Me he encontrado con una historia que contiene un fuerte mensaje muy apropiado para el Año de la Misericordia. Se trata del testimonio de un niño, Javier Anleu, cuyas palabras, escritas en una serie de correos enviados por él y su hermana a Juan Pablo II, confortaron al Papa en sus últimos días. Cuenta la madre de Javier que Juan Pablo II preguntaba a menudo si había llegado algún nuevo correo de sus “amiguitos de Guatemala”. El testimonio de este niño, ahora ya un joven, es un claro ejemplo del cariño que necesitan los enfermos. Este es el relato personal del protagonista:
“Mi nombre es Javier Anleu, y en el año 2005 tuve una de las experiencias que más me han marcado en mi vida: le escribí correos al que ahora es un santo, a Juan Pablo II. Tenía yo nueve años cuando Juan Pablo II fue hospitalizado del 1 al 10 de febrero del 2005. Como cualquier niño católico rezaba mucho por la salud del Papa.
Lo encomendábamos en casa con mis papás y mi hermana, y también en el colegio en la oración de las mañanas. Un día, con toda la inocencia de niño, le dije a mi mamá que le quería escribir al Papa. Mi mamá le comentó esto a su papá (mi abuelo materno) y él, entre sus amigos sacerdotes y religiosos, logró conseguir un correo y se lo dio a mi mamá. No sabíamos si éste correo era realmente el del Papa, pero mi hermana mayor, que en aquel entonces tenía doce años, y yo empezamos a escribirle. Mi hermana era muy formal al escribirle y se refería a Juan Pablo II como ‘Su Santidad’ y le trataba de ‘Usted’. Yo por otro lado, por ser un niño, le trataba como a un amigo y me dirigía a él como ‘Juan Pablo’ y hasta llegaba a tratarle de ‘tú’. Antes de mandar el primer correo mi mamá se escandalizó de la manera como yo le trataba, pero mi padre la tranquilizó diciéndole ‘estos correos nunca le van a llegar al Santo Padre. Deja que le escriba como si fuera un amigo de él’.
En las siguientes dos semanas le escribimos unos tres correos diciéndole que estábamos rezando por él. El 25 de febrero Juan Pablo II tuvo que ser operado de una traqueotomía y esto nos afectó mucho a mi hermana y a mí.
Cuando tenía cinco meses, mi abuela materna sufrió dos derrames cerebrales y quedó físicamente muy limitada; jamás recuperó la deglución, así que no puede hablar ni comer. Yo he vivido con el ejemplo de lucha de mi abuela y vi a lo largo de mi infancia cómo ella volvió a ser feliz aunque no puede hablar ni comer.
Creo que por eso me sentí tan identificado con Juan Pablo II, y a partir del 25 de febrero le escribía cada dos días. Le relaté la historia de mi abuela y cómo ella había superado la frustración de estar limitada físicamente, y le conté que ella era otra vez feliz. Mis mensajes al Papa eran de ánimo; yo quería convencerle de que se podía ser feliz aunque se tuvieran limitaciones. Cada vez que le escribía le decía lo mucho que le quería.
La última vez que vi a Juan Pablo II en la televisión fue el domingo de Resurrección, cuando salió a dar la bendición Urbi et orbi, cuando intentó hablar y no le salían las palabras. Ese momento me conmovió tanto que me eché a llorar. Le escribí contándole que lo había visto y diciéndole que entendía cómo se sentía; que yo seguía rezando mucho por él. Luego, el 2 de abril Juan Pablo II muere y mi tristeza fue enorme. Se había muerto un amigo mío.
Pasaron los días y a principios de mayo mi mamá recibió un correo de la Nunciatura Apostólica de Guatemala pidiendo que se pusiera en contacto con ellos. Cuando ella se presentó como mi madre, la secretaria de la Nunciatura sabía quiénes éramos mi hermana y yo. El nuncio apostólico de Guatemala, en ese entonces Monseñor Bruno Musaró, nos quería ver el 9 de mayo. No nos dieron ninguna explicación. Asistimos a la cita y el señor nuncio nos contó que Juan Pablo II había leído todos nuestros correos y se refería a nosotros como sus ‘amiguitos de Guatemala’. Nos entregó también un retrato del Papa y un rosario bendecidos por Juan Pablo II antes de su muerte. El retrato tenía la fecha del domingo de Pascua, 27 de marzo del 2005, y en él nos impartió la bendición apostólica.
Nunca imaginé que Juan Pablo II hubiera leído todos mis correos. La satisfacción más grande me llegó cuando el señor nuncio me comentó que aun cuando Juan Pablo II no podía hablar o estaba muy débil, su secretario le leía los correos, y que mi correo del 25 de febrero le había conmovido mucho al sentir que un niño guatemalteco de 9 años le estaba ayudando a pasar por sus momentos difíciles”.
Guatemala