En el verano de 1922 G. K. Chesterton llamó por fin a las puertas de la Iglesia católica. Tenía entonces 48 años. Sería recibido en la Iglesia el domingo 30 de julio en una sala del hotel de la estación utilizada como sede parroquial en Beaconsfield, a las afueras de Londres. En la comunión estaba muy nervioso y el sudor cubría su frente: “Ha sido la hora más feliz de mi vida” (El hombre que fue Chesterton, p. 207). Hablar de la conversión de Chesterton es hablar de un viaje desde la confusión a la lucidez. En el camino redescubrió los cuentos de hadas, disfrutó con su hermano y sus amigos, se sorprendió con los sacerdotes magníficos de la High Church —el grupo más pro católico y ritualista de la Iglesia anglicana— y se enamoró de su mujer, Frances Blogg.
Todos saben que Chesterton fue un ingenioso apologeta de la fe, que inventó unas divertidas historias sobre un sacerdote-detective y también una novela un poco rara llamada El hombre que fue jueves. Pocos saben, en cambio, que Chesterton, muy por encima de apologeta, siempre se llamó a sí mismo periodista, que el Padre Brown está inspirado en el sacerdote que le confesó aquel verano de 1922 y que El hombre que fue jueves ilustra la pesadilla que Chesterton vivió de joven, antes de encontrar a Dios.
Camino a la fe
Esa pesadilla recorre como un escalofrío el año 1894, cuando Chesterton tenía 20 años, no tenía barriga y quería ser pintor. En la prestigiosa escuela de arte Slade School de Londres logró dominar la arcana técnica de la holgazanería y chapoteó sin criterio en las diversas ocurrencias de su tiempo, como dudar de la existencia de todo lo que estaba fuera de su mente. “Y lo mismo que me sucedía con los límites mentales, me sucedía con los morales. Hay algo verdaderamente inquietante cuando pienso en la rapidez con la que imaginaba lo más loco. […] Sentía un arrollador impulso de grabar o dibujar horribles ideas e imágenes, y me hundía cada vez más como en una especie de ciego suicidio espiritual. Por aquel entonces, nunca había oído hablar de la confesión en serio, pero eso es precisamente lo que se necesita en esos casos” (Autobiografía, pp. 102-103).
Hasta que se hartó: “Cuando ya llevaba cierto tiempo sumido en las profundidades del pesimismo contemporáneo, sentí en mi interior un gran impulso de rebeldía: desalojar aquel íncubo o librarme de aquella pesadilla. Pero como aún intentaba resolver las cosas yo, con poca ayuda de la filosofía y ninguna de la religión, me inventé una teoría mística rudimentaria y provisional” (p. 103). La piedra angular de esa teoría mística elemental era la gratitud. Chesterton se dio cuenta de que todo podría no existir, él mismo podría no existir. El inventario de cosas que hay en el mundo era entonces un poema épico sobre todo lo que se había salvado del naufragio. Chesterton se agarró a ese fino hilo de agradecimiento y años después, en 1908, ilustraría ese descubrimiento suyo en La ética en el País de los Duendes, el cuarto capítulo de su Ortodoxia.
Chesterton deseaba recuperar la mirada limpia de los niños, la sencillez del sentido común. Así que en la teoría que inventó solo le interesaban las ideas que le devolvieran la salud. Después comprendió que además de saludable, su teoría era verdadera. En su excursión hacia la luz, se tropezó con el cristianismo: “Como todos los niños serios, intenté ser un adelantado a mi época. Igual que ellos, me esforcé en ir diez minutos por delante de la verdad. Y descubrí que iba mil ochocientos años por detrás. […] Me esforcé en inventar una herejía propia y, después de darle los últimos retoques, descubrí que era la ortodoxia” (Ortodoxia, p. 13). Cuando despertó de su pesadilla rondaba el año 1896. Despertó al asombro de que la vida es una aventura solo apta para viajeros humildes y libres, una epopeya con un sentido y un Autor.
Una gran esposa
En un club de debate en otoño de 1896 conoció a Frances Blogg, la mujer que en 1901 se convertiría en Frances Chesterton. Con su ayuda pudo trazar el acrobático salto desde sus intuiciones hasta la consistencia de la fe católica. Frances era una intelectual amante de la poesía. Su familia era agnóstica y ella, anglicana. Sería recibida en la Iglesia católica en noviembre de 1926, así que hizo el mismo camino de aprendizaje que su marido. Pero ella le ayudó porque le familiarizó con la devoción a la Virgen y le dio orden y concierto a su vida. Ella recogía donde él desparramaba: “Compra los billetes de tren, llama al taxi que le lleva a la estación, filtra las llamadas telefónicas, contrata a una secretaria, ordena papeles y libros…” (El hombre que fue Chesterton, p. 91).
Chesterton y Frances no pudieron tener hijos. Pero Frances contrató una secretaria, Dorothy Collins, con la que establecieron un vínculo tan fuerte que la adoptaron como hija. Allí estaban Frances y Dorothy, alrededor de la cama de Chesterton, cuando falleció el domingo 14 de junio de 1936.
Con su sentido del humor y su mirada de niño, dejaba un legado luminoso como defensor de la fe. No obstante, quizás a Chesterton no le hubiese gustado que le llamasen “intelectual cristiano”. Le habrían incomodado las ínfulas de intelectual o se habría ruborizado pues, con mucha humildad, solo quería librarse de sus pecados. Aunque le gustaba mucho luchar, incluso con espadas de juguete, no se habría enzarzado en estériles guerras culturales de intelectuales cristianos. Habría encontrado siempre en la polémica una buena ocasión para hacer amigos, reír a carcajadas y brindar con borgoña.