La Santa Sede ha hecho pública una carta del Papa Francisco dirigida al pueblo ucraniano de manera especialmente afectiva. Lejos de ser una carta formal, la misiva del Papa se expresa más bien como una muestra del sufrimiento paternal ante las muertes y destrozos materiales y psíquicos de este conflicto que se acerca al año de duración.
El Papa afirma que “en la cruz de Jesús hoy te veo a ti, que sufres el terror desatado por esta agresión. Sí, la cruz que torturó al Señor vuelve a vivir en las torturas encontradas en los cadáveres, en las fosas comunes descubiertas en varias ciudades, en esas y en tantas otras imágenes sangrientas que han entrado en nuestras almas, que nos hacen gritar: ¿por qué?”.
Una pregunta que ha sido frecuentemente repetida por el Santo Padre, como un grito al cielo, desde el inicio de la contienda. El Papa recuerda, con nombres e historias concretas, en esta carta a los jóvenes que se encuentran en el frente, las esposas que han abandonado a sus maridos y la terrible realidad de los centenares de niños muertos en estos meses a consecuencia de la guerra.
Además, continúa el Papa, “Sigo estando cerca de vosotros, con mi corazón y mi oración, con la preocupación humanitaria, para que os sintáis acompañados, para que no os acostumbréis a la guerra, para que no os quedéis solos hoy y sobre todo mañana, cuando puede llegar la tentación de olvidar vuestro sufrimiento”.
Ante la llegada del invierno y las fiestas de Navidad, el Papa subraya además que “quisiera que el afecto de la Iglesia, la fuerza de la oración, el amor que tantos hermanos y hermanas de todas las latitudes sienten por vosotros, fueran caricias en vuestros rostros”.
Texto íntegro de la carta (traducción no oficial)
Queridos hermanos y hermanas ucranianos
En su tierra, desde hace nueve meses, se ha desatado la absurda locura de la guerra. En sus cielos, el siniestro rugido de las explosiones y el ominoso sonido de las sirenas resuenan sin cesar. Sus ciudades son martilladas por las bombas mientras las lluvias de misiles causan muerte, destrucción y dolor, hambre, sed y frío. En sus calles muchos han tenido que huir, dejando atrás hogares y seres queridos. Junto a tus grandes ríos fluyen cada día ríos de sangre y lágrimas.
Quisiera unir mis lágrimas a las tuyas y decirte que no hay día en que no esté cerca de ti y no te lleve en mi corazón y en mi oración. Tu dolor es mi dolor. En la cruz de Jesús hoy te veo a ti, que sufres el terror desatado por esta agresión. Sí, la cruz que torturó al Señor vuelve a vivir en las torturas encontradas en los cadáveres, en las fosas comunes descubiertas en varias ciudades, en esas y en tantas otras imágenes sangrientas que han entrado en nuestras almas, que nos hacen gritar: ¿por qué? ¿Cómo pueden los hombres tratar así a otros hombres?
Me vienen a la mente muchas historias trágicas. En primer lugar, las de los pequeños: ¡cuántos niños muertos, heridos o huérfanos, arrancados de sus madres! Lloro con vosotros por cada pequeño que, a causa de esta guerra, ha perdido la vida, como Kira en Odessa, como Lisa en Vinnytsia, y como cientos de otros niños: en cada uno de ellos la humanidad entera está derrotada. Ahora están en el regazo de Dios, ven tu angustia y rezan para que termine. Pero, ¿cómo no sentir angustia por ellos y por aquellos, pequeños y grandes, que han sido deportados? El dolor de las madres ucranianas es incalculable.
Entonces pienso en vosotros, jóvenes, que para defender valientemente vuestra patria tuvisteis que poner las manos en las armas en lugar de los sueños que habíais cultivado para el futuro; pienso en vosotras, esposas, que perdisteis a vuestros maridos y mordiéndoos los labios seguís en silencio, con dignidad y determinación, haciendo todos los sacrificios por vuestros hijos; a vosotros, adultos, que intentáis por todos los medios proteger a vuestros seres queridos; a vosotros, ancianos, que en lugar de un sereno atardecer habéis sido arrojados a la oscura noche de la guerra; a vosotros, mujeres, que habéis sufrido la violencia y lleváis grandes cargas en el corazón; a todos vosotros, heridos en el alma y en el cuerpo. Pienso en vosotros y os apoyo con cariño y admiración por cómo afrontáis tan duras pruebas.
Y pienso en vosotros, voluntarios, que os gastáis cada día por la gente; en vosotros, pastores del pueblo santo de Dios, que -a menudo con gran riesgo para vuestra propia seguridad- habéis permanecido cerca de la gente, llevando el consuelo de Dios y la solidaridad de vuestros hermanos y hermanas, transformando creativamente los lugares de la comunidad y los conventos en refugios donde ofrecéis hospitalidad, alivio y comida a quienes se encuentran en circunstancias difíciles. También pienso en los refugiados y en los desplazados internos, que se encuentran lejos de sus casas, muchas de ellas destruidas; y en las Autoridades, por las que rezo: sobre ellas recae el deber de gobernar el país en tiempos trágicos y de tomar decisiones con visión de futuro para la paz y para desarrollar la economía durante la destrucción de tantas infraestructuras vitales, tanto en la ciudad como en el campo.
Queridos hermanos y hermanas, en todo este mar de maldad y dolor -noventa años después del terrible genocidio del Holodomor- me asombra vuestro buen ardor. A pesar de la inmensa tragedia que está sufriendo, el pueblo ucraniano nunca se ha desanimado ni se ha entregado a la compasión. El mundo ha reconocido a un pueblo audaz y fuerte, un pueblo que sufre y reza, llora y lucha, resiste y espera: un pueblo noble y martirizado. Sigo estando cerca de vosotros, con mi corazón y mi oración, con la preocupación humanitaria, para que os sintáis acompañados, para que no os acostumbréis a la guerra, para que no os quedéis solos hoy y sobre todo mañana, cuando puede llegar la tentación de olvidar vuestro sufrimiento.
En estos meses, en los que la rigidez del clima hace aún más trágico lo que estáis viviendo, quisiera que el afecto de la Iglesia, la fuerza de la oración, el amor que tantos hermanos y hermanas de todas las latitudes sienten por vosotros, fueran caricias en vuestros rostros. Dentro de unas semanas será Navidad y el aguijón del sufrimiento se sentirá aún más. Pero me gustaría volver con vosotros a Belén, a la prueba que la Sagrada Familia tuvo que afrontar en aquella noche, que sólo parecía fría y oscura. En cambio, la luz vino: no de los hombres, sino de Dios; no de la tierra, sino del cielo.
Que su Madre y la nuestra, la Virgen, vele por vosotros. A su Corazón Inmaculado, en unión con los Obispos del mundo, consagro a la Iglesia y a la humanidad, especialmente a vuestro país y a Rusia. A su Corazón de Madre le presento tus sufrimientos y tus lágrimas. A la que, como escribió un gran hijo de tu tierra, «trajo a Dios a nuestro mundo», no nos cansemos de pedirle el anhelado don de la paz, con la certeza de que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37). Que cumpla las justas expectativas de vuestros corazones, que cure vuestras heridas y os dé su consuelo. Estoy con vosotros, rezo por vosotros y os pido que recéis por mí.