El 24 de octubre de 1999, los máximos responsables del Vaticano se reunieron en la Congregación para el Clero, en la plaza Pío XII de Roma. Participaron los cardenales prefectos de las congregaciones correspondientes y sus arzobispos adjuntos, unas quince personas. Acudí para dar una conferencia sobre la pedofilia. Antes de mi intervención, un joven teólogo moral exhortó a que se evitara que los obispos estadounidenses hicieran un “juicio sumarísimo” con los sacerdotes sospechosos de abusos.
El cardenal Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el Clero, había leído anteriormente la carta de un obispo estadounidense a un sacerdote: “Es usted sospechoso de abusos, por lo que debe dejar su casa inmediatamente; el próximo mes dejará de percibir su sueldo; con otras palabras: está despedido”.
Pero entonces, el cardenal Ratzinger tomó la palabra; elogió al joven profesor por su trabajo, pero dijo que su opinión era completamente diferente. Por supuesto que había que respetar los principios jurídicos, pero también había que entender a los obispos. Que los abusos por parte de los sacerdotes son un delito tan atroz y causan un sufrimiento tan terrible a las víctimas que deben ser tratados con decisión, y los obispos tienen a menudo la impresión de que Roma lo retrasa todo y les ata las manos. Los participantes quedaron perplejos; por la tarde se desarrolló una acalorada controversia en su ausencia.
Dos años más tarde, el cardenal Ratzinger consiguió que el Papa Juan Pablo II retirara la responsabilidad sobre los abusos a la Congregación para el Clero y la asignara a la Congregación para la Doctrina de la Fe. El cardenal Castrillón Hoyos reaccionó agraviado.
A comienzos de 2002 me reuní con el cardenal Ratzinger. Le dije que la prensa estaba satisfecha con que el Papa se ocupara personalmente de este asunto, pero que en mi opinión era absolutamente necesario que hablara con expertos internacionales, que los invitara al Vaticano. Escuchó con atención y reaccionó de inmediato: “¿Por qué no se ocupa usted de hacerlo?”. Yo no había pensado en esa posibilidad y le pregunté: “Está seguro de que quiere hacerlo?”. Me respondió: “Sí, lo estoy”.
Me puse en contacto con los principales expertos alemanes; asistí a congresos internacionales, hablé con los científicos más renombrados del mundo y coordiné todo con Monseñor Scicluna, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El cardenal Ratzinger insistió en que también quería que se mencionara el punto de vista de las víctimas y me entregó una carta del psiquiatra infantil Jörg Fegert, que se había puesto en contacto con él y al que también invité.
De este modo se celebró, del 2 al 5 de abril de 2003, el primer Congreso vaticano sobre los abusos, en el Palacio Apostólico; todas las instituciones de la curia afectadas estaban presentes; a quien habían vacilado, el cardenal Ratzinger los “motivó” personalmente.
Los expertos internacionales —no todos ellos católicos— abogaron por que se controlara a los autores, pero no por que se les echara sin más; de lo contrario, al no tener una perspectiva social, serían un peligro más para la sociedad. En una cena, algunos expertos trataron de convencer a Ratzinger de esta idea; pero él se mostró en desacuerdo: como los abusos eran algo tan terrible, no se podía dejar simplemente que los autores siguieran trabajando como sacerdotes.
En 2005, cuando Juan Pablo II estaba a punto de morir, el cardenal Ratzinger fue el encargado de formular los textos para el Vía Crucis; en la novena estación pronunció aquellas palabras: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”. Cuatro semanas más tarde, era Papa.
Inmediatamente expulsó al criminal fundador de los “Legionarios de Cristo”; se dirigió a las víctimas por primera vez como Papa en varias ocasiones, lo que conmovió profundamente a algunos; escribió a los católicos de Irlanda que era un crimen escandaloso no haber hecho lo que se debería haber hecho debido a la preocupación por la reputación de la Iglesia.
En 2010, un alto cargo de la Iglesia que había acusado falsamente a un sacerdote me dijo que no podía retractarse porque tenía que velar por la buena reputación de su institución. Quedé horrorizado y, cuando los medios de comunicación me preguntaron por este caso, me dirigí al Papa Benedicto. La respuesta llegó rápidamente: “El Papa Benedicto le envía un mensaje: ¡Hable, debe decir la verdad!”.
Desde 1999 había experimentado —por tanto— la firmeza de Joseph Ratzinger contra los abusos; pero ¿y antes? Yo también tenía curiosidad por saber qué decía el informe de Múnich. Quizás hubo decisiones equivocadas, diletantismo, fracasos. Tras la rueda de prensa, algunos periodistas criticaron la molesta teatralidad al presentar el informe, que no distinguía entre hechos, suposiciones y juicios morales. Solo un punto quedó claro: que se había demostrado convincentemente que Ratzinger había dicho una mentira sobre su presencia en una determinada reunión; además, se citó una de sus respuestas, que trivializaba el exhibicionismo. Los juicios posteriores eran previsibles, aun antes de conocer el texto.
Sin embargo, la lectura de las partes del informe que se referían a Ratzinger reveló dos sorpresas: tras una meticulosa investigación por parte de los expertos en los cuatro casos de los que se le acusaba, no había ni una sola prueba sólida de que tuviera conocimiento de la historia de los abusos. La única “prueba” era la declaración de dos dudosos testigos sobre un caso, que de oídas afirmaban ahora lo contrario de lo que habían dicho años atrás.
El acta de la reunión antes mencionada se limitó a hacer constar que se había decidido que pudiera vivir en una parroquia un sacerdote que se trasladaba a Múnich para seguir psicoterapia. Nada sobre abusos, nada sobre el encargo pastoral. Pero, sobre todo, me sorprendió que en algunas de las respuestas quedaba claro que ese no era el lenguaje de Benedicto. “Sus” comentarios sobre el exhibicionismo parecían sacados de un seminario sobre Derecho Canónico; aquí, resultaban vergonzosamente triviales.
Ahora está claro cuál fue el motivo. A sus 94 años, no ha podido revisar él mismo los miles de páginas de los documentos. Sus colaboradores sí lo hicieron y cometieron errores. En contra de su respuesta de que no había asistido a una reunión hace 42 años, sí había estado presente. Además, el bufete autor del informe mostraba un extraño estilo de interrogatorio, con preguntas retóricas, sugerentes o una mezcla de acusación y juicio.
En esta situación, cualquier persona habría buscado asesoramiento jurídico, como hizo al parecer el Papa Benedicto. Además, las torpes preguntas del bufete no le dejaron la posibilidad de responder sobre su responsabilidad personal. Ha anunciado que desea comentar esto, y cómo se produjeron las extrañas respuestas. Es de esperar que se trate realmente de un texto suyo: hay que tener la equidad de esperar a que se produzca esta declaración.
Queda la sensación de que se está poniendo en la picota, de forma sensacionalista, a un anciano que, entre otras cosas, fue un pionero en el tema de los abusos; y eso, en lugar de investigar finalmente las cuestiones decisivas: ¿por qué ningún responsable de la Iglesia en Alemania ha admitido abiertamente su culpabilidad personal y ha dimitido voluntariamente?
Ya en 2010, el Papa Benedicto dijo: “Se ha de prestar el primer interés a las víctimas. ¿Cómo podemos reparar […] con ayuda material, psicológica, espiritual?”. Entonces, ¿por qué todavía no se ayuda a las víctimas a organizarse de forma realmente independiente, y por qué no se les indemniza adecuadamente de forma individual? ¿Por qué se publica un informe detrás de otro sin que se extraigan las consecuencias?