / llevarme en una ráfaga / como se arranca un árbol / para quemarlo aún verde (…), / No quisiste arrancarme”. Es el colofón del pensamiento poético, metafísico y humano de Panero tras caer en la cuenta de que, en su paso por la vida, tiene tendida la mano generosa, aunque incomprensible, de Dios; de ahí la aceptación de sus limitaciones; de ahí que entienda que todo amor es la sombra de un Dios viviente.