El 12 de julio se cumplieron doscientos años del nacimiento de Henry David Thoreau. Se trata de un pensador original, de un pionero de la ecología y la defensa del ambiente natural. Thoreau es para muchos un elemento central de la identidad norteamericana.
La vida de Thoreau, nacido en Concorde, Massachusetts, hijo de un fabricante de lápices, puede parecer anodina, pero resulta extraordinaria por su autenticidad. Fue amigo personal de destacados pensadores de su época, en especial de Ralph Waldo Emerson: ambos fueron miembros del Club Trascendentalista. Dedicó toda su vida a pensar y escribir, convirtiéndose en un gran ensayista, poeta y filósofo, autor de numerosas obras en las que expone sus ideas sobre la historia, la relación entre la naturaleza y la condición humana, la defensa del abolicionismo, y su postura crítica frente a los impuestos o el desarrollo.
Dos de sus obras destacan por su importante influencia en la actualidad: el ensayo Del deber de la desobediencia civil (1849), en el que defiende el derecho a la insumisión frente a un estado injusto –que influirá profundamente en Gandhi o Martin Luther King– y la obra Walden, o la vida en los bosques (1854), notable precedente del ecologismo moderno, que ayuda a despertar la preocupación actual por la relación entre el ser humano y la tierra que habita.
En 1845 Thoreau se traslada a las orillas del lago Walden, un terreno boscoso, propiedad de su amigo Emerson, donde construye una pequeña cabaña en la que vive durante algo más de dos años, mientras se dedica a leer, escribir y cultivar la tierra para su sustento. Conviene tener presente que no tiene luz eléctrica, ni agua corriente, aunque es apoyado en su alimentación por sus parientes y amigos. Walden o la vida en los bosques es el resultado de este reto personal, de esta experiencia de reflexión y contemplación de la naturaleza. El propio Thoreau lo plantea así: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, afrontar solamente los hechos esenciales de la vida, y ver si yo no podía aprender lo que tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera para morir descubriera que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera vida; es tan caro el vivir; […] y si fuera mezquina [la vida en los bosques], obtener entonces toda su genuina mezquindad, y publicar al mundo su mezquindad, o si fuera sublime, conocerlo por experiencia y ser capaz de dar un verdadero resumen de ello en mi próxima salida” (p. 90).
¿Cuáles son esos hechos esenciales de la vida? Thoreau dedica varios capítulos al comienzo del libro a analizar y describir asuntos cotidianos como la indumentaria, el mobiliario (tan solo tres sillas para no recibir a más de dos personas), la elaboración del pan, la construcción de su casa, la plantación de un huerto. Pero poco a poco, levanta la cabeza hacia otros asuntos de su interés: las lecturas que le acompañan, las visitas que recibe, los sonidos, la soledad, los animales, la laguna…
Desde el comienzo, Thoreau plantea su experiencia de regreso a la naturaleza no como un rechazo de la civilización, ni como una defensa de lo silvestre, sino como una búsqueda de un territorio intermedio que integre naturaleza y cultura. Se pregunta: “¿No sería posible combinar la robustez de los salvajes con la intelectualidad del hombre civilizado?” (p. 24). Para él, la naturaleza y el ser humano están estrechamente relacionados, de tal manera que llega a afirmar que él forma parte de la naturaleza y solo en esta es donde puede descubrirse a sí mismo. “Este es un atardecer delicioso, cuando todo el cuerpo es un solo sentido y absorbe deleite por todos los poros. Voy y vengo con extraña libertad en la Naturaleza, siendo una parte de ella misma” (p. 127), describe Thoreau bellamente. Y añade: “En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían esos pensamientos, me di cuenta de pronto de la existencia de una sociedad dulce y beneficiosa en la Naturaleza” (p. 128).
Puede advertirse un hilo de continuidad entre aquella sociedad natural de Thoreau, las ideas de Aldo Leopold (1887-1948) y las contenidas en la mucho más reciente Laudato si’ (2015). Leopold afirma en su obra maestra A Sand County Almanac (1949) que la tierra es una comunidad a la que pertenecemos. Este concepto –básico en ecología– supone una ruptura con la idea de la naturaleza como algo exterior a los seres humanos, como algo ajeno. Al contrario, Leopold propone considerar la tierra como una comunidad en la que tanto el todo como cada una de las partes tienen valor por sí mismo: el ser humano es naturaleza que interpreta y configura el paisaje.
Al cumplirse los doscientos años del nacimiento de Thoreau, la idea del ser humano como miembro de una comunidad biótica ayuda a comprender el papel que debemos jugar en la conservación de la naturaleza. Las enseñanzas de la encíclica Laudato si’ resultan una magnífica invitación a profundizar en nuestra íntima comunidad con el medio en que vivimos: “Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (n. 2).
La invitación a un regreso a la naturaleza y a su contemplación como un todo al que pertenecemos, convierte la defensa del medio ambiente en una reflexión moral sobre el sentido de la vida y en una búsqueda de nosotros mismos. Esta búsqueda es capaz de recuperar el sentido sagrado de la naturaleza y, simultáneamente, ayudarnos a asumir nuestra responsabilidad como miembros de esta comunidad. El 200 aniversario de Henry D. Thoreau es una excelente ocasión para pensar más a fondo sobre ello.