Cultura

José García Nieto. “Ámame más, Señor, para ganarte”

Poeta de vivas raíces católicas, magistral sonetista, impulsor de buena parte de la poesía de posguerra, se le ha considerado uno de los mayores líricos contemporáneos, con una gran variedad de tonos y registros, siempre en continua evolución. Volver a sus versos es un encuentro con la creación poética de la más acendrada tradición clásica. 

Carmelo Guillén·19 de septiembre de 2022·Tiempo de lectura: 5 minutos
garcía nieto

El 10 de diciembre de 1996 se le concedió a José García Nieto el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanas. Oficialmente, se le entregó el 23 de abril del año siguiente. Por su delicado estado de salud, tuvo que ser el talaverano Joaquín Benito de Lucas quien accediera a la cátedra del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para la lectura de su discurso. 

Unas palabras de aquel texto dan idea de la importancia que cobra en nuestro poeta ovetense su relación con Dios. Escribe: “‘Dios está aquí…’ es el principio de un canto religioso [García Nieto hace alusión a un hermoso texto católico de Cindy Barrera. Fácilmente se puede escuchar en You Tube]. Yo cantaría: ‘Dios está ahí…’. Es una cuestión de distancia. He tenido una fe sencilla y oracional, que va cambiando con el tiempo. Pero esto Él lo sabe. Y espero que a mi debilitamiento se asome su misericordia, que creo infinita”. A lo que añade: “Gracias, Señor, porque estás / todavía en mi palabra; / debajo de todos mis puentes / pasan tus aguas”, cuatro versos de su poemario Tregua (1951) que definirán premonitoriamente los últimos años de la trayectoria vital y religiosa de este hombre del que quienes lo trataron esgrimieron a su favor, además de su gran valor de la amistad y de la cortesía, su afirmación de la esperanza sobre lo oscuro y su ininterrumpida presencia de Dios.

Rasgos generacionales

Aunque en la producción poética de García Nieto late su fe en el Dios que desde pequeño asimiló en la casa paterna, principalmente transmitida por su madre —el padre falleció cuando él tenía seis años— y por la educación que le imparten los escolapios, algunas entregas líricas lo delatan en particular: Tregua, La red, varios poemas de La hora undécima, gran parte de El arrabal y diversas composiciones aisladas que, por su temática religiosa, así lo reflejan: sobre todo aquellas que giran en torno a la Navidad o al Corpus toledano. 

En todas hay un sabor de época, extensible a otros poetas coetáneos como Luis López Anglada, Francisco Garfias, José Luis Prado Nogueira o Leopoldo Panero, que hablan, al igual que él, de un territorio geográfico particular, del hondo sentido de la amistad o de sus familiares más allegados: esposa e hijos. Sin embargo, junto a ese eco grupal, generacional, propio del tiempo en que les tocó vivir, la voz personal, y al mismo tiempo en evolución de cada uno, se reconoce fácilmente. 

Voz propia

En el caso de García Nieto, él es el poeta que, junto a la perfección formal —en la que tanto se ha incidido como si su poesía se hubiera dejado de leer a partir de 1951— pone el acento en la certidumbre de la providencia divina, sostén de su vida, que con su misteriosa presencia invade la realidad. 

Es a la que se refiere cuando escribe: “Porque estás tan en todo, y yo lo siento, / que, más que nunca, en la quietud del día, se evidencian tus manos y tu acento”. Un sentimiento que marcará su continuada actividad lírica. De hecho, en La hora undécima condensa su inquietud existencial y fervorosa en un soneto definitivo —de esos en los que con rotundidad muestra sus aspiraciones existenciales más hondas— donde deja constancia de la condición mortal del hombre, viniendo a decir: si ser hombre trae consigo toparse con la muerte, “exijo” necesariamente encontrarme contigo a lo largo de mi vida. 

Y así escribe: “Porque ser hombre es poco y se termina / pronto. Ser hombre es algo que adivina / la mirada detrás de cualquier llanto. / Exijo que haya más. Dime, Dios mío / que hay más detrás de mí; que hay algo mío / que ha de ser más por desearlo tanto”. Ese “algo mío” es su propia libertad, como se puede leer en alguna composición: “Tú y tu red, envolviéndome. ¿Tenía / yo un ciego mar de libertad, acaso, / donde evadirme? […] Y, sin embargo, libre, ¡oh, Dios! ¿Qué oscuro / mi pecho está junto a tu claro muro, / contándose las penas y las horas, / sabiéndose en tu mano. ¡Red, aprieta! / Que sienta más tu yugo esta secreta / libertad que yo gasto y Tú atesoras”.

Vivir desde la libertad

Vivir desde la misma libertad que pone en manos de Dios se convierte para José García Nieto en un apasionante juego, supeditado al transcurrir temporal, donde se entrelazan amor y muerte, fuego y nieve final; un juego —el de su propia existencia— en el que, como si fuera un niño, sabe de quién se fía: de su hacedor, aquel que vigila sus propios pasos. Escribe: “Qué sosiego da pensar / que Dios vigila en las cosas; / que si ponemos los ojos / en el agua clara y honda, / nos devuelve la mirada / con su mirada remora”; un juego de preparación para el hecho de morir, cuyo aliciente más señero en ese encuentro personal y definitivo que acabará dándose inevitablemente en algún momento del acontecer vital y que requerirá por parte del poeta total aceptación. 

Juego, además, sujeto al dolor, desde donde Dios lo llama sin cesar: “Otra vez […] me has llamado. Y no es la hora, no; pero me avisas; / (…) Y Tú llamas y llamas, y me hieres, / y te pregunto aún, Señor, qué quieres […]. / Perdóname si no te tengo dentro, / si no sé amar nuestro mortal encuentro, / si no estoy preparado a tu llegada”

Pensamiento religioso

Queda, pues, establecido el pensamiento religioso de García Nieto, hombre de fe, sin más pretensiones que la de ser tocado por Dios para no desfallecer en su invariable empeño por descubrir su presencia aquí en la tierra; hombre que se hace oír desde su propia identidad, desde su soledad, desde sus miedos, a través de la palabra poética, con el fin de desentrañar los misterios de la vida, entendida ésta como preparación para la muerte; cuya búsqueda es más la de la presencia de la divinidad en el mundo que la de Él mismo. 

Así, en la ya citada y amplia composición inicial de La hora undécima condensa lo que es anhelo y búsqueda repetida del poeta, quien, sin el apoyo de Dios, no deja de ser más que ruina, abdicación, torre sin cimiento, nube deshilándose, carbón imposible hacia otro fuego, redoble de letras en un cuero rajado…; sin embargo, con su apoyo, todo cobra sentido: “Dime que estás ahí, Señor; que dentro / de mi amor a las cosas Tú te escondes, / y que aparecerás un día lleno / de ese amor mismo ya transfigurado / en amor para Ti, ya tuyo… […] ¡Nómbrame, / para saber que todavía es tiempo! […]. Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza, / el barro que dejaste en el misterio”.

Vale la pena hacer una ligera incursión en el más conocido e inspirado soneto de su trayectoria poética, el que titula La partida. Un poema crucial, en el que, imaginándose próxima su muerte, García Nieto se ve jugando una partida de cartas con el mismísimo Dios: “Contigo, mano a mano. Y no retiro / la postura, Señor. Jugamos fuerte / Empeñada partida en que la muerte / será baza final. Apuesto. Miro / tus cartas, y me ganas siempre. Tiro / las mías. Das de nuevo. Quiero hacerte / trampas. Y no es posible”. Un poema éste de salvación y de plena confianza en la divinidad; un poema en que se da cuenta de que, frente a su rival, tiene las de perder: “Pierdo mucho, Señor. Y apenas queda / tiempo para el desquite”. De pronto, impulsado por la gracia, el poema cambia el enfoque y se convierte en una hermosísima oración de petición: “Haz tú que pueda / igualar todavía. Si mi parte / no basta por pobre y mal jugada, / si de tanto caudal no queda nada, / ámame más, Señor, para ganarte”.

Al final, se llega a la conclusión de que la poesía de García Nieto es un ejercicio de encuentros y desencuentros con el amor de Dios, ese que salva si se acoge; una magnífica oportunidad que se le otorga a Él para “darle ocasión a la azucena”, esto es, para que se haga dueño de su propia vida.

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