Si hasta ahora la tecnología se había mantenido en cierto modo como algo externo al hombre, en nuestros días ya no es así; la tenemos dentro de nosotros. Nano y biotecnologías, sistemas robóticos están integrados en el sistema nervioso por interfaz neuronal, se han introducido en los mecanismos más íntimos de la persona y están cambiando profundamente nuestra forma de vivir en el mundo y de estar con los demás y con nosotros mismos.
Incluso aunque la máquina permanezca externa a la persona, su desarrollo actual está siendo capaz de determinar la vida de los hombres más profundamente de cuanto lo había hecho antes: basta pensar en la presencia de máquinas semejantes a nosotros, sea por su aspecto (robótica humanoide), sea por su capacidad de tomar decisiones de forma autónoma, o bien por los cambios socioeconómicos que conllevará, por ejemplo, la introducción masiva de la impresión 3D (en tres dimensiones). Y la pregunta clave es: ¿todo esto es algo negativo, antihumano, o podemos vivir la era de la técnica en clave de esperanza?
En este entorno global cada vez más condicionado por las máquinas parece lógico que se planteen muchos y nuevos interrogantes de no fácil respuesta, y que se empiece a hablar de “tecnoética” como vía para alcanzar una respuesta en clave de esperanza. De hecho, diversas instancias del mundo de la tecnología, de la cultura, de la política, están empujando cada vez más hacia un redescubrimiento de la dimensión ética de la tecnología.
Nace una nueva ciencia
El término “tecnoética” nació hace mucho tiempo, en el mes de diciembre de 1974, durante el “International Symposium on Ethics in an Age of Pervasive Technology”, que tuvo lugar en el prestigioso Israel Institute of Technology (Technion) de Haifa. En ese encuentro Mario Bunge, filosofo argentino que enseñaba en la McGill University de Montreal (Canadá), utilizó por primera vez el término en una intervención titulada “Toward a Technoethics”, que fue posteriormente publicada en “The Monist” en 1977.
La palabra nació, por lo tanto, solo cuatro años después que la palabra “bioética”, pero no tuvo el mismo éxito; prácticamente desapareció del mapa cultural hasta que volvió a surgir al inicio del siglo XXI.
Quizás la culpa de ello la tuvo el mismo autor. En aquella conferencia Bunge hizo afirmaciones que en aquel tiempo suponían grandes avances, como declarar que el ingeniero o el tecnólogo tiene la obligación de afrontar en primera persona los interrogantes éticos que sus acciones comportan, sin pretender trasladarlos a los managers (gestores) o a los políticos. En aquel tiempo ve veía al ingeniero como una especie de “obrero especializado”, capaz de realizar lo que le pedía la empresa o la política, pero sin ser él quien decidía qué hacer o qué no hacer, o si era bueno hacerlo.
Pero la fórmula que Bunge encontró para dar ese valor ético al obrar técnico lo estropeó todo. Como pensador imbuido en la modernidad, con tendencias materialistas y buen conocedor de la técnica emergente, probablemente pensaba que desde el punto de vista ético uno se podía fiar mucho más de la máquina, guiada por la ciencia y los algoritmos de la informática, que de la persona humana (para un moderno, desde el punto de vista funcional, la persona es decepcionante). Por eso Bunge concluyó su intervención recalcando que una conducta recta y eficiente requiere una revisión, un reacondicionamiento de la ética, porque tiene que depender de la técnica y no de una libertad humana poco fiable.
La posición de Bunge recuerda a la de los médicos asclepiadeos prehipocráticos: su ciencia dependía solamente de los libros sagrados; lo que estaba escrito en ellos era lo que seguían; las consecuencias éticas de sus actos no recaían sobre los médicos, sino sobre los dioses, los únicos responsables de la vida o de la muerte del paciente. En la tecnoética de la modernidad los dioses antiguos han sido sustituidos por la ciencia, que guía todas las conciencias. El único problema es que hoy la guía de todas las ciencias es, a su vez, la economía; por lo tanto, si algo es bueno para la economía, es bueno moralmente, y viceversa. Obviamente, se trata aquí de una economía centrada en la producción de riqueza, no en la persona, como sugiere en realidad el origen semántico de la palabra y ha recordado Francisco en la Laudato si.
Al servicio de la persona
Hipócrates rompe con la tradición asclepiadea y hace de la medicina una verdadera ciencia: destruye los libros sagrados y empieza a estudiar los síntomas y a experimentar la eficacia de los fármacos. Desde Hipócrates, curar o matar depende de la ciencia y de la capacidad técnica del médico que, por tanto, está involucrado éticamente en primera persona: por eso el médico jura que usará su ciencia sólo para el bien de la humanidad. La ciencia y la técnica de Hipócrates están al servicio de la persona.
Considero que tener esperanza en la actual civilización tecnológica pasa por descubrir nuevamente el verdadero sentido de la ciencia y su orientación hacia el bien global de la persona, y no sólo de sus funciones. En este sentido se debe concebir la tecnoética en una clave opuesta a la de Bunge: la tecnoética tiene que ser un ámbito de dialogo interdisciplinar entre tecnólogos y éticos, que lleve a un conjunto de conocimientos y a un sistema ético de referencia que permita a los logros de la técnica convertirse en un elemento central para alcanzar la perfección teleológica del ser humano. Esto presupone no sólo afirmar el carácter antropológico positivo de la técnica, sino también poner el fin de la persona en algo que vaya más allá de la técnica misma.
Babel versus Pentecostés
El ejemplo más clásico del finalismo inmanente de la técnica es la bíblica torre de Babel. En ese episodio los hombres piensan que alcanzar el cielo es construir una torre muy alta, sin darse cuenta que su intento les llevaría a estar poniendo ladrillos uno encima de otro por toda la eternidad: una especie de mito de Sísifo en versión de albañilería. Babel es el símbolo de la técnica de la modernidad: no es casualidad que en la película Metropolis, de Fritz Lang (1927), la ciudad donde se pretende alcanzar la felicidad técnica gira en torno a una torre que se llama “Nueva Babel”.
El hombre de Babel pierde la capacidad simbólica: autorreduciéndose a una finalidad inmanente, es capaz de comunicar muy bien, pero pierde el lenguaje humano, es incapaz de diálogo. Su castigo, la confusión de lenguas, no es arbitrario: es lo que le corresponde por lo que ha hecho. Sólo cuando le sea dado de nuevo el Espíritu del Logos (Pentecostés) será capaz de un verdadero diálogo con todos los hombres, por encima de la diversidad de lenguas. El paralelismo opuesto entre Babel y Pentecostés es la clave de la esperanza de la tecnología contemporánea.
El hombre moderno, que es el hombre de la Neo-Babel, o el Sísifo feliz de Camus, o la hormiga infatigable de Leonardo Polo…, no puede alcanzar la felicidad. La modernidad ha muerto, dejando el paso a la posmodernidad, entre otras cosas porque es ya certeza común –y no sólo previsión de los grandes profetas de la crisis de la modernidad: Dostojevsky, Nietzsche, Musil…– que el desarrollo tecnocientífico no conseguirá jamás responder a los grandes misterios del ser humano: el dolor, la culpa, la muerte… Nunca se llegará a una existencia humana plena añadiendo más tiempo. Recuérdese que, para Santo Tomás, el infierno no es verdadera eternidad, sino sólo más tiempo, tiempo indefinido, un tic-tac que nunca se acaba (cfr. Summa Theologiae, I q. 10, a. 4 ad 2um).
La técnica ganó la batalla
Por eso el fin de la modernidad ha coincidido con una enorme desconfianza hacia la técnica, a la que se la ve como enemiga. Contra ella se ha combatido en una gran guerra cultural: filósofos como Heidegger o Husserl, el movimiento hippy, la New Age, gran parte del arte (¡increíble!: “arte” en griego se dice “tekné”; técnica en latín se dice “ars”) y de la literatura han combatido a la técnica…, y han perdido.
Curiosamente, la técnica ha vencido la batalla cultural. Como se decía al inicio, ocupa ahora un lugar central no sólo en la sociedad, sino dentro mismo de la persona. Y la ha vencido no sólo porque se ha impuesto con sus logros, sino por otro motivo más radical: la reducción de la razón humana a la racionalidad científica experimental ha limitado el acceso a la realidad al conocimiento de sus leyes de comportamiento físico, químico, biológico, psíquico…
Al final, el modelo fundamental viene dado por la física, que es la moderna “medida de todas las cosas”, como lo era el hombre vitruviano en el Renacimiento florentino: entonces todo se entendía desde la antropología, y en la modernidad todo se entiende desde la física (¿cómo no pensar en los a priori kantianos de la razón pura?).
El problema es que todo esto tiende a un paradigma de dominio: conocer las leyes de la realidad para poder someterla. Así la modernidad ha originado una crisis ecológica: la destrucción de tantos recursos, el aumento del gap entre países pobres y ricos…
En el fondo, el problema es que la modernidad, como decía Scheffczcyk, ha sustituido a Dios por la ciencia y la religión por la técnica. En el paradigma moderno, la técnica acaba por ser el instrumento de la ciencia, invirtiendo una relación que siempre había sido la contraria. Y el hombre postmoderno se ha rebelado contra esto. ¿Quién sabe más de una rosa: un botánico o un poeta? Por eso la técnica ha vencido la batalla, e incluso los que siguen atacando la tecnología lo hacen empleando una infinidad de artificios tecnológicos, y difunden sus ideas a través del más sofisticado logro de la técnica de la comunicación: internet.
Identificación con la máquina
¿Qué hacer ante esta paradoja? ¿La técnica que ha vencido la batalla cultural es la técnica sometida y violenta de la modernidad, o es la técnica de la cultura clásica y del Renacimiento italiano centrada en el hombre?
La respuesta a esta cuestión no la puede dar la técnica misma, porque ella por sí sola no se determina a ningún fin, es siempre progreso hacia nuevos logros. La ordenación al fin es dada por la persona. En cierto modo, la persona moderna ha preferido renunciar al fin (que es como renunciar a la libertad), para identificarse con la máquina y participar así de sus muchas ventajas funcionales. Ante la crisis de la modernidad, quien no quiere renunciar a esta forma de ver las cosas no tiene más salida que la fuga hacia adelante, reduciendo todavía más la persona a la máquina: esta es la vía de los transhumanistas o posthumanistas, que no son postmodernos sino “tardomodernos” (es la terminología que usa Pierpaolo Donati, muy acertada). Para ellos la clave del ser humano está en la recuperación de la radical dicotomía cartesiana entre res cogitans (la mente, la inteligencia) y res extensa (cuerpos, materia), de forma que la res cogitans puede subsistir en cualquier res extensa, tanto biológica como artificial.
Los posthumanistas consideran el cuerpo humano como algo de lo que, si fuera necesario o conveniente, se puede prescindir o someter a modificaciones extremas y arbitrarias. Esta posición no es muy diferente a la que encontramos en muchos aspectos de la cultura tardomoderna, que ve al cuerpo como un mero instrumento que podemos modificar para mejorar sus prestaciones: prótesis y modificaciones que lo hacen más capaz de atraer sexualmente, o más idóneo para alcanzar determinadas prestaciones profesionales o deportivas, o que podrían hacer del cuerpo humano un cuerpo de marca, un “branded body” (Campbell). Es curioso que en el mismo año en el que Pistorius consiguió el permiso para competir en las Olimpíadas “normales”, una de las revistas internacionales más conocidas de bioética publicó un artículo que afirmaba que no hay razones morales para impedir las mutilaciones voluntarias o las modificaciones extremas del cuerpo (Scharmme en Bioethics, 2008); si una pierna prostética robótica me puede llevar a la gloria deportiva mejor que una mía natural, ¿por qué no sustituirla? Entonces, en las finales de las Olimpiadas de 2022 participarían sólo amputados.
Principales principios tecnoéticos
Se puede pensar que no vale la pena un progreso que permite semejantes cosas. En cambio, conviene afirmar que no se puede renunciar a este progreso tecnológico, que es una verdadera conquista del espíritu humano.
Está claro, de todas formas, que algo tiene que cambiar. La propuesta de la nueva tecnoética es que hay que cambiar el paradigma moderno que afirma el primado de la ciencia sobre la técnica y que la desvincula de la libertad por un nuevo modelo en el que la técnica vuelva a ser una actividad espiritual, producto eminente del espíritu en su relación con la materia. En el fondo, se trata de volver a descubrir el valor antropológico del cuerpo que somos.
La clave del verdadero sentido de la técnica está en descubrir su papel en el ser relacional de la persona, ya descrito por Aristóteles como el elemento teleológico de la felicidad humana (“nadie querría vivir sin amigos”). Esto se pone en evidencia en nuestros días postmodernos por la necesidad de superar el paradigma del dominio con un nuevo paradigma relacional. La persona, que se realiza en la relación interpersonal compartiendo los fines intencionales del intelecto y de la voluntad, sabe que la unidad sustancial de alma y cuerpo no puede llevar a cabo esta tarea sin aceptar su dimensión material. Interactuar con la materia (trabajo humano) para insertarla plenamente en el dialogo interpersonal es la razón última de la técnica.
Hay que sustituir la tecnociencia objetivante y dominadora, que subordina la técnica a un papel secundario, por un nuevo concepto de ciencia abierta a la verdad auténtica del hombre y consciente de no poder llegar a esa verdad, pero capaz de ponerse a su servicio a través de la tecnología. Por eso se puede decir, como primer teorema de la tecnoética, que la tecnología tiene como objeto propio el incremento de la capacidad relacional de la persona. De aquí se deduce el segundo teorema: la ciencia experimental se humaniza o espiritualiza cuando se convierte en técnica, porque llega a la persona. Y si se cumplen estos dos teoremas, es posible postular un tercero: el desarrollo auténtico de la técnica lleva a la exaltación de la persona, por lo que el artificio tecnológico, la máquina, que cuando nace suele tener una presencia aparatosa, acaba por integrarse y por darse por supuesta. Cuanto más perfecta es una máquina, más se esconde la persona humana detrás de ella, de su tarea y de su verdadera finalidad.
Naturalmente artificiales
La crisis de la cultura moderna nos ha llevado a establecer una especie de axioma por el cual lo que es natural es bueno, y lo que es artificial es malo. La verdad es exactamente la contraria. No hay oposición en la naturaleza humana entre natural y artificial: somos “naturalmente artificiales”. ¿Quién se atreve a decir que un miope es menos natural con gafas que sin ellas? Una visión adecuada de la técnica debería llevar a ver el elemento artificial como el producto de la interacción libre de la persona con la realidad material y, por lo tanto, como algo creador de diálogo. Por un lado estarían los artificios (máquinas) que son meros utensilios, o mecanismos evolucionados de asistencia a la vida humana (prótesis robóticas, neuroprótesis…), y, por otro, los artificios que incrementan la capacidad simbólica de la persona (tecnologías de la comunicación y la información).
Estos principios generales que he enunciado, pero no desarrollados suficientemente por la lógica falta de espacio, pueden servir de guía para juzgar desde el punto de vista ético cuándo una nueva tecnología sirve a la persona o no. Los más evolucionados sistemas robóticos pueden ya ser conectados al sistema nervioso de los seres vivos, creando una sinergia entre máquina y persona que puede llevar no sólo a reparar funciones perdidas, sino también a incrementar otras hasta límites impensables. Lo mismo se puede decir de las neuroprótesis.
La robótica humanoide puede permitir manifestaciones simbólicas que el arte hasta hace poco no podía soñar. Las nuevas tecnologías sirven a la libertad. Eso quiere decir que también pueden ir contra la humanidad: un sistema robótico puede condicionar la acción física de una persona contra su voluntad, una neuroprótesis puede esclavizar a un ser personal. De aquí la importancia de volver a la clave ética de la creación técnica, que permitirá descubrir siempre a la persona detrás de la máquina. Cuando contemplamos la Capilla Sixtina, la materia del fresco nos pone en diálogo con Miguel Ángel; cuando entremos en contacto con un humanoide, estaremos en diálogo con el ingeniero que lo ha creado.
Profesor de Teología Moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz y experto en tecnoética