La acción de la Virgen ayuda a suscitar en nosotros un mayor sentido de la llegada de Dios, un mayor deseo de que venga a nosotros. Esto es exactamente lo que vemos en el evangelio de hoy: “En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre”. San Juan Bautista cumplía ya su misión de precursor de Cristo en el seno de su madre Isabel. Estaba tan emocionado al sentir la presencia de Jesús que saltó de alegría. Ojalá fuera ésa nuestra reacción.
Algunas personas ven la Navidad con temor, pensando simplemente en el trabajo extra que puede suponer o en las tensiones que pueden surgir cuando se reúnen los miembros de la familia. Pero más que escuchar nuestro miedo, debemos atender a la voz de María: “En cuanto Isabel oyó el saludo de María…”. Sólo la voz de María, oírla hablarnos en el fondo del corazón, puede despertarnos a la presencia de Dios y renovar nuestra alegría y la espera de su llegada. La fe de María es contagiosa: “Bienaventurada la que ha creído…”.
Especialmente en el Rosario, María viene a nosotros con alegría, trayéndonos a su Hijo escondido, como fue de prisa a visitar a su prima anciana con el Niño Dios en su interior. “María se levantó y se puso en camino de prisa”, y se levanta de la gloria celestial para venir de prisa también a satisfacer nuestras necesidades y traernos a Cristo. Nuestras súplicas y necesidades la impulsan a darse prisa, del mismo modo que la noticia de la necesidad de Isabel -embarazada a una edad avanzada- la impulsó a acudir rápidamente en su ayuda.
Pero si imitar a María puede parecernos un listón demasiado alto, al menos podemos imitar a Isabel y aprender de ella. Escuchamos en sus palabras a María cuatro hermosas declaraciones que pueden enseñarnos tanto. Llena del Espíritu Santo, exclamó con voz potente: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”. Llenos de nuestro propio espíritu de orgullo e ira, mejor nos callamos. Pero, llenos del Espíritu Santo, hacemos bien en gritar.
Isabel, con la perspicacia que Dios le ha dado, percibe en primer lugar la grandeza de María (bendita entre las mujeres), ciertamente por su respuesta total a Dios, pero sobre todo por ser Madre de Dios, por la gracia que ha recibido (el fruto de su vientre).
A continuación, reconoce la gracia que ella misma ha recibido en la visita de María (“¿Quién soy yo?”). A continuación, comprende el papel de María al inspirar el salto del niño Juan y, por último, alaba su fe.
Isabel puede ayudarnos a apreciar cuán grande es el don de que Dios venga a nosotros como un niño a través de María y cuán importante es la fe para recibir este don.
La homilía sobre las lecturas del cuarto domingo de Adviento
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.