«Puentes» que permiten a muchos niños, mujeres, hombres y ancianos realizar un «viaje en condiciones de seguridad, legalidad y dignidad», superando situaciones de precariedad y peligro e intentando recuperar un poco de esperanza una vez instalados en los países de acogida.
Esta es la fructífera experiencia de los llamados «corredores humanitarios«, puestos en marcha por primera vez en 2016 por la Comunidad de Sant’Egidio, tal y como resumió el Papa Francisco en el encuentro que mantuvo con cientos de refugiados y familias implicadas a través de esta red de acogida.
Se trata de un proyecto nacido gracias a la «generosa creatividad» de la Comunidad de Sant’Egidio en el que participan también la Federación de Iglesias Evangélicas y la Mesa Valdense, así como la contribución de la Iglesia italiana a través de Cáritas. Un ejemplo pequeño, al mismo tiempo, de ecumenismo de la caridad.
Un camino viable para evitar tragedias
Según el Papa Francisco, los corredores humanitarios «son una vía viable para evitar tragedias -como la más reciente ocurrida en la costa italiana de Calabria, en Cutro, con más de 80 víctimas- y los peligros ligados al tráfico de seres humanos». Evidentemente, se trata de un modelo que debe extenderse aún más y que debe abrir «vías legales para la migración».
El Pontífice lanza también un llamamiento a los políticos para que actúen en interés de sus propios países, porque «una migración segura, ordenada, regular y sostenible» beneficia a todos.
No en vano, a través de la experiencia de los «Corredores», tras la acogida se produce la integración, aunque el proceso no siempre sea fácil: «no todos los que llegan están preparados para el largo camino que les espera».
Pero el aliento del Papa a los operadores es muy claro: «no sois intermediarios, sino mediadores, y demostráis que, si trabajáis seriamente para sentar las bases, es posible acoger e integrar eficazmente».
Además, la acogida representa también «un compromiso concreto por la paz», además de convertirse en «una fuerte experiencia de unidad entre los cristianos», ya que implica a otros hermanos y hermanas que comparten la misma fe en Cristo.
Las primeras recepciones
La experiencia de los «corredores humanitarios» nació oficialmente el 15 de diciembre de 2015, cuando la Comunidad de Sant’Egidio, con las Iglesias protestantes italianas y los Ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores, firmó un acuerdo-protocolo: 1.000 visados para otros tantos refugiados sirios procedentes de los campos del Líbano.
El protocolo había sido posible gracias a un trabajo jurídico que había encontrado una posibilidad en el artículo 25 del Reglamento europeo 810/2009, que prevé que los Estados de la Unión Europea expidan visados humanitarios limitados a un solo país. Y así fue por primera vez para Italia.
Venía de la trágica experiencia de dos naufragios masivos en el mar Mediterráneo, el primero el 3 de octubre de 2013 a pocas millas de la isla de Lampedusa, con el ahogamiento de 386 personas, en su mayoría eritreos; en 2015, el 18 de abril, 900 personas embarcadas en un pesquero egipcio murieron en el Canal de Sicilia.
Según datos facilitados a la propia Comunidad de Sant’Egidio, desde 1990 hasta hoy -en treinta años, prácticamente- se calcula que más de 60.000 personas han muerto o desaparecido en el Mediterráneo en su intento de llegar a Europa. Cifras que a menudo han llevado al Papa Francisco a definir esa encrucijada de intercambios y personas, antaño «mare nostrum», en riesgo de convertirse en «un desolador mare mortuum».
Sobre los hombros de la sociedad civil
Desde febrero de 2016, los corredores humanitarios han permitido llegar sanas y salvas a Europa a 6.018 personas procedentes de Siria, Eritrea, Afganistán, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, Irak, Yemen, Congo y Camerún.
El 87% de estas personas fueron acogidas en Italia, el resto en Francia, Bélgica y Andorra. Gracias a un programa de reubicación, Alemania y Suiza acogieron a 9 y 3 personas procedentes de Grecia, respectivamente.
Cifras que pueden no parecer excesivamente grandes, pero la explicación está en que es la «sociedad civil» la que financia el sistema sin intervención de entidades o instituciones estatales.
Una vez que llegan a los países de acogida, de hecho, los refugiados son acogidos por los promotores del proyecto y alojados en diversas casas e instalaciones repartidas por todo el país según el modelo denominado de «acogida generalizada».
A continuación, los operadores acompañan a estas personas para que se integren en el tejido social y cultural del país, mediante el aprendizaje de idiomas, la escolarización de menores y otras iniciativas de inclusión.
Un modelo, como vemos, altamente replicable a través de una sinergia virtuosa entre las instituciones públicas y las asociaciones ciudadanas.