El título del libro en castellano engaña ligeramente. No estamos ante un libro de memorias (siquiera ficticias), sino ante una narración, escrita en tercera persona. La historia comienza cuando el Viejo Hierbas (así llaman los chicos del pueblo al protagonista del libro) es ya anciano. Recuerdos y reflexiones se van intercalando, en un tono a la vez tierno, casi ingenuo, y cargado de una sutil ironía, tan inglesa como el jardinero.
Libro
Aunque pueda parecer una obrita ligera, en realidad se adentra en algunos campos de gran hondura. En primer lugar, muestra un oficio de los que, como dice Higinio Marín, haríamos aunque tuviéramos que pagar por ello. En realidad, el Viejo Hierbas parecía condenado a ser campesino, como todos los jóvenes de su pueblo. Sin embargo, pronto sintió el atractivo de la jardinería. Siendo niño, el granjero con el que debía trabajar lo mandó a ayudar a su mujer con el jardín de la casa. Había que regar todo manualmente… “Después de haber acarreado cubos de agua hasta que ya casi no se tenía en pie, preguntó si podría volver a la tarde siguiente.
—Bendito seas —dijo la esposa del granjero—, claro que puedes volver mañana.
Y cuando bendecía al muchacho por segunda vez en una tarde, lo decía de verdad. Le ofreció el penique de costumbre, si bien el pequeño jardinero lo rechazó.
—Pero ¿por qué? —preguntó la asombrada mujer.
—Porque me gusta venir —respondió él.
Según su filosofía, trabajar implicaba hacer algo que no querías hacer, y lo único por lo que te pagaban era por trabajar” (pp. 49-50). De igual modo, al entrar a trabajar en el jardín de la señora Charteris (al que dedicará su vida entera) se encuentra con un problema. Cuando intenta continuar con su labor al terminar su jornada, ella se lo impide: “—No puedo tenerte trabajando día y noche. ¿Qué diría la gente? Me llamarían explotadora. Deberías estar divirtiéndote…
Por lo visto, ya estaban otra vez detrás de él. ¿Qué les importaba a ellos? ¿Por qué no lo dejaban en paz? No le hacía daño a nadie. ¿Por qué tenías que dejar de hacer algo que te gusta por el hecho de llamarse trabajo, y ponerte a hacer algo que no te gusta por el hecho de llamarse diversión?” (p. 80).
El libro es, pues, una aproximación “al trabajo gustoso” del que escribió hermosamente Juan Ramón Jiménez. No solo por dinero trabajan los hombres. La jardinería, como tantas otras profesiones vocacionales que requieren buenas dosis de iniciativa y creatividad, “atrae a la mente y al corazón más que al bolsillo” (p. 90). Como contrapartida, es una profesión que permite habitar el mundo en el sentido más noble del término, haciéndolo propio: “Mientras fue responsable del jardín que contemplaba, nunca se sintió como un trabajador que recibiera un salario. Sentía que era suyo y, en cierto modo, lo era” (p. 11).
Además de la dimensión subjetiva del trabajo, la vida del Viejo Hierbas nos descubre pequeños tesoros de aquella sabiduría doméstica (sentido común), que en el mundo cargado de prisa en que vivimos se hace a veces un poco más difícil de aprender. Como la necesidad de adaptarse a los ritmos de la realidad, que no siempre son los nuestros. Con fina ironía, escribe Arkell: “Nada más empezar tuvo que aprender la lección que aprende todo jardinero: las flores nunca salen todas al mismo tiempo. O llegas demasiado tarde o llegas demasiado pronto. Las flores que cultivas hoy nunca son tan bellas como las que cultivaste ayer y que volverás a cultivar mañana. El jardinero es un ser frustrado para el que las flores nunca brotan en el momento oportuno. En todo lo que lo rodea ve cambio y descomposición. Es todo muy triste, y cómo los jardineros consiguen salir adelante ante tales adversidades es una de esas cosas que nadie entenderá nunca”(p. 37). Un drama que se equilibra con tantas satisfacciones, pues “la jardinería puede ser la ocupación más exasperante del mundo, pero da tanto como exige, ni más ni menos” (p. 65).
Finalmente, la novela es interesante por la época —por el cambio de época— que describe. La vida del Viejo Hierbas recorre el paso del siglo XIX al XX, y es anciano después de la II Guerra Mundial. Vive, así, la transformación radical de un mundo. Desde la era victoriana, donde la tradición lo gobernaba todo y la novedad estaba casi prohibida, hasta un tiempo en que la autoridad de los mayores no vale nada. Y parece que se lleva siempre la peor parte, pues es joven en un tiempo en que los ancianos gobernaban todo (“así eran las cosas en aquellos días: los viejos se aferraban a sus lucrativos empleos hasta que los jóvenes tenían casi la edad de jubilarse”, p.97); y es anciano cuando la que no importa es la opinión de los mayores… ¿Cómo dejar de ser quien gobierna un jardín y sin embargo no perder un ápice de dignidad ni de autoridad? ¿Cómo pasar el relevo gozosamente, sin sentirse humillado? El modo en que el autor resuelve este pequeño dilema es mejor dejarlo en manos de los lectores que puedan estar interesados en el libro. Por evitar el spoiler.