La carta apostólica del Papa Francisco en forma de motu proprio “Antiquum ministerium” (firmada el 10-V-2021, memoria de san Juan de Ávila, teólogo y catequista cualificado) instituye el ministerio del catequista para toda la Iglesia.
En efecto, la tarea de los catequistas ha sido, desde las primeras comunidades cristianas, decisiva para la misión de la Iglesia. Aunque hoy la palabra “catequesis” evoca principalmente la formación de los niños y de los jóvenes, para los Padres de la Iglesia significaba la formación de todos los cristianos en todas las edades y circunstancias de la vida.
Ahora “la Iglesia ha querido reconocer este servicio como una expresión concreta del carisma personal que ha favorecido grandemente el ejercicio de su misión evangelizadora” (n. 2), teniendo en cuenta las circunstancias actuales: una renovada conciencia de la misión evangelizadora de toda la Iglesia (nueva evangelización), una cultura globalizada y la necesidad de una renovada metodología y creatividad, especialmente en la formación de las nuevas generaciones (cf. n.5).
Si bien la catequesis ha sido desempeñada no solo por laicos, sino también por religiosos y religiosas (por ello quizá sería preferible describirla como un servicio o tarea eclesial), este ministerio del catequista se concibe aquí como algo típica y predominantemente laical. Así señala el documento: “Recibir un ministerio laical como el de catequista da mayor énfasis al compromiso misionero propio de cada bautizado, que en todo caso debe llevarse a cabo de forma plenamente secular sin caer en ninguna expresión de clericalización” (n. 7).
La tarea y misión de los catequistas
En esta línea se instituye ahora el ministerio de los catequistas. Cabe recordar aquí lo que Francisco señalaba en una carta dirigida al cardenal Ladaria hace unos meses, a propósito de los ministerios no ordenados: “El compromiso de los fieles laicos, que ‘son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios’ (Francisco, Evangelii gaudium, 102), ciertamente no puede ni debe agotarse en el ejercicio de los ministerios no ordenados”.
Al mismo tiempo, y con referencia explícita a la catequesis, sostenía que la institución de estos ministerios puedecontribuir a “iniciar un renovado compromiso en la catequesis y en la celebración de la fe”. Se trata de “hacer de Cristo el corazón del mundo”, como pide la misión de la Iglesia, sin encerrarse en las lógicas estériles de los “espacios de poder”.
En consecuencia, también ahora la institución del “ministerio del catequista” no está destinada a cambiar la condición eclesial de quienes mayoritariamente lo ejercen: siguen siendo fieles laicos. Tampoco el ministerio del catequista o cualquier otro ministerio no ordenado debe considerarse como meta o plenitud de la vocación laical. La vocación laical se sitúa en relación con la santificación de las realidades temporales de la vida ordinaria (cfr. el n. 6 del documento, con referencia al Concilio Vaticano II, constitución Lumen gentium, 31).
Dicho lo anterior, volvemos al principio. La importancia de la catequesis en la Iglesia y en el servicio que esta presta a los cristianos, a sus familias y a la entera sociedad. Pablo VI consideró al Vaticano II como la gran catequesis de los tiempos modernos (cfr. Juan Pablo II, exhortación apostólica Catechesi tradendae, 1979, n. 2). En la asamblea conciliar se subrayó la misión de los catequistas: “En nuestros días, el oficio de los Catequistas tiene una importancia extraordinaria porque resultan escasos los clérigos para evangelizar tantas multitudes y para ejercer el ministerio pastoral” (Ad Gentes, 17).
En la estela del Concilio, la Iglesia redescubre ahora la trascendencia de la figura del catequista, que puede llegar a tomar la forma de una vocación en la Iglesia, apoyada en la realidad de un carisma, y dentro del amplio marco de la vocación laical. Con ello se pone de relieve la complementariedad, dentro de la comunión y de la familia eclesial, entre ministerios y carismas.
De hecho, para su misión y especialmente en algunos continentes, la Iglesia se apoya diariamente en los muchos catequistas –millones actualmente, según se dijo en la presentación oficial del documento a la prensa– varones y mujeres, en esta tarea suya discreta y abnegada. Así ha sucedido a lo largo de la historia del cristianismo. “También en nuestros días, muchos catequistas capaces y constantes están al frente de comunidades en diversas regiones y desempeñan una misión insustituible en la transmisión y profundización de la fe. La larga lista de beatos, santos y mártires catequistas ha marcado la misión de la Iglesia, que merece ser conocida porque constituye una fuente fecunda no sólo para la catequesis, sino para toda la historia de la espiritualidad cristiana” (Antiquum ministerium, 3).
Ahora la Iglesia desea organizarlos más eficazmente para su misión (y este es un motivo más para la institución de esta tarea) y establecerá el rito litúrgico correspondiente, comprometiéndose a prepararlos y formarlos, no solo al principio de su misión, sino toda la vida, puesto que también ellos necesitan, como todo cristiano, una formación permanente.
La formación catequética
Los contenidos de la catequesis se ordenan a la “transmisión de la fe”. Esta, como señala el documento que nos ocupa, se desarrolla en sus diversas etapas: “Desde el primer anuncio que introduce al kerygma, pasando por la enseñanza que hace tomar conciencia de la nueva vida en Cristo y prepara en particular a los sacramentos de la iniciación cristiana, hasta la formación permanente que permite a cada bautizado estar siempre dispuesto a ‘dar respuesta a todo el que les pida dar razón de su esperanza’ (1 P 3,15)” (n. 6). “El Catequista” –continúa– “es al mismo tiempo testigo de la fe, maestro y mistagogo, acompañante y pedagogo que enseña en nombre de la Iglesia. Una identidad que sólo puede desarrollarse con coherencia y responsabilidad mediante la oración, el estudio y la participación directa en la vida de la comunidad” (Ibid., cfr. Directorio para la catequesis, n. 113).
No todo catequista habrá de ser instituido mediante este ministerio, sino solamente aquellos que reúnan las condiciones para ser llamados a ello por el obispo. Se trata de un servicio “estable” en la Iglesia local, que habrá de ajustarse a los itinerarios que se establezcan por parte de las conferencias episcopales.
De esta manera se concretan las condiciones de los futuros catequistas instituidos: “Es conveniente que al ministerio instituido de Catequista sean llamados hombres y mujeres de profunda fe y madurez humana, que participen activamente en la vida de la comunidad cristiana, que puedan ser acogedores, generosos y vivan en comunión fraterna, que reciban la debida formación bíblica, teológica, pastoral y pedagógica para ser comunicadores atentos de la verdad de la fe, y que hayan adquirido ya una experiencia previa de catequesis” (n. 8).
Para todo ello el catequista necesita una formación específica, la formación catequética o teológico-pedagógica.
Ahora bien –cabría añadir–, como se comprueba en nuestro tiempo, esta formación catequética es necesaria, en modos diversos, en la Iglesia entera. No solo para los catequistas, sino para todos los fieles católicos, sea cual fuera su condición y vocación, su ministerio y su carisma. Se trata de una formación específica, dentro de la formación teológico-pastoral. Una teología en formato pedagógico, podríamos decir, que requiere un cierto conocimiento de las ciencias humanas (antropología, pedagogía, psicología, sociología, etc.), vistas y valoradas a la luz de la fe.
Esto afecta también a la enseñanza escolar de la religión. Si bien esta tarea no es “catequesis” en el sentido moderno de la palabra, todo educador cristiano necesita situarse en esta amplia perspectiva catequética, que hoy se inscribe en el marco de la antropología cristiana.
La renovación de la catequesis, recuerda el documento, ha venido acompañada de importantes documentos de referencia, como son la exhortación Catechesi tradendae (1979), el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) y el Directorio para la catequesis (tercera edición de marzo de 2020). Todo ello es “expresión del valor central de la obra catequística que pone en primer plano la instrucción y la formación permanente de los creyentes” (Antiquum ministerium,4).
El ministerio del catequista se concibe, en suma, como una concreción de la vocación laical, con base en el bautismo y de ninguna manera como una clericalización de los fieles laicos. Es un servicio eclesial que viene a consolidar una tarea largamente ejercitada y examinada como tal. Y que requiere, especialmente en nuestro tiempo, una formación cualificada.