Libros

“El idiota”, de Dostoyevski: “La belleza salvará el mundo”

Continuamos nuestra selección de grandes obras de la literatura universal con una especial impronta cristiana. En esta ocasión, abordamos la obra de “El idiota”, del genio ruso Fiódor Dostoyevski.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·3 de septiembre de 2022·Tiempo de lectura: 6 minutos

Foto: Fiódor Dostoyevski. ©Wikipedia Commons

La conversación es un arte que cuesta ejercitar. Su calidad depende de la riqueza de nuestro mundo interior y de la confianza con el interlocutor. Quizá por eso me gustan tanto las conversaciones sobre libros, pues entonces el peso del interés no recae tanto en mis propios hombros, como en los del autor. Y si te apoyas en la espalda de Dostoyevski (1821-1881), ese interés puede muy fácilmente escalar hasta transformarse en pasión. Digo esto porque hace unos meses tuve una idea brillante (algo que no me ocurre muy a menudo): acordé con un amigo emprender juntos la lectura de “El idiota” y, tras leerla, dimos un paseo para comentarla. La pregunta que nos hicimos entonces me motivó a escribir este artículo, y estoy seguro de que te intrigará a ti también. 

Hace años había leído otras novelas del mismo autor: “Crimen y castigo”, “Recuerdos de la casa de los muertos” y, más recientemente, “Los hermanos Karamazov”. Cada una de ellas me produjo sentimientos distintos. Ahora elegí “El Idiota”, que no es mi autobiografía (como ironizó otro amigo cuando se lo conté), sino algo así como un episodio en la vida de un “Don Quijote” ruso del siglo XIX. Este itinerario de lectura me ha influido poderosamente. Como dice Nikolai Berdiaev en “El espíritu de Dostoyevski”: “Una lectura atenta de Dostoyevski es un acontecimiento de la vida en que el alma recibe como un bautismo de fuego”. Tal cual, fuego es una buena metáfora para describirlo.

Vale, vamos al grano (diría el dermatólogo): “La belleza salvará el mundo”. Ésta es la frase clave de la obra, y el origen principal de la intriga que sentimos con mi amigo. ¡Qué frase tan expresiva! ¿No? Me dan ganas de dejar de escribir, mirar por la ventana y vagar entre las nubes. Pero escribiré, porque quiero compartir con vosotros las respuestas que he encontrado, en las nubes, en la novela y en otros libros, porque te lo mereces. Será necesario que pongamos la frase en contexto, así que vamos por partes (añadiría Jack el destripador):

De qué va la novela (sin spoilers, tranquilidad)

El príncipe Myshkin es un hombre de 26 años, cordial, franco, compasivo e ingenuo, que ha vivido cuatro años en Suiza para tratarse una epilepsia. Cuando el médico fallece, el príncipe siente que tiene fuerzas suficientes para viajar a San Petersburgo, visitar a una pariente lejana e intentar iniciar una vida normal. Sus cualidades, sin embargo, lo llevan a tener encuentros extravagantes con todo tipo de personas: la más relevante, que lo atraerá por toda la novela como un faro al barco extraviado, será su relación de amor/compasión por una mujer bellísima, pero que arrastra dentro de sí el dolor de una historia de abusos. Su nombre es Nastasya Filippovna. La trama se complica cuando el príncipe se enamora, con un amor noble y puro, de una joven de buena familia, que a su vez le corresponde. Se llama Agláya Ivánovna y cuando preguntan por ella, él responde: “Es tan hermosa que da miedo mirarla”. El príncipe, por cierto, no está solo en el campo: hay varios pretendientes para una chica y para la otra. En este escenario, se van suscitando controversias de todo tipo, que los personajes discuten, haciéndonos pensar y sufrir y crecer.

La belleza salvará el mundo

En torno a la mitad del libro (no temas, ya dije que no haré spoilers), aparece en escena la confesión de Ippolit. Se trata de un joven de 17 años que está tísico y el médico le ha pronosticado menos de un mes de vida. El príncipe invita al enfermo a quedarse en la casa donde está viviendo, aunque los demás no comprendan que acoja a un joven que además de enfermo, es nihilista, vehemente e inoportuno. 

Una noche, un grupito de conocidos y amigos llegan a la dacha (casa de campo) que el príncipe está alquilando para celebrar su cumpleaños. Sacan “champagne”, están conversando felices, cuando el joven Ippolit expresa un deseo ardiente y delirante de abrir el corazón. Los demás no lo quieren oír, pero él pide hablar por el derecho que tienen los condenados a muerte. Al fin, a pesar de la reticencia del público, inicia una larga lectura de unas confesiones que ha escrito el día anterior. Pero justo antes de ponerse a leer, Ippolit se dirige al príncipe y le pregunta a viva voz, provocando el estupor de todos: “¿Es cierto, príncipe, que usted dijo en cierta ocasión que el mundo será salvado por la ´belleza`? ¡Señores —vociferó dirigiéndose a todos—, el príncipe asegura que la belleza salvará al mundo! Y yo por mi parte aseguro que si se le ocurren esas ideas peregrinas es porque está enamorado”.

¿A qué belleza se refiere Dostoyevski?, ¿qué belleza salvará el mundo? ¿Por qué dice Ippolit que esa idea se le ocurrió por estar enamorado? ¿Dónde está esa fuerza para poder descubrirla, atesorarla y difundirla con todas nuestras energías? Como es lógico, este fue el principal tema de discusión que tuve con mi amigo mientras paseábamos bajo los árboles del campus de la Universidad de Navarra. 

La relación de Ippolit con el autor

Tanto Ippolit como el propio Dostoyevski estuvieron condenados a muerte. El primero por la tuberculosis y el autor, en su juventud, por haber sido sorprendido en un café en que se conversaban ideas “revolucionarias” (no muy graves). Este episodio biográfico lo narra maravillosamente bien Stefan Zweig en “Momentos estelares de la humanidad”. 

Fiódor tenía los ojos ya vendados y esperaba junto al paredón a que lo fusilaran. Iba a morir, no había salida posible, salvo que ocurriese un milagro. En el último segundo —y aquí está el momento estelar de la humanidad—, llegó la noticia de que el zar le había conmutado la pena. “La muerte, vacilante, se arrastra fuera de los miembros entumecidos”, escribe Zweig. Dostoyevski podría vivir; a cambio, debería hacer cuatro años de trabajos forzados en Siberia y luego dedicar cinco años al servicio militar. Ese día se salvó un hombre fundamental para la literatura universal, y brotó la idea de un personaje que pudiera ver el mundo desde la perspectiva de la muerte. Esa mirada podría ser rebelde, como la de Ippolit, trágica y profunda, como la de Dostoyevski, o compasiva, como la del príncipe Myshkin. 

Un hombre que ha sentido el aliento de la muerte por detrás de la oreja, está en mejor pie para entender el dolor del más insigne condenado a muerte de la historia: Jesucristo. Parece que me estoy enrollando, pero no, te pido que confíes en mí y que leas todavía un último antecedente, pues éste guarda la pista más importante antes de llegar a la conclusión.

El Cristo de Holbein

Hay cuadros que gustan, otros que sorprenden y otros que cambian la vida. La experiencia que tuvo Dostoyevski en el museo de Basilea casi lo lleva a un ataque de epilepsia. Ocurrió durante un viaje por Europa que hacía con su segunda mujer, Anna Grigorievna, el 12 de agosto de 1867. Fiódor iba con ella camino de Ginebra y aprovecharon de visitar el museo de Basilea. Allí se encontraron con un lienzo de dos metros de largo y treinta centímetros de alto que llamó poderosamente la atención de un Dostoyevski de 46 años. Se trataba del ‘Cristo muerto’, pintado en 1521 por Hans Holbein el Joven. Ahora fíjate también tú en la imagen, contémplala despacio, verás que es un Cristo particularmente demacrado, exangüe y atropellado. 

Cristo muerto, Hans Holbein, 1521. ©Wikipedia Commons

Pues esa imagen provocará la redacción de “El idiota”, la entrañable e inmortal novela que ahora comentamos. ¿Cómo es posible —imagino que se preguntó Dostoyevski al admirar ese cuerpo destruido— que Cristo haya pagado “ese” precio para salvarnos? 

¿Es Cristo la belleza que salvará el mundo? Aquel que fue definido como “el más hermoso entre los hijos de los hombres” (salmo 44) podría dar testimonio de una belleza física sin igual. Pero la pintura de Holbein muestra un Cristo desfigurado, que nos recuerda más bien la profecía de Isaías: “No hay en Él parecer ni hermosura que atraiga las miradas ni belleza que agrade” (Is 53,2). Vamos a ver, ¿entonces de qué belleza estamos hablando? 

En último término, no hay belleza mayor que el amor que ha vencido la muerte. El amor de Aquél que da la vida por sus amigos es lo más bello que conoce el mundo. La belleza que salva, que salva de verdad, es la del amor que llega al extremo del sacrificio redentor. Por eso, la belleza que salvará el mundo es Cristo. Dios se hizo hombre para salvarnos, murió para darnos vida y ofrecernos la resurrección. La historia del cadáver que tan crudamente retrata Holbein tiene un epílogo, o mejor, una segunda parte, que confirma el triunfo de la belleza sobre la muerte: la sobrecogedora belleza de la Resurrección. Digámoslo con palabras del Apocalipsis: “Y la ciudad no necesitaba sol ni luna, pues la iluminaba la claridad de Dios, y su lumbrera era el Cordero” (Ap 21, 23). 

La belleza del amor de Cristo, que nos salva, es aquello que debemos descubrir, atesorar y difundir con todas nuestras fuerzas. ¿No estamos aquí frente al misterio más importante de nuestras vidas? Amar a los demás como Cristo nos amó a nosotros, es decir, amar hasta el extremo de padecer y de morir por el bien del otro, es el secreto del sentido de nuestra existencia. Si lo aprendemos, participaremos en la salvación del mundo. No es poco, ¿eh?

El autorJuan Ignacio Izquierdo Hübner

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