C.S. Lewis afirma en su célebre libro “Los cuatro amores” que, ya que Dios es bienaventurado, omnipotente y creador, en la vida humana la felicidad, la fuerza, la libertad y la fecundidad (mental o física) constituyen semejanzas con lo divino. Sin embargo, nadie piensa que la posesión de estos dones tenga una relación necesaria con nuestra santificación; ninguna de esas cualidades constituye un pasaporte para el Cielo.
C.S. Lewis y el arte de amar
Nuestra imitación de Dios en esta vida tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús. El del Calvario, el del taller, el de los caminos, el de las multitudes, el de las clamorosas exigencias y duras enemistades, el que carecía de tranquilidad y sosiego, el continuamente interrumpido. Todo esto, tan extrañamente distinto de lo que cabe pensar que es la vida divina en sí misma, pero tan semejante a lo que fue la vida del Dios encarnado.
En la belleza de la naturaleza encontró C.S. Lewis un significado a las palabras gloria de Dios: “No veo cómo podría decirme algo la frase «temor de Dios» si no hubiera sido por la contemplación de ciertos imponentes e inaccesibles acantilados; y si la naturaleza no hubiera despertado en mí determinadas ansias, inmensas áreas de lo que se llama «amor de Dios» no hubieran existido en mí”.
Quienes no aman a quienes viven en el mismo pueblo, a los vecinos que se suelen ver, difícilmente llegarán a amar a las personas a quienes no han llegado a ver. No es amor amar a los hijos solo si son buenos, a la esposa solo si se conserva bien físicamente, al marido solo mientras tenga éxito. Cada amor tiene su arte de amar.
Como dijo Ovidio, “si quieres ser amado, sé amable”. Dice C.S. Lewis que de algunas mujeres cabe augurarles pocos pretendientes y de algunos hombres que probablemente tendrán pocos amigos, debido a que no tienen nada o tienen poco que ofrecerles. Pero afirma que casi todo el mundo puede llegar a ser objeto de afecto pues no es preciso que haya nada manifiestamente valioso entre quienes une el afecto.
El afecto
El afecto es el amor más humilde, no se da importancia; vive en los ámbitos de lo privado y de lo sencillo. El mejor afecto no desea herir ni dominar ni humillar. Cuanto mejor es el afecto más acierta con el tono y el momento adecuados.
El afecto, además de ser un amor en sí mismo, puede entrar a formar parte de otros amores y colorearlos completamente. Sin el afecto, a los otros amores quizá no les fueran muy bien.
Hacer amistad con alguien no es lo mismo que ser afectuoso con él, pero cuando nuestro amigo ha llegado a ser un viejo amigo, todo lo referente a él se vuelve familiar. El afecto nos enseña a observar a las personas que están ahí, luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas y al fin a apreciarlas.
Dios y sus santos aman lo que no es amable. El afecto puede amar lo que no es atractivo, no espera demasiado, hace la vista gorda ante los defectos ajenos, se rehace fácilmente tras una pelea, como es bondadoso, perdona. Nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado.
El afecto produce felicidad si hay, y solamente si hay, sentido común, honestidad y justicia, es decir, si se añade algo más al mero afecto. La justicia, la honestidad y el sentido común estimulan al afecto cuando éste decae. Como en todo amor el afecto necesita bondad, paciencia, abnegación que pueden elevar el propio afecto por encima de sí mismo.
La cortesía
Existe una diferencia entre la cortesía que se exige en público y la cortesía doméstica. El principio básico para ambas es el mismo: “que nadie se dé a sí mismo ningún tipo de preferencia”. En público se sigue un código de comportamiento. En casa, uno debe vivir lo que en ese código se expresa, en otro caso se vivirá el triunfo arrollador de quien sea más egoísta. Quienes olvidan sus modales cuando llegan a casa después de la reunión social en realidad aquí tampoco viven una verdadera cortesía, solo remedan a los que la viven.
Mientras más familiar es la reunión, menor es la formalidad; pero no por eso ha de ser menor la necesidad de educación. En casa se puede decir cualquier cosa en el tono adecuado, en el momento oportuno, tono y momento que han sido buscados para no herir y, de hecho, no hieren.
¿Quién no se ha hallado en la incómoda situación de invitado a una mesa familiar donde el padre o la madre han tratado a su hijo ya mayor con una descortesía, que si se dirigiera a cualquier otro joven habría supuesto sencillamente terminar entre ellos toda relación? Determinados defectos en la cortesía familiar de los adultos proporcionan una fácil respuesta a las preguntas: ¿por qué están fuera siempre? ¿por qué les gusta más cualquier casa que su propio hogar?
La amistad
Pocos valoran la amistad porque son pocos quienes la experimentan. En efecto, podemos vivir sin la amistad, sin amigos. Sin amor conyugal o sin eros ninguno de los que vivimos habríamos sido engendrados y, sin afecto no podríamos habernos crecido y desarrollado. Pero podemos vivir y crecer sin amigos.
La amistad es el mundo de las relaciones libremente elegidas. La amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. No tengo la obligación de ser amigo de nadie y ningún ser humano en el mundo tiene el deber de serlo mío. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte; como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear.
Cada miembro del círculo de amigos, en su intimidad, se siente poca cosa ante todos los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí entre ellos. Se siente afortunado, con suerte de encontrarse en su compañía sin mérito alguno. Aunque para algunos hoy los comportamientos que no muestran un origen animal resulten sospechosos, la amistad es el menos biológico de los amores.
Si los enamorados suelen estar frente a frente (el amor entre varón y mujer se da necesariamente entre dos personas), en cambio, los amigos van el uno al lado del otro compartiendo un interés común y el dos, lejos de ser el número requerido por los amigos ni siquiera es el mejor. La verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero… un cuarto…
Más allá del compañerismo
Un preanuncio de la amistad se halla en el compañerismo de los clubes, de las tertulias, etc. Pero la amistad surge fuera del mero compañerismo, cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común algunas ideas o intereses o, simplemente, algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro o su cruz. Por eso, la típica expresión con que se suele iniciar una amistad puede ser algo así: “¿Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único”.
En la amistad no se trata de actuar siempre de modo solemne. Dios, que hizo la saludable risa, lo prohíbe. Como alguien dijo: “Hombre, complace a tu Hacedor, que estés contento y que el mundo te importe un comino”.
Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.