Cuidemos sólo lo que se ve, porque lo otro nadie lo valorará. En una sociedad que tantas veces vive de cara a la galería parece una proeza la entrega en lo escondido para darle gloria a Él. Prueba de ello es que las muchedumbres de fieles que se acercan a la Misa dominical aprecian ante todo las flores hermosas, el coro que canta con armonía, una buena predicación o la clara dicción de los lectores. Pero sólo el sacerdote y quizá los acólitos se dan cuenta de la limpieza de los ornamentos con que se revisten, la blancura de purificadores y corporales, la pureza de los manteles. No es manía, es cariño. No es obsesión, es amor. El Papa Francisco lo expresaba así: “la belleza de lo litúrgico no es puro adorno y gusto por los trapos sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado”. Algo grande sucede y hay que recibirlo con grandeza de alma. Grandeza que tiene que ver con cuidar cosas que poquísima gente y a veces nadie valorará.
Marifé, Inés y Pilar son tres de las muchas señoras que en tantas parroquias dedican su tiempo y sus energías, con enorme generosidad, para que la liturgia tenga la dignidad que merece. “Poca gente elogia nuestro trabajo y eso es maravilloso, porque nos hace conscientes de que nuestro esfuerzo es sólo para la gloria de Dios”, afirma Marifé, que se dedica también a regar cada día todas las plantas de la parroquia para que se conserven bien. “Lo normal es que después de una Misa se alaben las canciones bonitas que han sonado o la preciosa homilía del cura, pero nunca suele decirse que los manteles estaban impolutos”, apunta Inés, que junto con Pilar se encarga de lavar y planchar casullas, albas, manteles y demás ornamentos. “Nuestra ilusión es que Dios vea que en esta parroquia le queremos mucho”, afirman las tres.
Una vez a la semana Marifé se dedica a limpiar con mimo y cuidado los vasos sagrados: patenas, cálices, vinajeras, el lavabo, la custodia. “Me hace sentirme como una amiga íntima de Cristo, porque estoy tocando objetos en los que Él se va a hacer presente y eso me lleva a menudo a la oración”. Un sentimiento que no sólo experimenta cuando realiza su callada labor sino sobre todo en la celebración de la Misa: “es precioso sentir durante el momento de la Consagración, por ejemplo, algo que nadie puede apreciar en la iglesia de la misma forma: Jesús vuelve a bajar a la tierra en el sacrificio del altar y ahí, muy cerquita, está nuestro trabajo cariñoso y escondido para recibirle como se merece y que esté a gusto”, cuenta emocionada. A veces algunos feligreses les muestran compasión por lo mucho que trabajan: “tratamos de hacerles entender que esto no es lo mismo que limpiar nuestra casa o lavar la ropa sino una tarea que nos parece infinitamente más importante, divina”, explica Pilar.
Esta costumbre de cuidar las cosas pequeñas por amor a Dios les ha ido educando: “tenemos ya un sexto sentido especial, porque cuando vamos a Misa a otros sitios por alguna primera comunión o un funeral nos damos cuenta cuándo se cuidan las cosas y cuándo no y eso nos revela si allí hay amor de Dios en lo concreto o ese amor está un poco abandonado”, señala Inés.
Estas tres mujeres entregadas a Dios y a la Iglesia también han comprobado cómo pasar tanto tiempo juntas en la parroquia les ha hecho crecer en amistad. “Los sábados después de la labor y otros días entre semana vamos a un bar cerca de la parroquia a tomar algo: cada día se suma más gente al plan y eso nos hace estrechar lazos de amistad con otros feligreses”, cuenta Pilar. Resumen su día a día en la alegría por servir en lo escondido y así estar muy cerca de Dios.