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Sobre la función del derecho canónico

Varias conmemoraciones actuales invitan también a la reflexión sobre la función del derecho canónico: el quinto centenario de la muerte del cardenal Cisneros y del comienzo de la reforma de Lutero, y los cien años del primer código, de 1917.

Nicolás Álvarez de las Asturias·2 de diciembre de 2017·Tiempo de lectura: 9 minutos
Libro de derecho canónico.

Buena parte del siglo pasado se lo pasaron los canonistas intentando justificar la legitimidad de su tarea. No eran pocos quienes consideraban que el derecho canónico era contrapuesto a las enseñanzas del Evangelio, a la Iglesia querida por Jesús y guiada por el Espíritu Santo. En último término, se consideraba una expresión eminente de la mundanidad en la que se había caído. Su desaparición se postulaba como un requisito imprescindible si quería lograrse de verdad la renovación profunda de la Iglesia.

La duda que no termina de disiparse

Es verdad que conforme se fueron recibiendo con más sosiego las enseñanzas del concilio Vaticano II y, sobre todo, tras la promulgación en 1983 del nuevo Código, las objeciones fueron decreciendo y el derecho canónico pareció adquirir de nuevo carta de ciudadanía y una cierta legitimidad. Además, numerosos canonistas de gran relieve reflexionaron sobre los fundamentos de su ciencia y ofrecieron una visión mucho más profunda y argumentada del papel esencial que desempeña en la vida de la Iglesia.

Sin embargo, ni el nuevo Código ni la contribución de los canonistas han terminado de disipar la duda. La contraposición entre ley y misericordia, rigidez y flexibilidad, son modos legítimos de explicar la novedad del evangelio y una fuerte sacudida para que la Iglesia sepa estar siempre al servicio del hombre, de cada hombre. Pero solo coloquialmente puede sostenerse que el derecho canónico sea el defensor de la ley y de la rigidez, en el sentido de las contraposiciones señaladas. En efecto, si recurrimos a los clásicos, el derecho aparece como lo que pertenece a cada uno, lo que se le debe en justicia; y si recurrimos a los grandes acontecimientos que configuraron nuestra cultura en su versión más reciente, el derecho aparece como lo que garantiza la igualdad de todos los hombres y los protege de los desmanes de los poderosos. Algo parecido debe decirse de su función en la Iglesia, pero no solo.

En 2017 han coincidido diversas conmemoraciones históricas que permiten reflexionar sobre algunos aspectos de la función que el derecho canónico realiza en la comunidad eclesial. A luz de ellas, se espera poder disipar, al menos en parte, la duda sobre su legitimidad y utilidad, así como iluminar el sentido de los últimos cambios introducidos por el papa Francisco en la disciplina eclesial. Como se ve, se trata, una vez más, de recurrir a la historia como magistra vitae.

Dos episodios relevantes del siglo XVI

En 2017 se cumple el V centenario tanto de la muerte del cardenal Cisneros como del comienzo de la reforma de Martín Lutero. Ambos acontecimientos hablan de la reforma de la Iglesia, si bien con acentos profundamente diversos. En ambos, el papel del derecho canónico fue relevante e ilustrativo para comprender su función en la comunidad eclesial y su fundamentación.

a) Cisneros, paradigma de la reforma española

El cardenal Cisneros (1436-1517) es uno de los grandes reformadores de la Iglesia en España y uno de los que hicieron posible la contribución tan significativa de nuestro país en el concilio de Trento. Franciscano observante, entendió, también vitalmente, que cualquier reforma consistía fundamentalmente en la vuelta a los orígenes; orígenes que, con el paso del tiempo, de hecho se desvirtuaban, afeando de este modo el rostro de la Iglesia. En este camino, tanto Cisneros como el resto de los reformadores españoles, perciben en el derecho canónico una doble función y, a la vez, un límite.

La primera función es gnoseológica, puesto que el carisma originario, al menos en las órdenes religiosas, quedó plasmado en la regla primitiva. A ella se debe volver. De modo indirecto se asume que el derecho no desnaturalizaba los carismas, sino que los preservaba y consolidaba frente al paso del tiempo. 

La segunda es disciplinar. El derecho puede decirse que encarna la existencia en la Iglesia de una potestas, dotada de los medios suficientes para preservarla de toda desviación de cuanto Ella entiende que es don recibido del Espíritu; y para corregir el rumbo cuando dichas desviaciones se han dado. No aparece, pues, el derecho canónico como contrario a la obra del Espíritu, sino como instrumento para proteger y, si es el caso, retornar a dicho designio divino. Potestad que, en manos de los pastores legítimamente constituidos (el Papa y los obispos), debe ser ejercida como parte esencial de la misión que han recibido de Cristo.

El límite proviene de la constatación de la ineficacia de las leyes cuando no hay quienes quieran aplicarlas y vivirlas, y solo puede superarse a través de una adecuada formación; de los pastores, en primer lugar. La fundación de la Universidad de Alcalá –no especializada en leyes– es significativa del genio de la reforma española, basada antes en la formación de las personas que en la promulgación de leyes o la creación de instituciones: un desafío y una lección permanentes, para lograr que el derecho canónico pueda desempeñar realmente su función.

b) Martín Lutero y su “parábola” en el derecho canónico

Si para Cisneros el derecho canónico es fuente de conocimiento de la dirección que debe emprender la reforma e instrumento (aun limitado) para conseguirla, para Lutero (1483-1546) es todo lo contrario.

Del mismo que el inicio de la reforma protestante se liga a un acontecimiento de tremenda fuerza visual (la fijación de las 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg), su valoración del derecho canónico está marcada por otro acontecimiento de fuerza no menor: la quema en la hoguera del corpus iuris canonici el 10 de diciembre de 1520. Se consideraba el derecho canónico como un instrumento del Papa, concretamente aquel con el que tenía aherrojadas tanto las libertades de las iglesias y de los cristianos, como del mismo evangelio: “Si no se abolen sus leyes y sus ritos, y no se restituyen a las Iglesias de Cristo sus libertades y se difunden entre ellas, serán culpables de todas las almas que perecen bajo esta miserable cautividad, y el papado es verdaderamente el reino de Babilonia y del verdadero Anticristo”, llegará a afirmar. La abolición inicial de toda la disciplina canónica condujo, sin embargo, a las comunidades reformadas al caos organizativo y al desorden en cuestiones sustanciales, que afectaban también a la moralidad pública. De ahí que pronto empezaran a “rescatarse” de los libros quemados algunas disposiciones que resultaban imprescindibles para garantizar el orden en las nuevas comunidades. El mismo Lutero apoyó con entusiasmo estos intentos: “Hay muchas cosas en el Decretum de Graciano… que tienen un valor excepcional… porque en ellas se puede percibir el estado de la Iglesia tal y como era en la antigüedad, en sus orígenes”. De este modo, el pensamiento de Lutero sobre el derecho canónico traza una parábola, desde su más absoluto rechazo al reconocimiento de una doble utilidad: como fuente de conocimiento de la antigüedad y como disciplina que garantiza el orden.

Este reconocimiento no lo es de la potestas que estaría en su origen. En esto Lutero se mantendrá firme, encomendando la legislación eclesiástica a las autoridades temporales: de ahí que su reforma no pueda ser considerada “verdadera” (siguiendo la terminología de Congar), al romper de hecho la comunión. Sin embargo, por lo que se refiere a la fundamentación del derecho canónico, los reformadores protestantes sintonizan y difunden una convicción siempre presente en la tradición canónica, la existencia en el derecho canónico de disposiciones que no derivan de la autoridad pontificia, sino del derecho divino, al que incluso el Papa debe estar sometido. Dichas disposiciones divinas serán asumidas por los reformadores que las considerarán –al igual que los católicos– vinculantes no solo para la Iglesia, sino también para los ordenamientos civiles. De este modo, el nuevo derecho moderno, que empezaba a alumbrarse en aquellos años, recibirá como su fundamento último un derecho natural, cuya fuente de transmisión había sido el derecho canónico.

Las enseñanzas de los últimos cien años

Si la pretensión del derecho canónico, tal y como es percibida en el siglo XVI, es la de preservar la realidad originaria, reconducir a ella y garantizar el orden eclesial, sabiéndolo fundado en la autoridad misma de Dios y en la potestad que Él ha encomendado a los pastores de la Iglesia, la cuestión permanente es cómo lograr que cumpla de hecho esa función. Tanto la conmemoración del primer centenario de la primera codificación canónica como las sucesivas reformas que jalonan el siglo XX y lo que llevamos del XXI, iluminan la cuestión.

a) Un derecho cognoscible y aplicable: el Código de 1917

El concilio Vaticano I (1869-1870) fue la ocasión para que muchos obispos pidieran al Papa que se realizara una labor de síntesis del derecho canónico entonces vigente, pues resultaba casi imposible de aplicar, dada la dispersión de las leyes en colecciones de naturaleza diversa y su acumulación sin que las más recientes abrogaran necesariamente las antiguas. 

El encargado de cumplir esta sugerencia fue el Papa san Pío X (1903-1914), que comenzó y prácticamente culminó la obra de preparación del primer Código de Derecho Canónico, promulgado ahora hace cien años por su sucesor el Papa Benedicto XV. Se trataba de una adaptación tanto a la doctrina como a las necesidades de la Iglesia de una técnica que había conquistado prácticamente el derecho continental, y que era especialmente necesaria puesto que, a diferencia de los códigos seculares, el canónico aceptaba la superioridad del derecho divino, se interpretaba a la luz de la tradición precedente, y regulaba la vida de sus miembros teniendo en cuenta las diferencias que la recepción del sacramento del orden o la profesión religiosa introducen en el campo de los derechos y deberes en el interior de la comunidad eclesial. De este modo, la asunción de la técnica codificadora no se hizo sin el debido discernimiento de lo que pudiera tener de incompatible con la especificidad del derecho de la Iglesia.

La conmemoración de su primer centenario ha permitido reflexionar sobre las ventajas e inconvenientes que esta decisión ha tenido el derecho canónico y su específico servicio a la Iglesia. Aquí me interesa señalar tan solo dos ventajas, que estaban en el origen mismo de la decisión de codificar el derecho eclesial: el derecho canónico se convirtió desde entonces en un derecho fácilmente cognoscible y aplicable; dos características esenciales de una realidad con eminente finalidad práctica (llevar de lo que se es a lo que se debe ser).

b) El derecho de la Iglesia: el concilio Vaticano II y Código de 1983

La especificidad del derecho canónico respecto a cualquier otro ordenamiento jurídico tiene que ver con la peculiaridad de la sociedad eclesial. Se trata de una convicción permanente que puede verificarse en la estrecha relación existente entre la concepción que la Iglesia tiene de sí misma (expresada en la eclesiología y de modo autorizado en las expresiones magisteriales de naturaleza eclesiológica) y el derecho canónico en cada época histórica.

Se comprende que la celebración del concilio Vaticano II (1962-1965), con su profunda renovación eclesiológica, postulase una renovación igualmente profunda del derecho canónico. El beato Pablo VI llegó a hablar de un novus habitus mentis, como requisito necesario para plasmar en el derecho la renovación conciliar. San Juan Pablo II caracterizó el resultado de este esfuerzo –el Código de 1983– como una traducción al lenguaje jurídico de la doctrina conciliar sobre la Iglesia, que se percibe tanto en la nueva sistemática como en la redacción y el contenido de los cánones. Se expresa así con gran claridad el carácter jurídico (debido) de los grandes bienes específicamente eclesiales, como son la Palabra de Dios, los sacramentos y la misma comunión eclesial, a cuya tutela y garantía se ordenan los elementos de naturaleza más “práctica” como pueden ser los procesos o las penas.

De esta manera, el nuevo Código pone de manifiesto otra de las condiciones imprescindibles para que el derecho canónico cumpla su misión: debe ser también profundamente eclesial, enraizado en su misterio; de otro modo, no sería verdadero derecho, sino estructura mortificante.

c) Un derecho eficaz: las reformas del papa Francisco

De la promulgación del Código de 1983 están para cumplirse 35 años. Tiempo más que suficiente para verificar si se cumple otra de las características esenciales del derecho: su eficacia, que es la propia de cualquier ciencia práctica, llamada a transformar la realidad.

Parece indudable que, junto a la importancia la sinodalidad como categoría inspiradora (cfr. lo dicho en Palabra, noviembre 2016), las reformas del papa Francisco se mueven también en el ámbito de lograr un derecho canónico más eficaz. Me parece, en efecto, que ésta es una de las prioridades de la reforma de los procesos para la declaración de la nulidad del matrimonio, pero también de la adecuación de algunos cánones del código latino al de las Iglesias orientales (cfr. M.p. De concordia inter Codices, 31-V-2016) y, en último término, la reciente modificación de las competencias de la Santa Sede en relación con las traducciones litúrgicas (cf. M.p. Magnum principium, 3-IX-2017). 

Con todas estas reformas, y con la largamente anunciada del derecho penal, se introducen modificaciones en el Código de 1983, buscando que pueda cumplir su finalidad de tutela de los grandes bienes eclesiales y, sobre todo, que contribuya más eficazmente a su misión última, que no es otra que la de la salvación de las almas, de cada alma.

Recapitulación

El derecho canónico, que a los ojos de los no especialistas puede seguir apareciendo como sospechoso o hasta ajeno a la naturaleza de la Iglesia y obstáculo para su misión, surge de un modo completamente diverso si se le considera a la luz de las enseñanza de la historia; incluso cuando son tan parciales como las que ofrece la feliz coincidencia de unas conmemoraciones significativas.

Desde luego, el caso de Lutero pone de manifiesto siquiera su absoluta necesidad práctica. Pero indica también sus fundamentos últimos más allá de un poder terrenal y su estrecha dependencia de un derecho divino que debe ser garantizado y nunca conculcado. La reforma española de la que Cisneros puede considerarse paradigma, revela su valor para conocer el momento originario y para mantener a la Iglesia fiel a dicho momento (o para devolverle a él). También la existencia por voluntad de Cristo de una potestas eclesiástica, que permita mantener a la comunidad eclesial en estado de renovación. Las experiencias del siglo pasado y del presente ilustran, por último, las características fundamentales que el derecho canónico debe tener para cumplir su misión: su enraizamiento en el misterio de la Iglesia, su cognoscibilidad y aplicabilidad y, por último, su eficacia.

Aparece, pues, como una dimensión constitutiva de la Iglesia en su caminar histórico y un instrumento imprescindible para que pueda cumplir su misión. Se comprende así el valor permanente de la intuición de los reformadores españoles: la necesidad de pastores doctos, con un profundo sentido de la justicia y de la equidad, que sepan preservar adecuadamente los grandes bienes con los que Dios ha dotado a su Iglesia para la salvación de las almas.

El autorNicolás Álvarez de las Asturias

Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid) - [email protected]

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