El pasado 13 de junio fallecía a los 89 años en su casa de Santa Fe, Nuevo México, el escritor Cormac McCarthy, uno de los autores estadounidenses más influyentes de las últimas décadas. A lo largo de los últimos sesenta años ha escrito doce novelas, cinco guiones para cine, dos obras de teatro y tres historias cortas: una producción relativamente modesta, pero que ha tenido un enorme impacto. Por nuestra experiencia personal podemos afirmar que la lectura de La carretera (The Road, 2006) -como suele decirse de los grandes libros- “te cambia la vida”, a pesar de su relativa brevedad (210 páginas). Obtuvo el prestigioso premio Pulitzer en el año 2007, se tradujo al castellano ese mismo año (Mondadori, Barcelona, 2007) y no ha dejado de reeditarse desde entonces.
La carretera describe el viaje de un padre y su hijo en un mundo en cenizas donde no hay alimentos, quedan pocos supervivientes y el aire y el agua están contaminados. En este escenario apocalíptico van huyendo por una carretera hacia el sur arrastrando un carrito de supermercado con sus escasas pertenencias. Les mueve la esperanza del padre por encontrar un grupo de personas con los que poder quedarse a vivir.
McCarthy cuenta lo justo para que el lector entre de lleno en la escena, pero, a la vez, describe solo lo esencial. No se sabe prácticamente nada de la historia de los protagonistas. Ninguno de los personajes tiene nombre. Tampoco se explica dónde están ni cómo se ha llegado a esa situación. Y realmente no importa. Sin embargo, en este contexto ficticio, las reflexiones sobre la vida, la muerte, la ética, la bondad, la belleza y el mal son totalmente realistas. Hay muchos ángulos de interpretación y de interpelación. Por ejemplo, el niño puede considerarse como la teoría de la ética: él siempre es el referente de lo que está bien o mal. Sin embargo, el padre es la aplicación práctica de esa teoría, y va explicando a su hijo por qué en ese caso concreto lo ético no se aplica al cien por cien.
“[…] Miró al chico pero el chico se había dado la vuelta y estaba mirando hacia el río.
— No podríamos haber hecho nada.
El chico no respondió.
—Se va a morir. No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también.
—Ya lo sé.
—¿Y cuándo piensas hablarme otra vez?
—Ahora estoy hablando.
—¿Seguro?
—Sí.
—Vale.
—Vale” (páginas 43-44).
Llama la atención también la perspectiva del miedo. El de los protagonistas de La carretera tiene una explicación, pues otros supervivientes los buscan para matarlos y quizá comérselos. Todos nosotros podemos compartir el miedo, especialmente después de la pandemia, ya que hemos visto cómo nos hemos comportado cuando los demás seres humanos han sido oficialmente un peligro para nosotros, donde el aire estaba legalmente contaminado y cuando ir a recoger alimentos podía ser un riesgo mortal.
Impacta la historia, impactan los personajes, impactan las metáforas; McCarthy utiliza un vocabulario preciso y extenso. Es una colección de estampas, cada párrafo podría ser en sí un microrrelato.
¿Por qué leer este libro? Solo por cómo está escrito ya merece la pena. Pero, además, es una sacudida para el lector. Por un lado, porque el escenario parece posible. Por otro, porque las reflexiones son totalmente aplicables a la vida de cualquier persona. Y también porque parece que a veces vivimos en una situación de escasez: no ayudamos por no perder, tememos al resto de seres humanos, nos sentimos solos en el mundo, vivimos en el miedo, no somos capaces de disfrutar de lo que tenemos, nos sentimos los buenos, pero hacemos lo que haría cualquiera que no estuviera totalmente corrompido.
McCarthy dedica el libro a su hijo John Francis y todo él está impregnado de una inmensa ternura del padre hacia su hijo en medio de un mundo terriblemente hostil: “Estaba empezando a pensar que finalmente tenía la muerte encima y que era preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad” (página 99).
¿Quién no se ha sentido alguna vez así? ¿Y quién podría explicar, como Viktor Frankl, la felicidad en el campo de concentración? Sin embargo, si hay esperanza en La carretera o en el campo de concentración, ¿por qué a veces nosotros, que no estamos en un mundo en cenizas ni en un campo de concentración, no somos capaces de verla? La esperanza no nos lleva a negar la cruda realidad, pero nos da fuerzas para seguir viviendo, para seguir caminando hacia el sur: el padre morirá, pero el hijo probablemente verá un mundo mejor.
McCarthy declaraba en 1992 a The New York Times Magazine: “No existe la vida sin derramamiento de sangre. Creo que la noción de que la especie puede ser mejorada de alguna manera, para que todos puedan vivir en armonía, es una idea realmente peligrosa”. Y en el 2009 a The Wall Street Journal: “En los últimos años, no he tenido el deseo de hacer nada más que trabajar y estar con [mi hijo] John. Escucho a la gente que habla de irse de vacaciones o cosas así y pienso, ¿de qué se trata? No tengo ganas de irme de viaje. Mi día perfecto es sentarme en una habitación con un papel en blanco. Eso es el cielo. Eso es oro y cualquier otra cosa es solo una pérdida de tiempo”.
La carretera es un libro que da mucho que pensar. Al terminar, el lector encontrará en el libro sus propias preguntas y es seguro que merece la pena identificarlas, incluso aunque no hubiera respuesta a ellas.