Si, como decíamos en anteriores fascículos sobre la vida de san José, éste fue un buen esposo y un buen padre, podemos decir que también fue un buen trabajador. Seguimos dedicándole este espacio en este año convocado por el papa Francisco con la carta apostólica Patris Corde hasta el próximo 8 de diciembre.
Buen trabajador sobre todo porque, como un ciudadano más entre los suyos, a quien elegiría Dios para confiarle a María y el Niño, procuraría emplearse para sostenerse económicamente, y, desde que le fuera encomendada la Sagrada Familia, también para sostenerla a ella.
Podemos pensar, por qué no, que tanto la Virgen como Nuestro Señor ayudarían a José en su labor profesional, a modo de “empresa familiar”. Pero nuestro propósito en esta ocasión es centrarnos en el santo Patriarca como trabajador, y no tanto en ese aporte de su esposa e hijo.
Santificó el trabajo
El santo patriarca, desde su taller, trabajaría honestamente y sin olvidar la necesidad de lograr el sustento de su familia. Resaltaría la dignidad de aquello que hacía, y lo realizaría con la máxima perfección, porque querría así dar gloria a Dios.
Desde que recibiera el encargo de sus clientes –un nuevo mueble, una reparación, un apaño…– se esmeraría por tratarles exquisitamente. Tomaría buena nota de lo que tendría que hacer, preguntando lo que necesitara con tal de completar perfectamente el encargo. Se comprometería a entregar el trabajo en una fecha determinada, la acordada. Una vez finalizado, lo entregaría con la alegría de quien ha trabajado bien, con afán de servicio y para contentar a sus clientes.
Ese trabajo bien hecho, y por tanto justamente retribuido, representaría para él –y para su familia y entorno– una auténtica satisfacción. Bien hecho porque sabría empezarlo bien y acabarlo con igual excelencia: las primeras y últimas piedras eran lo suyo.
De otro lado, san José conciliaría su condición de trabajador con la de esposo y padre. No podemos imaginar que, con motivo de su dedicación profesional, desatendiera a la Virgen y al Niño, pues atenderles era la principal misión de su vida.
Todos estos componentes harían que el trabajo de san José, en sí mismo, fuera objeto de santificación. El mismo trabajo sería algo santo. No sería, así, una pena, maldición o castigo, como quizá tantos lo entiendan, sino algo honroso y digno de santificación.
Se santificó a través del trabajo
De otro lado, esa actitud descrita, haría que él mismo lograra acercarse a Dios –al amor de Dios– a través de su trabajo profesional. Es decir, que esa labor, en definitiva, sería oración, y un modo cierto de encontrarse con Dios, de tratarle.
No es que durante su jornada laboral se dedicara a recitar oraciones, sino que el mismo trabajo, como decíamos, era su oración. O sea que oraba, sin mayor complejidad, trabajando “en presencia” de Dios. Por tanto, compartiendo con Él aquello que hacía; y no solo compartiéndolo, sino ofreciéndoselo.
En definitiva, su vida, a través de su condición de trabajador, cobraba un sentido: el sentido de comportarse como hijo de Dios también durante el desarrollo de su profesión.
A fin de cuentas, consideraría el trabajo que tenía entre manos algo querido por Dios para él, parte integrante, por tanto, de su vocación o misión en la tierra.
Al respecto, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en su homilía En el taller de José, recuerda que la vocación humana, y por tanto el trabajo profesional, es parte, y parte importante, de la vocación divina: “Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa es la profesión u oficio que lleva vuestros días (…)”.
Santificó al prójimo con ocasión del trabajo
El trabajo, a los ojos de la Fe, representa participar en la obra redentora de Dios, colaborar en la venida del Reino, poniendo las cualidades del trabajador al servicio de los demás por Dios.
San José sería plenamente consciente de ello, y la dignidad de contar con una ocupación remunerada para él y su familia supondría el motor de su desarrollo profesional. Pero no se quedaría en eso, sino que trascendería a su alrededor, con esa conciencia clara, según decíamos, de colaborar a través de su profesión a la obra redentora iniciada por su hijo y de la que ya él de algún modo se sentía “corresponsable”.
Daría gracias a Dios por contar con ese medio para acercarle a quienes tratara con motivo de su profesión. Porque vería en su trabajo una ocasión de entrega a los demás, para conducirles al amor divino, enseñándoles que el trabajo no sólo procura el sustento para poder mantenerse, sino que también representa una ocasión única de encuentro con Dios, quien derrocha sus gracias en el alma con ocasión del trabajo profesional.