En su retrato más conocido, Hugo Ball (1886-1927) aparece disfrazado de obispo, mientras recita el poema dadaísta Karawane en el sótano de un café de Zúrich en junio de 1916. Esta escena constituye uno de los momentos más singulares del arte contemporáneo y del itinerario personal de su protagonista. El efecto de la lectura del poema pareció conmoverle a él más que a ningún otro: “Mi vestimenta de obispo y mi lamentable irrupción en la última ‘soirée’ me dan que pensar. El marco del Voltaire en el que tuvo lugar era poco adecuado y mi interior no estaba preparado” (La huida del tiempo, p. 145). Bien podría resumirse el objetivo de la experimentación artística e intelectual de Ball en el sincero afán por encontrar “el” lugar adecuado para ese disfraz “de columna” y “el” estado interior para su triste “lamentación sacerdotal” (pp. 138, 139). Poco a poco, Ball se convenció de que ese lugar y estado convergían en la Iglesia de su infancia, el catolicismo.
Cabaret Voltaire
Ball merece figurar en cualquier historia del arte por tres motivos. En primer lugar, porque fundó con su futura mujer, Emmy Hennings, el Cabaret Voltaire el 5 de febrero de 1916 en Zúrich. Esta sala de experimentos permanecería abierta hasta marzo de 1917. Paul Auster subraya la audacia del gesto: “Los interrogantes del dadaísmo siguen siendo los nuestros” (La huida del tiempo, p. 7). Además, el Cabaret Voltaire fue pionero en muchos aspectos. En él, Ball y Hennings exploraron apuestas artísticas surrealistas antes que Salvador Dalí (1904-1989), o “performativas” y efímeras antes que Joseph Beuys (1921-1986). En segundo lugar, porque Ball ofrece el relato más convincente sobre el origen de la palabra “dadá”, utilizada desde entonces para aludir a las manifestaciones artísticas que se ejecutaban en las sesiones del cabaret. Por último, porque ligó su práctica artística con una profunda necesidad de redención. Sus ansias de regeneración se enfocaron en buscar un nuevo lenguaje, puro y sin corrupción, libre de la palabrería del periodismo, inocente como el balbuceo de un recién nacido, aunque resultara absurdo, carente de sentido e incomprensible.
Dadaísmo
Así, Ball amplió la concepción de lo que se consideraba arte en su época y bautizó un movimiento artístico “tras cuya apariencia agresiva y desconcertante” -escribió Hermann Hesse (La huida del tiempo, p. 18)- “no solo se esconde la juventud y el ansia de renovar, sino también una gran desesperación por la indigencia de su época”. ¿Dónde radicaba el origen de esta indigencia? A ojos de Ball, estaba directamente relacionada con “el racionalismo” y “su quintaesencia, la máquina” (p. 56). En su opinión, el racionalismo inauguró una forma necrofílica de materialismo gracias al desarrollo de la técnica: “La máquina confiere a la materia muerta una especie de vida aparente. Mueve la materia. Es un fantasma” (pp. 28 y 29). La pobreza que rodeó la vida de Ball se extiende desde la penuria económica hasta el rechazo íntimo y sólido de “la máquina”, con el consiguiente exilio interior de un mundo cada vez más mecanizado. “La guerra” -anota Ball el 26 de junio de 1915- “se basa en un craso error. Se ha confundido a los hombres con las máquinas. Habría que diezmar las máquinas, en lugar de a los hombres. Si un día las máquinas marchan solas y por sí mismas, tendrá algo más de sentido. Entonces todo el mundo exultará de júbilo y con razón, cuando se destrocen entre ellas” (p. 59).
A medida que se acercaba al regreso a su fe de niño, definitivo en 1921, una cierta esperanza en un deus ex machina lo alienta y sostiene: “La cabeza de Cristo rebosante de sangre resurgirá de improviso de la máquina hecha pedazos” (p. 280). El Ball creyente contrapuso la fe en un Dios personal que habla y padece a la violencia de la máquina moderna. Su crítica a sistemas filosóficos racionalistas cobra aquí también todo su sentido y complementa su experimentación artística: “No existe un motor abstracto, como el que asume Spinoza. El movimiento que nos impele, solo lo puede conferir una persona. ‘Personare’ significa resonar” (p. 310). El artista que en 1916 balbuceaba travestido de obispo lloros por Europa en un cabaret de ilustre nombre se descubre en 1921 ermitaño en un desierto de máquinas, “tocado en lo más noble de [su] interior”: “La palabra divina es una conmoción en lo más íntimo” (ibid.). ¿Cómo pudo conducir lo que a primera vista parece una mofa de la religión a los misterios de la liturgia? Su respuesta carece de fisuras: “Uno ha de perderse si es que se quiere encontrar” (p. 46).
La edición del diario de la conversión de Hugo Ball, publicado por Acantilado con el título La huida del tiempo, está acompañada de un ensayo de Hermann Hesse, Premio Nobel de Literatura en 1946, y de un texto del escritor estadounidense Paul Auster. Rescatamos aquí unas líneas de cada uno de ellos. Escribe Hesse a propósito de Ball: “No se trataba de una piedad o de una fe cualquiera, ni de un determinado tipo de cristianismo o catolicismo, sino de la religiosidad por antonomasia: la necesidad siempre despierta, siempre renovada, de una vida en Dios, de conferir un sentido para nuestros actos e ideas, de una norma de pensamiento y conciencia que esté por encima del tiempo, que se sustraiga a las disputas y a las modas” (p. 20). Impresiona la contundencia de esta afirmación. Y a su vez escribe Auster: “Por su coraje intelectual, por la convicción con la que se enfrentó al mundo, Hugo Ball sobresale como uno de los espíritus ejemplares de nuestro tiempo”. Sin duda se trata de un artista de frontera que sigue invitándonos a pensar casi cien años después de su muerte.