En el Valle del Elqui, en las tierras del Norte de Chile, el azul del cielo es intensamente azul durante el día. Ya oscuro, tan seco aquello, con sus trescientas noches despejadas al año, el cielo es límpido para embeberse de estrellas. El sonido del río que da nombre al valle se oye nítido y acelerado. El sol pega fuerte llenando las vides; lo abrupto de los montes pedregosos deja cultivar la tierra casi solamente donde el Elqui ha ido conquistando espacio. Gabriela Mistral conoció y amó profundamente su tierra natal y a sus gentes. Allí aprendió también a encontrar a Dios y a admirarse de sus obras.
El 10 de diciembre del 2020 se cumplen 75 años de la entrega del Premio Nobel de Literatura a Gabriela Mistral, la primera escritora de Latinoamérica en recibir este galardón (1945). Sus obras Desolación (1922), Ternura (1923) y Tala (1938) son probablemente las que la hicieron acreedora de ese premio. Ibáñez Langlois escribe: “Ajena a modas y maneras, arraigada en la tradición más propia —el sentimiento bíblico, la poesía castellana, las esencias rurales del país— esta maestrilla norteña escribió algunas de las estrofas más desgarradoras y tiernas del idioma”. Y, por su parte, Neruda afirmará en 1954 a propósito de los Sonetos de la muerte, publicados cuarenta años antes: “La magnitud de estos breves poemas no ha sido superada en nuestro idioma. Hay que caminar siglos de poesía, remontarnos hasta el viejo Quevedo, desengañado y áspero, para ver, tocar y sentir un lenguaje poético de tales dimensiones y dureza”. Transcribimos el primero de esos sonetos que ilustra bien la fuerza de la expresión de la joven Mistral a los 25 años:
Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!
Gabriela Mistral nació en Vicuña, en el norte de Chile, en una familia de escasos recursos; fue educada muy pobremente, pero llegó muy lejos por su talento, su trabajo perseverante y la ayuda de personas que advirtieron su valía. Mistral comenzó a impartir clases como ayudante de maestra a los 15 años y no dejó de hacerlo mientras vivió en Chile, al tiempo que se iniciaba en la escritura. Sus primeros escritos son de 1904 y obtendrá el Premio Nacional de Poesía de Chile en 1914 con sus Sonetos de la muerte. En 1922 se traslada a México para colaborar en la reforma educativa mexicana y luego ostentará diversas representaciones consulares de Chile en diferentes países de Europa y América. Fallecerá de cáncer de páncreas en Nueva York en 1957 a los 67 años. Donó los derechos de sus obras a la promoción de los niños de Montegrande, el pueblo en el que se desarrolló su infancia.
Al lector de hoy los poemas de Gabriela Mistral le impresionan no solo por su sonora musicalidad, sino también por su profunda religiosidad. Tuvo la poetisa una intensa experiencia de Dios. En el Poema de Chile, por ejemplo, al recorrer la larga geografía de su patria, contemplando el norte desértico, escribe:
En tierras blancas de sed / partidas de abrasamiento / los Cristos llamados cactus / vigilan desde lo eterno.
Dios está presente por doquier, quizá como contrapunto de la dureza de la vida, pero también como respuesta última de la belleza y dulzura que encuentra en la naturaleza. Como años después al Papa Francisco, a Mistral le cautivó profundamente la luz y fuerza de san Francisco de Asís. Por ejemplo, en Motivos de san Francisco rememora su voz:
“¡Cómo hablaría san Francisco! ¡Quién oyera sus palabras goteando como un fruto, de dulzura! ¡Quién las oyera cuando el aire está lleno de resonancias secas, como un cardo muerto! Esa voz de san Francisco hacía volverse el paisaje hacia él, como un semblante; apresuraba de amor la savia en los árboles y hacía aflojar de dulzura su abullonado a la rosa. Era un canto quedo, como el que tiene el agua cuando corre bajo la arenita menuda”.
Gabriela Mistral hubo de hacer frente a muchas dificultades en su vida, también a aquellas “sequedades de que habla la Santa” y de las que dice que son “las tentaciones más duras” (Los compañeros de San Francisco: Bernardo de Quintaval). Quizá por eso su mirada fue especialmente misericordiosa y su actitud ante la creación respetuosa como la de una abeja: “Yo quiero, Francisco, pasar así por las cosas, sin doblarles un pétalo” (La delicadeza). Devota de il poverello de Asís y lectora asidua de sus Florecillas, perteneció a la Orden Tercera de San Francisco. De hecho, legó la medalla y el pergamino que acreditan su Premio Nobel al pueblo de Chile y están bajo custodia de los franciscanos en el mismo museo en el que se conservan la biblia que solía utilizar, un rosario de cuentas de cerámica y medallas de metal y un crucifijo suyo de madera tallada y policromada del siglo XVIII. Fue enterrada por expreso deseo suyo con el hábito franciscano.
Han pasado 75 años de la concesión del Premio Nobel a esta poeta. Aunque en los últimos años se ha puesto especial interés en investigar otros aspectos de su vida personal, es una buena ocasión para releer sus textos en verso y prosa, emocionarnos con su sensibilidad y aprender de su religiosidad fundida “con un lacerante anhelo de justicia social”.