Papá tenía 76 años. Era cardiólogo. Cuando se fue al cielo, el 2 de abril, cumpleaños de su madre, se puso en alto la felicidad que había sembrado en la tierra, vivida de primera mano por su mujer, tras 41 años casados, y por sus seis hijos. Sus compañeros de la CUN (Clínica Universidad de Navarra), hubieran querido cuidar de él durante la pasión que sufrió catorce días, como tantos otros enfermos, a causa de la pandemia.
Sus residentes del Hospital 12 de Octubre, donde trabajó casi 40 años, nos compartieron la orfandad que sienten como familia cardiológica del “gran Alfredo Llovet”,“por el esfuerzo y el cariño invertidos en su crecimiento profesional y personal”, “por el gran peso y huella que ha dejado en todo aquél que ha tenido la suerte de cruzarse con él en la vida”. Emociones que papá guardaba en su humildad y que conocía personalmente, pues seguían manteniendo el contacto. Recuerdan también el ímpetu de su enseñanza: “sois los mejores”, “os lo sabéis todo”, “hay que mantener la capacidad de asombro”. Conmemoran su generosa colaboración, “siempre con ganas de escuchar”, porque “creía en ellos”. Muy bien le representan los rasgos del buen profesor publicados por una de las revistas a las que seguía suscrito, Nuestro Tiempo.
Papá abrió camino a la profesión y a la investigación en métodos y publicaciones internacionales de primer orden, y leía la Revista Española de Cardiología para atender consultas médicas, muchas movidas por la cercanía y la amistad. Sus pacientes le buscaron hasta el final. Encontraron apoyo en su vasto conocimiento y luz en su bondadoso trato. Sus amigos y familiares le querían como a un hermano de sangre. Aprendían de un maestro siempre alegre y positivo, con buen humor e inteligente conversación. Descansaban con alguien que decía “siempre que lo necesites, llámame”.
Todos se acuerdan de la última vez que hablaron con él, recientemente, tomando un aperitivo, en una conversación telefónica, recibiendo un evangelio. Preparaba con entusiasmo de enamorado catequesis de formación cristiana, charlas de matrimonios y el club de lectura.
Desde Houston a St. Louis
Pocos padres saben tanto de sus hijos como papá. Nos enviaba diariamente llamadas, bromas, consejos, fotos para animarnos o recordarnos. ¡Cuántos pensamientos, y miradas de sonrisa para hacernos sentir que afrontamos cada reto junto a él, para ser agradecido con todos! Se sentía apelado de forma distinta por cada hijo —papón, puqui, “pá”, papito…—, especialmente unido con cada uno. A mamá le llamaba “mi rodrigón”, haciendo alusión a su apellido, pero, sobre todo, al palo que se clava al pie de una planta para sostener sus tallos y ramas. Sus detalles de fortaleza y optimismo para querer al máximo en cada momento hacen palpable al Padre bueno con el que se ha abrazado ya para siempre; lo imagino, apoyado en su hombro, mientras pasean. Junto a ellos estamos cuando rezamos, como el mejor regalo que nos ha dado. Ahora más juntos si cabe, en la reunión virtual del rezo del Rosario y en la Comunión espiritual.
Quizás si papá hubiera escrito una despedida, habría utilizado la misma dedicatoria que envió a la residencia de St. Louis donde viví una estancia de investigación. Allí me abrió camino en el año 74 cuando viajaba desde su puesto de fellow (periodo de formación de especialidad médica y gran mérito en el ámbito académico) en Houston para recibir formación cristiana: “Que la Virgen de Molinoviejo, Santa María Madre del Amor Hermoso, cuide, siempre, a todas las personas que viven en esa casa”. Iremos a la Ermita a dar gracias por su vida. Ella, recia, cercana, afable, nos dará la paz.