Los bienes de la Santa Sede pertenecen a la Santa Sede. Suena a afirmación tautológica, pero eso es lo que en definitiva subraya el motu proprio “Il diritto nativo” («El derecho originario”), promulgado por el Papa Francisco el pasado 23 de febrero, en el que simplemente se reitera que ninguna entidad vaticana o relacionada con el Vaticano puede considerar los bienes como propios, sino que todas las entidades deben tener claro que lo que tienen en realidad forma parte de un perímetro más amplio.
Para qué sirve el motu proprio
Si el “motu proprio” no sirviera más que para reiterar un concepto ya bien definido, ¿por qué entonces era necesario que el Papa promulgara otro escrito?
Es una pregunta legítima, que abre muchas respuestas.
En primer lugar, el Papa Francisco había iniciado una progresiva centralización de la gestión del patrimonio de la Santa Sede, según un proyecto que ya pertenecía al cardenal George Pell como Prefecto de la Secretaría para la Economía.
Ya en diciembre de 2020, el Papa Francisco había decidido que la gestión de los bienes administrados generalmente por la Secretaría de Estado pasara a manos de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, una especie de “banco central” del Vaticano.
Después, con la constitución apostólica “Praedicate Evangelium”, el Papa Francisco estableció un principio de centralización, que luego se concretó con un “rescriptum” (una nota escrita por el Papa de su puño y letra) de agosto de 2023. Este rescripto se establecía que “todos los recursos financieros de la Santa Sede y de las instituciones conectadas con la Santa Sede deben ser transferidos al Instituto de las Obras de Religión, que debe ser considerado el único y exclusivo ente dedicado a la actividad de gestión patrimonial y depositario del patrimonio mueble de la Santa Sede y de las instituciones conectadas con la Santa Sede.
Una sola gestión, una sola institución financiera vinculada (el IOR, conviene recordarlo, no es un banco). De este modo, el Papa pretendía también dar respuesta a diversas situaciones que se habían planteado a lo largo de los años y, en particular, a las que surgirían durante el proceso por la gestión de los fondos de la Secretaría de Estado.
La situación anterior
Pongamos algunos ejemplos concretos de lo que ha cambiado. La Secretaría de Estado tenía una gestión personal de sus recursos, como órgano de gobierno, y siempre había invertido utilizando cuentas corrientes en instituciones financieras internacionales, como el Credit Suisse, manteniendo su autonomía y su captación personal de recursos.
El Dicasterio para la Evangelización de los Pueblos, ya desde su fundación como “Propaganda Fide” hace 400 años, fue dotado de total autonomía financiera, de modo que pudiera gestionar libremente el dinero que se destinaba a las misiones.
La gestión de los recursos de la Gobernación era un presupuesto en sí mismo -y efectivamente no se tiene un balance de la Gobernación desde 2015, a pesar de los muchos balances publicados en los últimos años por la Santa Sede- y era una administración que no sólo invertía, sino que podía contar con una gran liquidez gracias a los ingresos de los Museos Vaticanos. El gran proyecto era tener un presupuesto consolidado de Curia y Gobernación juntos.
La realidad era que precisamente esta liquidez permitía en parte cubrir las pérdidas de la Santa Sede, cuyo “presupuesto de misión” -como lo llamó el ex Prefecto de la Secretaría para la Economía, Juan Antonio Guerrero Alves- no genera beneficios, sino principalmente gastos, como los salarios.
Del mismo modo que era el Óbolo de San Pedro el que soportaba parte de las pérdidas, sin considerar la donación de gran parte de sus beneficios que el IOR hacía cada año, y que, en cualquier caso, ha disminuido drásticamente a lo largo de los años junto con la disminución de los beneficios.
En definitiva, las gestiones eran en muchos casos separadas, y los beneficios sólo iban a la entidad que invertía o destinaba recursos. El Papa Francisco centraliza el control, de modo que todas las inversiones pasen por un organismo central y sean gestionadas en última instancia por un fondo soberano, y elimina toda forma de autonomía de gestión. Al mismo tiempo, reitera que los bienes de la Iglesia no pueden considerarse personales, y con ello responde también a cierta lentitud en la gestión del traspaso de la gestión de los recursos al IOR. Se trata de una medida para culminar una reforma que él deseaba vivamente.
Lo que dice el «motu proprio«
Pero entremos en los detalles del «motu proprio». Afirma que “todos los bienes, muebles e inmuebles, incluidos los activos líquidos y los valores, que han sido o serán adquiridos, de cualquier manera, por las Instituciones Curiales y por los Entes vinculados a la Santa Sede, son bienes públicos eclesiásticos y, como tales, propiedad, en titularidad u otro derecho real, de la Santa Sede en su conjunto y, por tanto, pertenecientes, independientemente del poder civil, a su patrimonio unitario, no divisible y soberano”.
Por este motivo, se sigue leyendo, “ninguna Institución o Ente puede, por tanto, reclamar la propiedad o titularidad privada y exclusiva de los bienes de la Santa Sede, habiendo siempre actuado y debiendo actuar siempre en nombre, por cuenta y para los fines de ésta en su conjunto, entendida como persona moral unitaria, representándola sólo donde lo exigen y permiten las leyes civiles”.
El «motu proprio» aclara también que “los bienes son confiados a las Instituciones y Entes para que, como administradores públicos y no como propietarios, hagan uso de ellos según las normas vigentes, respetando y dentro de los límites dados por las competencias y finalidades institucionales de cada uno, siempre para el bien común de la Iglesia”.
Los bienes de la Santa Sede “tienen naturaleza pública eclesiástica”, y se consideran bienes con destinación universal, y “las entidades de la Santa Sede los adquieren y usan, no para sí mismas, como el propietario privado, sino en nombre y por la autoridad del Romano Pontífice, para la consecución de sus fines institucionales, que también son públicos, y por tanto para el bien común y al servicio de la Iglesia universal”.
Una vez que les han sido confiados, dice finalmente el motu proprio, “las entidades deben administrarlos con la prudencia que requiere la gestión de la cosa común y según las normas y competencias que la Santa Sede se ha dado, recientemente, con la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium y, aun antes, con el largo camino de reformas económicas y administrativas”.
La del Papa es también una invitación a la prudencia en la gestión, contenida desde el motu proprio “Fidelis Dispensator et Prudens” del 24 de febrero de 2014, con el que el Papa Francisco puso en marcha la gran reforma de la economía vaticana.
Con este «motu proprio», sin embargo, se abandona un principio que había regido las finanzas vaticanas en la era moderna: la diversificación de las inversiones y de los recursos, delineada de tal manera que permitiera la autonomía de la Santa Sede.
El siguiente paso podría ser la creación de un fondo soberano, según un proyecto inicial que se denominaba “Vatican Asset Management”, y que ahora debería gestionar la Secretaría de Estado, y el desarrollo del Instituto de las Obras de Religión hacia algunas de las funciones de un banco moderno (el IOR no es un banco, no tiene sucursales fuera del Vaticano).