Cultura

Pietro Annigoni, en la iglesia parroquial de Ponte Buggianese

Pietro Annigoni quiso decir cosas nuevas con un lenguaje convencional vivo. En ese sentido, su opción es claramente divergente de la de Lucio Fontana: parte de la tradición de los grandes del pasado para producir algo totalmente original. El ejemplo está en un ciclo de frescos de una iglesia de Ponte Buggianese, en la provincia de Pistoia (Italia).

Giancarlo Polenghi·12 de agosto de 2023·Tiempo de lectura: 6 minutos

El Descendimiento y Resurrección de Cristo, de Pietro Annigoni

En el primer artículo de esta sección elegí escribir sobre el arte de Lucio Fontana, conocido artista ítalo-argentino que ha creado numerosas obras de arte sacro, y entre ellas tres Vía Crucis que por estilo y ejecución pueden contarse entre las obras de arte sacro contemporáneo. El estilo informal, aunque las figuras sean reconocibles, la esencialidad de los colores en dos de los tres Vía Crucis (el blanco y el de terracota), la forma esbozada, se diría abocetada, con efectos plásticos potentes y, en cierto modo, nuevos, respecto al pasado, hacen que la obra de Fontana sea notable.

Apasionado por el dibujo

El segundo artista que he elegido presentar, Pietro Annigoni, se sitúa en las antípodas de Fontana. La elección no es aleatoria, porque con ella quiero subrayar la posible variedad de enfoques. Pietro Annigoni (7 de junio de 1910, Milán – 28 de octubre de 1988, Florencia) es un pintor que criticó el modernismo del siglo en el que vivió, y reivindicó de forma contundente, con originalidad y fuerza creativa, la posibilidad de hacer un arte original y plenamente del siglo XX, incluso en la estela de la tradición figurativa occidental.

Segundo de tres hermanos, su padre Ricciardo era un ingeniero de Milán que se trasladó a Florencia por motivos de trabajo, su madre Therese, era estadounidense de San Francisco, pero de origen ligur. Pietro se apasionó por el dibujo desde muy pequeño. Y el destino quiso que en Florencia esta pasión se encendiera aún más al entrar en contacto con la tradición artística de la ciudad, que siempre se ha basado en el dibujo. El 22 de septiembre de 1950, a su regreso de la Bienal de Venecia, Annigoni anotaba en su diario: «En el pabellón mexicano, notable fuerza bruta, pero fuerza. Fauvismo, cubismo, abstractivismo… Sí -comprendo-, superación de límites y conclusiones, esperanzas puestas en la frescura de nuevos incentivos, ansia de alcanzar mayor lirismo. Resultado: decorativismo sensual, destinado en poco tiempo a diluirse y aniquilarse. Sería importante decir cosas nuevas e interesantes con un lenguaje convencional vivo y comunicativo”.

En la escuela de los grandes

De eso se trata, de decir cosas nuevas e interesantes con un lenguaje convencional vivo y comunicativo. En el arte sacro, se podría objetar que no hay necesidad alguna de decir cosas nuevas, porque el arte sacro cristiano debe decir lo que ya sabemos, el contenido de la fe, que es inmutable. Por supuesto que es así, pero con una condición, a saber, que re-proponiendo la buena nueva (que no casualmente es nueva) consigamos también hacer percibir su eterna y demoledora novedad. El lenguaje puede ser también «convencional», pero no obstante debe ser «vivo y comunicativo».

Creo que Annigoni ha demostrado, con su trabajo artístico, haber hecho precisamente eso, es decir, utilizar el lenguaje figurativo del arte occidental, educado en la escuela de los grandes del pasado, para producir algo nuevo y totalmente original, que antes del siglo XX ni siquiera se habría podido imaginar. El ejemplo está en una iglesia parroquial rural de Ponte Buggianese, en la provincia de Pistoia, donde el maestro Annigoni, junto con sus alumnos -es decir, un grupo de estudiantes-amigos, realizó a partir de julio de 1967 un impresionante ciclo de frescos.

Si Fontana, con su “Vía Crucis blanco”, innovó también técnicamente el arte de la cerámica vidriada, buscando nuevos efectos, Annigoni elige en cambio una técnica pictórica antigua y compleja como es la pintura al fresco, que requiere procedimientos lentos, mucha reflexión y preparación, porque la ejecución debe ser exenta de correcciones. El resultado, sin embargo, no es «neo – lo que sea», aunque incluya referencias y citas de obras del pasado.

El “Descendimiento” de Florencia: un resultado nuevo

Antes de adentrarnos en algunas de las obras del ciclo, quiero dar un paso atrás, y volver a una obra que se remonta al periodo 1937-1941, en el convento de San Marcos de Florencia. Se trata de un Descendimiento de Cristo de la Cruz, en la escena central, y de dos lunetas, respectivamente con Adán y Eva, y la matanza de Abel por Caín, y dos parejas de santos a ambos lados del Cristo depuesto (San Antonino Pierozzi y Santa Catalina de Siena, a un lado, y Santo Tomás de Aquino y Jerónimo Savonarola, al otro).

Leamos de nuevo en el diario de Annigoni: «Comencé el fresco de San Marcos con el Descendimiento de la Cruz (…). Para la primera parte de la obra decidí tener un cuerpo realmente muerto para la figura de Cristo, así que consulté al profesor de anatomía de un hospital y obtuve permiso para elegir en la cámara frigorífica. Allí había cuatro o cinco, prácticamente todos esqueletos.

Cogí el único que podía servir a mi propósito e intenté colgarlo de una escalera, pero estaba demasiado rígido (…). Al final tuve que utilizar un modelo vivo». Annigoni quiere pintar del natural, utiliza modelos, reconstruye la escena, pero el resultado es nuevo. El Cristo muerto, lívido, desarticulado, cuelga ya desprendido de los clavos. Está sostenido por una sábana que pasa por debajo de sus brazos. No se ve a quien lo sostiene. No hay escaleras alrededor. Es una visión «comunicativa» y el lenguaje antiguo está «vivo».

Contemplando esta obra de Annigoni surge espontáneo el recuerdo de la teología del cuerpo de san Juan Pablo II, es decir, una lectura de teología antropológica que busca en la corporeidad el misterio de Cristo, que asumió la carne que fue creada a imagen y semejanza de Dios, hasta el punto de que se puede afirmar con certeza que Jesús, antes de encarnarse, era misteriosamente el modelo original y originario de Adán y Eva.

«El cuerpo, en efecto, y sólo él” -dijo Juan Pablo II el 20 de febrero de 1980, en la audiencia general (recogido después en el volumen «Hombre y mujer los creó «)-, “es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Fue creado para trasladar a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así signo del mismo». La corporeidad, a través de su masculinidad y feminidad «visibles», según Juan Pablo II, constituye así un sacramento entendido como signo que transmite efectivamente al mundo visible el misterio invisible escondido en Dios.

Es claro que el arte sacro cristiano tiene y tendrá siempre entre sus elementos distintivos la reflexión artística sobre la encarnación, sobre la corporeidad, sobre la dimensión de verdadero hombre-verdadero Dios, en la que la humanidad desvela (revela, precisamente) la divinidad.

Tres frescos destacados en Ponte Buggianese

Volvamos ahora al Ponte Buggianese para detenernos en tres frescos particularmente significativos.

El Descendimiento y Resurrección de Cristo, de 1967, en la pared del fondo de la iglesia, es un fresco que supera los 90 metros cuadrados. La composición es originalísima: en el centro está Cristo depuesto, exactamente como se ve en el convento de San Marcos, pero aquí vemos que hay dos ángeles, a los lados, que lo sostienen con una sábana; sobre la cruz, Jesús aparece resucitado en una mandorla irregular y blanquísima. Hay un enorme contraste entre el muerto que cuelga y el resucitado, que también es físicamente más grande, erguido, en movimiento, con los brazos abiertos mostrando las llagas. Abajo, a ambos lados de la puerta, en un escenario apocalíptico, Adán y Eva contemplan la escena. Por encima de ellos, unos ángeles hacen sonar las trompetas del juicio.

La segunda escena que me gustaría destacar se encuentra en la primera capilla según se entra a la derecha, y representa la resurrección de Lázaro, pintada en 1977. También aquí hay mucha fuerza y originalidad en la composición. Cristo tiene a su derecha y a su izquierda a Marta y a María (una de las dos se tapa la nariz por el hedor del cadáver), otros están en segundo plano, como testigos, y tres están en una colina cercana y miran. Cristo tiene la mirada fija en la momia que camina hacia él. En éste, como en los demás frescos, llama la atención la habilidad de Annigoni para ejecutar retratos y hacer que cada persona de la escena experimente emociones concretas, que en este caso están marcadas por la maravilla, el asombro.

Annigoni dedicó mucho tiempo al retrato, y en un momento de su carrera realizó obras para personalidades muy conocidas, entre ellas la joven reina Isabel II, John Fitzgerald Kennedy, Juan XXIII, el sha de Persia Reza Pahlevi y la emperatriz Farah Diba. Annigoni alternaba estos retratos ilustres con retratos de personas pobres, de indigentes, como el Cinciarda de 1945, hoy conservado en el museo de Villa Bardini de Florencia, o el fresco titulado “La Caridad para la Misericordia” de Florencia, de 1972, en el que un hermano de la Misericordia lleva a un herido sobre sus hombros sirviéndose de la “zana”, una cesta de mimbre con un asiento.

La última obra del ciclo Ponte Buggianese que quiero mencionar por su originalidad es la escena de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Se trata de un fresco de 1979. Cristo está angustiado, parece perdido y solo. Delante de él hay un ángel gigantesco con las alas extendidas que le asiste sin que él interactúe. En primerísimo plano, con destellos dignos de Mantegna, están los tres discípulos dormidos. Una vez más, Annigoni demuestra que es posible «decir cosas nuevas e interesantes con un lenguaje convencional vivo y comunicativo».

El autorGiancarlo Polenghi

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