El timbre rompe violentamente la quietud de los pasillos de un instituto público de Sevilla anunciando la hora del recreo. En segundos, son asaltados por centenares de jóvenes que buscan, aliviados, un descanso. Entre los docentes, sin embargo, reina un clima de incertidumbre. Han sido convocados de forma urgente –con menos de veinticuatro horas de antelación– a un claustro extraordinario.
En cuestión de minutos, la práctica totalidad de ellos ha copado el amplio espacio de la sala de profesores, presidida por el rostro serio del director del centro. Un murmullo general resuena en la estancia, y las miradas sugieren más dudas que certezas. El máximo responsable del instituto, pausado, toma la palabra: un chico, que no supera los catorce años, manifestó a la dirección el día anterior, su voluntad de ser conocido como Ana.
De la mano de una asociación –que, curiosamente, está presente en la promoción y gestión de todos estos casos– y sin anuncio previo, se personó en el instituto, exigiendo el cumplimiento del “Protocolo de Actuación sobre Identidad de Género en el Sistema Educativo Andaluz”, que antes de comenzar el curso 2014-2015 puso en marcha la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía.
Ninguno de los reunidos sabía de qué le estaban hablando. “Pero, ¿tenemos que llamarle Ana justo al acabar el recreo?”, preguntó uno de los asistentes. “Así tiene que ser”, contestaba con poca seguridad el director. “Al menos, habrá algún informe médico, o psicológico, o algún dictamen judicial que respalde su postura, ¿no?”, se cuestionaba otro. “Nada, y según el Protocolo, tampoco es obligatorio que exista”.
Reinaba la perplejidad en el ambiente y el director añadió: “De hecho, en un breve espacio de tiempo, desde la Consejería enviarán a un miembro del CEP [Centro del Profesorado, dependiente de la Consejería de Educación] para impartir los cursos correspondientes de prevención de la violencia de género al cuerpo docente, al alumnado, e incluso a los padres y madres de los alumnos del centro”. Acabó el encuentro con más interrogantes de los que existían a su inicio.
Este es uno de los casos que últimamente se han sucedido en el territorio nacional. En febrero se conoció el de Luken, residente en Guipúzcoa, quien, con sólo cuatro años, ha sido reconocido por una juez de Tolosa como una niña. Quizá no sepa atarse con suficiente destreza los cordones de los zapatos, y con toda seguridad no lea de corrido una hoja de su cartilla. Pero le han abierto la puerta a que pase por encima de su propio sexo.
Ni al chico que ahora quiere ser Ana han propuesto un tiempo de reflexión, ni al pequeño Luken esperar a que tenga uso de razón. Hasta cumplidos dieciocho años no podrán votar, ni conducir, ni firmar un contrato sustancioso o abrir una cuenta en el banco. Pero en el complejo mundo de la auto-aceptación, de las emociones y de los afectos, los han dejado solos.
Precisamente cuando el viento de la confusión más arrecia; en el momento en que la noche de la duda se ha hecho más oscura; justo cuando más necesitaban una luz nítida y un refugio seguro, los han abandonado a su suerte. Toda la propuesta que han recibido ha sido: “No luches; ríndete. Que estoy a tu lado para verte entregar las armas”.
No hace mucho el sacerdote y periodista Santiago Martín aludía a los padecimientos de Cristo cuando pendía de la Cruz. Se refería a aquellos que le increpaban en su agonía. No lo hacían con palabras malsonantes; repetían simplemente lo que el demonio había pretendido tiempo atrás: “¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!”, decían. “¡Rechaza el plan de Dios! ¡Obra según tu voluntad! ¡Ríndete!”. Pero en el Calvario Jesús encontró en su Madre la mirada que lo sostenía: “Hágase en ti la Voluntad del Padre, ¡Hijo mío!”.
También en la hora de la tempestad, estos chicos, como tantos otros, no necesitan de asociaciones ni de protocolos que instrumentalicen su dolor para lograr sus fines ideológicos. Hemos de animarles a permanecer firmes en la esperanza. Y así , comprenderán que “la aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común” (Encíclica Laudato si’).