Una célebre canción decimonónica compuesta por universitarios en Santiago de Compostela reza: “Triste y sola, sola se queda Fonseca”. La tristeza y la soledad invaden nuestros hogares de un modo desconocido en la historia de Occidente, porque nunca se había desintegrado tanto el valor, la estructura y la naturaleza de lo que tiene que ser una familia. Como todas las cosas, ésta tiene un manual de instrucciones, que nos ha dado ahora por no leer: estamos metiendo recipientes de metal para calentar leche en el microondas.
Gracias a Dios, las excepciones a este paradigma cultural son muchas y buenas. El lema Acompañar en la soledad que ha elegido la Conferencia Episcopal en esta Campaña del Enfermo 2020, y cuyo material es la base de esta reflexión, nos asoma a la soledad de muchos mayores. En España, ¡más de dos millones!
Cuando ellos nacieron, la situación social era difícil. Enfrentaron una situación de guerra y posguerra que marcó claramente su carácter, y su forma de entender la vida. En aquellas circunstancias, había que arrimar el hombro para ayudarse mutuamente en momentos de gran necesidad y penuria. Las familias compartían la dificultad: todos los miembros de la familia se ayudaban. La emigración a las grandes ciudades para labrar el futuro de los jóvenes exigía la cooperación de todos: abuelos, padres e hijos. Los mayores eran atendidos, cuidados y respetados en su ancianidad en sus propias casas hasta que la muerte les llegaba. En esa estructura, la familia se convirtió en la clave, asumiendo un gran sacrificio. Era una época con menos soluciones médicas, técnicas y sociales, que eran suplidas por el mayor bien que existía: las personas.
Ancianos: Cuando se les viene el mundo encima
Mi parroquia está en el centro de Madrid y éste es el cuadro que te pintan la mayoría de “jóvenes experimentados” (así les llamo yo) cuando te cuentan su vida. Visitamos a muchos de ellos en sus casas, y se cumple la estadística: muchos viven solos. Ahora, su mejor compañía es un colgajo con un botón rojo, que en la mesilla de noche adopta una forma más grande para contener el micrófono de alerta por si pasa algo.
Una vez vino una persona mayor que me dejó desconcertado. Se valía por sí mismo, tenía gran carrera y una vida aparentemente llena. Pero cuando llegaba por la tarde/noche a casa, se le venía el mundo encima.
Las medidas sociales de apoyo y acompañamiento, y las nuevas técnicas permiten que sigan viviendo en sus hogares: como en casa, en ningún sitio. Eso, sin duda, es un gran punto a favor. Y es que los mayores no quieren molestar. Tienen el miedo de convertirse, si los hay, en un estorbo para sus hijos, ya talluditos, que tienen una vida absolutamente colapsada por sus compromisos.
Para los que tienen una economía más desahogada, la ausencia filial se suple con una persona de servicio doméstico, o bien alguien que viene desde servicios sociales del Ayuntamiento para lavarles o hacer las tareas de la casa. Es una grandísima ayuda para muchos, sin duda, pero no necesariamente implica una compañía real: en la mayoría de casos simplemente es una solución funcional.
Sentirse comprendidos
Ciertamente lo más necesario para un mayor que vive solo es sentirse comprendido, tarea no siempre fácil. Requiere escucha, paciencia y sobre todo tiempo. Y con nuestros aceleres habituales, parecen tres dones de un tiempo pasado, cuando no había redes sociales. Pero el caso es que todos, niños, jóvenes, adultos y ancianos, necesitamos y vivimos de esos dones maravillosos que sólo nos pueden dar las personas y son los que nos hacen humanos. Cuando cuidamos los tres aspectos, y los damos, a eso le llamamos cariño. Porque su fundamento es el amor. Y si nuestra fuente es un amor sin límites, como el de Dios, comprenderemos que esos tres dones son los que siempre nos da Él. Por eso es importante darlos después nosotros a los demás, especialmente cuando se hacen más necesarios.
En la parroquia tenemos organizada la visita a personas solas en sus hogares. Por un lado, la Legión de María realiza un apostolado precioso de visitarles; desde Cáritas apoyamos a algunos de ellos; el equipo de Comunión de enfermos les visita una vez a la semana; los sacerdotes vamos una vez al mes para confesarles y llevarles la Comunión.
Pero son muchos más los que tenemos en el barrio. Hace un par de años hicimos una campaña para animar a la feligresía a cuidar en su comunidad de vecinos a quienes vivieran solos y que no deseaban una atención espiritual; la parroquia se ofrecía a visitar a quien quisiera. Organizamos en paralelo un voluntariado que realizara las visitas, al que se apuntaron bastantes personas. Fue un fracaso el primer aspecto: hay miedo a abrir la puerta a gente extraña. Ciertamente son muchos los casos de quienes se han aprovechado de la debilidad de los mayores y les han robado. La desconfianza y el miedo cierran las puertas no sólo físicas, sino también del corazón. Y es ahí donde la soledad se convierte en un verdadero infierno.
Pese a las dificultades, el camino está claro: debemos acompañar en la soledad.