“Un mundo sin fronteras, sin prejuicios contra las personas con discapacidades, en el que nadie tenga que enfrentarse solo a los retos de la supervivencia personal, es un mundo que debemos esforzarnos por construir”. Es lo que escribe la Pontificia Academia para la Vida en su reciente Nota dedicada a la necesidad, para la Iglesia y para toda persona de buena voluntad, de volver a dar la justa importancia a la atención y al apoyo a las personas con discapacidad y a quienes se ocupan de ellas.
El punto de partida de este documento ha sido la pandemia que, además de poner de manifiesto la interdependencia de toda persona, ha mostrado los límites de la incertidumbre, la fragilidad y las limitaciones. En el caso de las personas con discapacidad, también se ha puesto de manifiesto un mayor riesgo de enfermedad grave o muerte por Covid-19, por factores biológicos y por la desigualdad de acceso a la atención sanitaria y otros apoyos médicos necesarios.
De hecho, muchas personas discapacitadas tuvieron dificultades para obtener información accesible sobre cómo prevenir las infecciones, o encontraron obstáculos para acceder a textos, vacunas o tratamiento en los centros sanitarios, además de los efectos negativos del aislamiento prolongado en sus hogares (ansiedad, soledad, impotencia, desesperación e incluso violencia doméstica). También existen otros tipos de discriminación, vinculados a “un sesgo capacitador, omnipresente en los sistemas de salud, que considera la discapacidad de manera negativa y percibe a las personas con discapacidades como personas que tienen vidas que valen menos la pena conservar que las de las personas sin tales discapacidades”, denuncia la Nota de la Pontificia Academia para la Vida.
El documento destaca tres preocupaciones éticas fundamentales. En primer lugar, la de “promover soluciones” para las necesidades específicas de las personas con discapacidad, haciendo que se beneficien de las políticas e intervenciones de salud pública e implicándolas en los procesos de planificación y toma de decisiones. Y es necesario ir más allá de enmarcar la discapacidad en la salud pública y la atención sanitaria simplemente “en términos biomédicos”, para considerarla en el amplio espectro de las especialidades médicas y otros ámbitos del gobierno y la sociedad. Por último, es prioritario “desarrollar marcos de salud pública basados en la solidaridad”, dando una vía rápida a los pobres y vulnerables, tanto a nivel local como mundial.
La lección que puede extraerse de la pandemia, en lo relativo a las personas con discapacidad, es la de aprender a “adoptar una nueva perspectiva sobre el sentido de la vida”, aceptando “la interdependencia, la responsabilidad mutua y el cuidado de los demás como forma de vida y de promoción del bien común”, como siempre ha enseñado la Iglesia.
El documento -que sigue al del 30 de marzo de 2020 sobre Pandemia y fraternidad universal, al documento del 22 de julio sobre Humana Communitas en la era de la pandemia y al documento del 9 de febrero de 2021 sobre La vejez: nuestro futuro y que está redactado como siempre con la Comisión Covid-19 del Vaticano- termina con siete recomendaciones prácticas.
En concreto, pide que se consulte a las personas con discapacidad y a sus familias “a la hora de diseñar y aplicar las políticas de salud pública”. Se pide a las organizaciones católicas que gestionan centros sanitarios que “asuman el liderazgo” en este ámbito; que den prioridad también a las personas con discapacidad en el acceso a las vacunas, que eviten la discriminación en la asignación de recursos sanitarios, que fomenten la cooperación global y todo tipo de “asociaciones público-privadas”. Por último, hay que asegurarse de que, precisamente por las consecuencias de la pandemia, las personas con discapacidad no se queden atrás en la larga cola para utilizar los servicios sanitarios inicialmente suspendidos por Covid-19.
La nota lleva la firma del Presidente de la Academia Pontificia para la Vida, el arzobispo Vincenzo Paglia y del canciller Renzo Pegoraro.